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La mano invisible

Joaquín Estefanía

Se acaban de cumplir 200 años de la muerte de Adam Smith, aquel escocés calificado como padre de la ciencia económica. Con este motivo han aparecido algunos artículos en la prensa internacional (por ejemplo, la revista The Economist le ha dedicado su última portada bajo el título de The modern Adam Smith) y en la nacional (véase el del Nobel Paul Samuelson en EL PAÍS del pasado martes) en los que se incide -en varias ocasiones en términos casi hagiográficos- en la victoria de Smith sobre las teorías de los otros dos grandes economistas cuyas reflexiones han constituido el eje de los movimientos político-sociales más significativos del siglo XX: Carlos Marx y John Maynard Keynes.El dificil no sentir simpatía por quien, desde criterios científicos, logró algo tan importante como iniciar el corpus teórico del liberalismo económico. Pero desde esta simpatía no es posible dar un salto tan gigantesco en el vacío como el de vincular, en una línea continua, el laissez faire de Adam Smith con los acontecimientos de los últimos tiempos en Europa del Este. Se trata de una operación ideológica en la que participan quienes, barridos por la realidad del welfare state del casi último medio siglo, intentan recuperar la hegemonía intelectual del ultraliberalismo más Duro.El evento del bicentenario puede servir, no obstante, para hacer una reflexión sobre la trascendencia en nuestros días de las ideas centrales que aportó Smith en sus dos libros básicos: Teoría de los sentimientos morales (1759) y, sobre todo, la Investigación sobre la naturaleza y causas de la riqueza de las naciones (1776). De Adam Smith parte la escuela de economistas clásicos, que hicieron su elaboración doctrinal entre los años finales del siglo XVIII y los primeros del XIX.

Adam. Smith inició los estudios de los mecanismos económicos de la sociedad moderna. Adscrito al liberalismo económico, manifestó siempre su fe en el orden natural de las cosas como opuesto al inventado por el hombre; es decir, la superioridad de la ley natural frente a la humana. Una frase, en uno de sus libros, sirve para explicar su filosofía más que toda la hermenéutica: "Herir los intereses de una clase de ciudadanos, aunque sea ligeramente, sin otro objeto que el de favorecer a los de otra clase es evidentemente contrario a esa justicia, a esa igualdad de protección que el soberano debe indistintamente a sus súbditos, sea cual sea su clase".

Según Smith, la conducta humana está movida por seis motivos esenciales: el amor a sí mismo, la simpatía, el deseo de ser libre, el sentido de la propiedad, el hábito de trabajo y la tendencia a trocar, permutar y cambiar una cosa por otra. Con estos datos, cada ciudadano es, por naturaleza, el mejor juez de su propio interés y debe, por tanto, dejársele en libertad de satisfacerlo a su manera. Si está en libertad no sólo conseguirá su propio provecho, sino que también impulsará el bien común. Al buscar su propio provecho, cada individuo es "conducido por una mano invisible a promover un fin que no entraba en su propósito". La mano invisible logra la armonía entre contrarios, haciendo que las acciones emprendidas por interés propio confluyan "en resultados globales, en la obtención del dividendo social, del producto de la actividad económica de la sociedad. Todo bajo el imperio de leyes naturales, sin intervención del Príncipe".

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Este sistema natural reconoce tres deberes de gobierno, que se constituyen como excepciones: la defensa contra la agresión extranjera, el establecimiento de una buena administración de la justicia y el sostenimiento de obras e instituciones públicas que no serían mantenidas por ningún individuo o grupo de individuos, por falta de una ganancia adecuada. Tres campos que limitan la acción individual y que son una especie de viga apuntaladora del capitalismo para que éste funcionase en los albores de ese poderoso cambio social que se denominó revolución industrial.

Desde finales del siglo XVIII hasta hoy la doctrina del laissez faire ha tenido que verse contrastada continuamente con la realidad y con las aportaciones del resto de los economistas de las más diversas escuelas. Entre ellos, con las teorías socialdemócratas y con el marxismo. Doscientos años después se preguntan: ¿quién ha vencido? En estos términos la polémica no puede fructificar; su esterilidad está garantizada. Los sistemas puros han desaparecido en uno y otro extremo hace bastante tiempo y se produce una mixtura en la aplicación de las políticas económicas, que sirve de revolución pasiva para que sobrevivan estos sistemas, permanentemente inmersos en crisis cíclicas. El mestizaje doctrinal y práctico está asegurado ante la complejidad de los problemas aparecidos en los dos últimos siglos.

Es cierto que el derrumbamiento del socialismo realmente existente ha dado lugar a un movimiento pendular desde la estatalización más cerrada al liberalismo económico, pero todas las encuestas realizadas hasta el momento implican que los ciudadanos de los países del Este pretenden cambiar de sistema y convivir dentro de la economía de mercado, siempre que las conquistas adquiridas en el anterior régimen en materia de sanidad, seguridad social, desempleo, enseñanza, etcétera, sean mantenidas. En la mayor parte de estos países en transición se da una pugna entre dos sectores que, por el momento, permanece irresuelta. En una reciente entrevista, el economista checo Valtr Komarek, antiguo asesor del Che Guevara, explicitaba esa lucha de modo muy nítido: "Estas dos tendencias, la radical y la, digamos, gradual, existen en todos nuestros países, en Polonia, en Checoslovaquia y también en la URSS. No hay diferencias en el objetivo, que es la economía de mercado. La primera, llamémosla de tratamiento de choque, consiste en una privatización masiva y rápida, liberalización total de precios, liquidación de controles financieros y una apertura económica audaz con la convertibilidad inmediata de la moneda nacional". Komarek, que advierte que en el Este hay economistas más enamorados de Milton Friedman que de Keynes es absolutamente contrario a este salto en el vacío y advierte que si bien hoy, movidos por la euforia política causada por la caída del régimen comunista, los ciudadanos en el Este están dispuestos a sacrificios, es siempre pensando que tras esta travesía del desierto pronto vivirán como los habitantes de los países occidentales más industrializados.

Parece, pues, que tras los sucesos políticos del último año es el marxismo el sistema político-económico que más se ha quedado rezagado en la hegemonía mundial, sin que se pueda llegar al reduccionismo puesto de moda por Francis Fukuyama en su ya famoso artículo ¿Elfin de la hístoria?:- "El siglo que empezó lleno de confianza en el triunfo de la democracia liberal occidental parece haber descrito un círculo y haber llegado casi de nuevo al punto de partida: no a un 'fin de la ideología' o a una convergencia entre capitalismo y socialismo, como se predijo anteriormente, sino a una inquebrantable victoria del liberalismo económico y político" (revista Claves, número 1).

Hay quien todavía no ve clara esta división del trabajo entre Keynes y Smith y busca una salida teórica novedosa al vértigo de los tiempos, en beneficio de Marx y de sus continuadores. En un reciente artículo (El Mundo del 14 de julio), Toni Negri relataba la tesis del filósofo superviviente de la Escuela de Francfort, Jürgen Habermas, sobre las revoluciones recuperantes; para Habermas, lo que está sucediendo en la URSS y en su entorno sería una especie de nueva política económica (NEP), totalmente leninista, desde la cual el socialismo estaría dispuesto a empezar otra vez con renovada juventud, recuperando aquello que dejó olvidado a partir de 1917: "las libertades individuales, los derechos civiles, el mercado como regulador de los intercambios de valores, la propiedad privada como fruto del trabajo y quizá hasta el lucro como incentivo". Quizá sea ésta la teorización más justificativa de lo que pretende hacer Gorbachov.

Cada una de estas ideas es susceptible de un debate profundo. Pero pretender evitarlo con el maniqueísmo de la victoria de Adam Smith después de su muerte, como el Cid, no deja de ser un campo yermo.

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