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La autorización arcaica

Los cirujanos han popularizado su oficio gracias a los casos desesperados que caen en sus manos. Acumulan por ello celebridad, pero contemplados con cierta crudeza sólo merecen el dudoso mérito de sellar el fracaso de la salud. Arrancan órganos enfermos como si el cuerpo fuera un conglomerado de piezas sueltas.Esta confusión también gobierna los hábitos políticos de España, que simula adoptar para sus tumores la afilada filosofía del bisturí. Un código de instrucciones ficticias cuyo verbo más estimado todos invocan: hay que extirpar.

El renovado escándalo de la corrupción y el tráfico de influencias (sic) ha encendido el oportuno entusiasmo tribal de los acólitos y el satisfecho regocijo de los adversarios, que se enredan en controversias graciosas cuyos términos no resisten ninguna aproximación. Así, ante la evidencia de unos hechos irritantes, los militantes de las provincias del PSOE denuncian el despliegue de una campaña. ¡Como si fueran víctimas de una conspiración! Y los severos vigilantes de la oposición se frotan las manos y adoptan el ademán de aquellos censores franquistas que luego se iban de putas.

Pero yo no recomendaría entender mal esta reflexión, que no es un sarcasmo contra los que quisieron administrar España. Más bien se trata de otra cosa.

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Hablan como cirujanos, pero nunca cortan por lo sano. ¿En qué consiste este enigma?

Podemos poner el grito en el cielo, agitar la amenaza del bisturí y anhelar que la justicia sentencie su presencia. Pero todo esto son recursos escénicos para la galería o la sincera profesión de fe de los ignorantes. Una tercera posición nos obliga a desentrañar la misteriosa naturaleza del presente y ver sus mecanismos secretos: ellos explican por qué todo lo que ahora vemos, tocamos y descubrimos con aparente estupor -el sainete de la picaresca, la condescendencia con los hurtos morales y el amparo institucional a la rapiña creativa- fue constituido seminalmente hace tiempo.

Muy pocas personas en este país tienen derecho a escandalizarse desde que España entera, en aquella remota década de los setenta, decidió firmar los protocolos de la transición. Unas actas que, entre otras cosas, garantizan la impunidad de los delitos, responsabilidades y usurpaciones "del pasado" (sic).

Este documento no ha perdido vigencia. Cuando Ángela Martínez Lanzaco, viuda de Julián Grimau, esperaba la restitución de una honorabilidad que, de todas maneras, nadie puede arrebatarle, Javier Moscoso se apresuró a declarar: "A mi entender no se trata de revisar el pasado, sino del hecho objetivo de que el consejo de guerra por el que se condenó a muerte a Grimau era nulo".

¿A quién se sentía obligado a tranquilizar el ex fiscal general del Estado con estas ajustadas puntualizaciones?

Yo no dudo que la transición concediera a este país notables ventajas de paz social y estabilidad económica, y que fuera, de todas las posibles, la mejor solución. Pero no es necesario soportar por ello la nefasta retórica de la amnesia.

¿Para qué vamos a engañarnos? Este país no sólo ha perdido la infancia, sino, sobre todo, la autorización arcaica que lo hubiera legitimado para perseguir los crímenes insignificantes de cualquier funcionario y su primo.

EI presente es siempre responsabilidad colectiva, y, por ello, jamás tiene arreglo. A nuestra potestad sólo le corresponde realizar, con método y paciencia, las constituciones que en el presente lejano alcanzarán su plenitud y su integridad. Aunque no quiero acabar sembrando falsas esperanzas. Me atrevo a sospechar que los políticos elegidos democráticamente son la fidedigna representación estadística del pueblo que los vota. Todo cuanto vemos en ellos está entre nosotros.

Basilio Baltasar es editor y periodista.

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