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Tribuna:DESPUÉS DE LAS ELECCIONES
Tribuna
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El cumplimiento del pacto

El supremo acto de consagración del ejercicio de la democracia ya ha tenido lugar. Los ciudadanos han cumplido con el deber moral de votar; queda ahora que la otra parte respete sus voluntarias e interesadas promesas, legitimándose así ante los electores, para que podamos continuar confiando en las instituciones

Durante días, demasiados para ser exactos por lo pertinazmente aburrido del discurso, miles de aspirantes a parlamentarios pertenecientes a esas 78 coaliciones 31 partidos que han tomado parte en la campaña electoral nos han ofrecido las más diversas, ridículas y hasta dispares ofertas de bondad. No, importa acerca de qué tema o cuestión, los aspirantes, en su huida permanente hacia arriba, prometían siempre un punto más de lo que se esperaba de ellos. El viajero carrusel de promesas de tal o cual grupo nos ha pedido su voto a cambio de convertirnos en más altos, de ganar más dinero y de poder disfrutar, si a ellos les votábamos y salían elegidos, de una vida más fácil, cómoda y placentera. Han deseado tanto nuestro voto, que la cosa ha llegado a tener momentos de ensoñadora lujuria. Pues bien, ya les hemos dado ese voto que nos han exigido, suplicado y llorado. Y además, en la larga noche del escaño tránsfuga, todos los dirigentes elegidos han alabado, nuestro cívico comportamiento ante el mundo y para la historia; es decir, por Televisión Española, como recompensa moral por haberles votado.Ahora es cuando sociólogos áulicos y estadísticos posmodernos nos van a explicar concienzudamente que la pérdida de votos del PSOE es consecuencia del resbalón por la izquierda de los socialistas puros; que no existe Fraga y viva Aznar que le ha roto el techo con un voto más y sin quitarse el bigote; que el califa de IU evitó donde pudo hablar del comunismo, y que la bajada del CIDS es debido a que el duque de Suárez salió poco a la calle y no consta que se convirtiera en carne mortal. Es ahora cuando alguien nos interpretará, viendo los actuales resultados de las urnas, que aquel soleado 14 de diciembre ha resultado ser, 10 meses más tarde, una fiesta folclórica del Primero de Mayo en el césped del Santiago Bernabéu, salvo que Nicolás Redondo, antes de pasar a invernar en los sótanos de la calle de Ferraz, telefonee a Alfonso Guerra para darle una mejor interpretación de aquella fecha y antes de que nos cuenten lo del voto cómodo, fácil y dócil, el voto ideológico y el voto útil, especies singulares y no únicas de voto que cada cual se aplica con las características particulares que le corresponden; es ahora, digo, el momento de recordar a nuestros elegidos parlamentarios el cumplimiento de las promesas, aunque sólo sea un recordatorio a caballo entre el Groucho Max de "la parte contratante de la primera parte" y el a pacto social rousseauniano, a fin ti de que quienes prometieron entregar su alma al diablo, a cual quiera de ellos y repetidas veces a cambio de obtener un escaño en el Parlamento, no nos olviden.

Contrato

Es cierto que los parlamentarios no están sujetos al mandato imperativo de los electores, quienes tampoco tienen la obligación de votar, ya que de ser así se configuraría en obligación jurídica, sino que el voto es un deber ético y moral que lleva implícita una solidaria responsabilidad social. Pero el pacto que lleva implícito el sistema democrático no es otra cosa que un contrato en el cual intervienen dos partes, quienes eligen y quienes son elegidos; con un objeto determinado, la gobernabilidad del pueblo, y un fin, el que la mayoría de los ciudadanos alcancen las máximas cotas de paz y prosperidad. Lo demás es música de fandangos celestiales apócrifos. Las variantes del pacto son infinitas, pero todas ellas nacen del mismo acuerdo tácito: unos, mediante el ejercicio del derecho al voto, eligen a quienes prefieren en razón a un programa de actuaciones, que lleva implícita una oferta de futuro, para que otros gobiernen en función de ese programa. Deben rechazarse las posteriores disculpas por incumplimientos, que en política son puras estafas morales, de quienes a la hora de gobernar o de cooperar a la gobernabilidad no cumplen sus promesas alegando prioridades, condicionamientos de futuro o falta de tiempo. Que lo hubiesen pensado antes de formalizar el compromiso. Y lo mismo o parecido puede decirse de quienes sabiendo que no iban a obtener suficientes escaños como para formar gobierno se desfondaron en sus ofertas, esperanzados en que después nadie les exigiría su cumplimiento, porque tienen la obligación ética de intentar, formal y públicamente, cumplir con tales promesas.

El sistema democrático encierra en el acto de la elección un juego falaz porque, y con escasas excepciones, sólo lo respeta una arte, el elector. Los otros, una vez obtenida la legitimación de las urnas, permanecen una serie de años en el poder, bien gobernando o bien ejerciendo la función de control del gobierno en la oposición, con más o menos acierto, pero en general olvidándose de las ofertas que les hicieron a los ciudadanos. Y lo más aberrante de esta forma de actuar es que ya supone un valor entendido.

Incumplimientos

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Todos sabemos que por lo general las promesas electorales no se cumplen, ni tan siquiera intentan cumplirse, y lo aceptamos como si ello formara parte del desarrollo consustancial del sistema. La frase "son promesas electorales" para dar a entender que algo no se ha cumplido ni se espera cumplir es usual entre la clase política, no ya sólo española, sino también propia de los demás países con sistemas políticos similares al nuestro. ¿Por qué hemos de admitir de buen grado que entregamos la parte alícuota de poder que como miembros de una comunidad tenemos, que sirve y precisa tanto el Gobierno corno la oposición para legítimarse, es decir, nuestro voto, si ellos raramente cumplen el compromiso que nos han dado para obtenerlo? Soñemos con la más incoherente de las utopías, el que se nos permita ir deslegitimando a nuestros parlamentarios: promesas no cumplidas, pues votos que los ciudadanos les retiramos, hasta que el Parlamento quede vacío y haya que empezar otra vez de nuevo. Y es posible que a la segunda o tercera vez desaparecieran los triunfalismos preelectorales o el engaño previo como requisito para obtener el voto.

No se plantea aquí un alegato contra el sistema democrático; muy al contrario, es un grito para la pervivencia de la democracia, para que se establezan mecanismos a fin de que la otra parte contratante también cumpla con su parte del pacto; es un recordatorio antes de que se enfríen las urnas y se silencien los ecos de las voces.

Teodoro Gonzalez Ballesteros es catedrático de Historia de las Libertades Públicas de la Información en la Universidad Complutense.

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