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Mi Heidegger

La lectura del delicado opúsculo que Josep Pijoan dedicó a la memoria de su maestro -Mi don Francisco Giner es su título- me hizo pensar que, cuando no es texto de un estudio erudito o artículo de enciclopedia, el recuerdo escrito de un autor debería ser lo que ese título delata: la expresión de cómo el comentarista recibió e hizo suya la obra del hombre recordado. Éste es el sentido del precedente epígrafe, Mi Heidegger, el Heidegger que entró en mi vida y yo hice mío.Después de rápidas lecturas anteriores a la guerra civil, suscitadas por el librito Tragische existenz, de A. Delp, mi contacto formal con el pensamiento de Heidegger tuvo lugar cuando compuse mi tesis doctoral (El problema de las relaciones entre la medicina y la historia) y redacté la llamada Memoria pedagógica para el segundo ejercicio de mis oposiciones a la cátedra de que fui titular. Trance éste que me llevó a examinar la actitud heideggeriana ante el futuro y -en último término- a examinar con atención el punto de partida de esa actitud y de todo el pensamiento del filósofo.

Heidegger se pregunta por el sentido del ser, por lo que el ser -aquello a que apunta el conocimiento de todos los entes, el astro, la planta o el hombre significa para quien trata de conocerlo; todo sein und zeit se mueve hacia la obtención de una respuesta a esa pregunta, básica para la correcta edificación de una ontología distinta de la tradicional y verdaderamente adecuada a lo que en verdad es el ser para quien por su sentido se interroga. Lo cual le obliga a dos cosas: saber lo que esencialmente es la pregunta, el acto de interrogar e interrogarse, y entender claramente por qué ha elegido la pregunta como vía de acceso al conocimiento del sentido del ser.

En la estructura de la pregunta se articulan tres momentos: aquello de que se pregunta (das gefragte, en este caso, el ser del ente), aquello a que se pregunta (das befragte, el ente mismo, un determinado ente) y aquello que se pregunta (das erfragte, el sentido del ser). La pregunta es, por otra parte, un esencial modo de ser de un ente determinado, el hombre; ser hombre es, entre otras cosas, tener que preguntar. Pues bien, la existencia y la esencia de ese ente deben ser el punto de partida y la vía regia para aprehender el sentido del ser. "Mirar a, comprender y concebir de, elegir, acceder a, son", dice Heidegger, "comportamientos constitutivos del preguntar y, con ello, modos de ser de un ente determinado, del ente que nosotros mismos, los interrogados, somos... El preguntar de esta pregunta, en cuanto modo de ser de un ente, hállase esencialmente determinado por aquello por lo que él se pregunta, por el ser. A este ente, que somos nosotros mismos, y que, entre otras posibilidades de ser, posee la de la pregunta, lo aprehendemos con el término dasein".

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El tema y el problema de la pregunta son una suerte de hilo rojo a lo largo de la obra y la vida de Heidegger. Del modo de ser que manifiesta la pregunta -el modo de ser propio de un ente finito que se hace cuestión de su finitud- son consecuencia muchos de los más difundidos conceptos de la analítica existencial heideggeriana: sorge (la cura latina, el cuidado de existir), angest (angustia), seinzum-tode (ser para la muerte y ser a muerte). "La pregunta es la forma suprema del saber", afirmará el filósofo en su célebre discurso rectoral de 1933. "Pienso, luego existo", había dicho Descartes en el orto de la filosofía moderna. "Pregunto, luego soy finito, tempóreo y mortal", dice Heidegger al término de ella.

Bien. Admitamos que el modo de ser que delata la pregunta sea el más adecuado como punto de partida para la analítica de la existencia. (Otros podrían haber sido, y Heidegger lo reconoce.), Pero el análisis de la pregunta que Heidegger propone, ¿agota lo que en su integridad es, esencial y existencialmente considerado, el acto de preguntar? En mi opinión, no. Toda pregunta no insensata, hasta las de respuesta más ardua o improbable, lleva en su seno una mayor o menor confianza en la posibilidad de una respuesta más o menos satisfactoria -nunca, eso sí, definitiva y últimamente satisfactoria- acerca de aquello por lo que se pregunta. De lo cual se deduce que la actitud de la existencia auténtica ante su total realidad y ante el futuro no es la pura angustia, sino un estado de ánimo en el que unitaria y ambivalentemente se funden la angustia y la esperanza, que éste es el nombre castellano de la confianza en la obtención de alguna respuesta a nuestras preguntas. Supuesto lo cual, ¿adónde conduciría un análisis de la existencia cuyo punto de partida fuese no la angustiada menesterosidad que el hecho de preguntar delata, sino esa ambivalente mezcla de angustia y esperanza -más angustiada en unos casos, más esperanzada en otros- que constituye el nervio real del preguntar? Tal interrogación fue el germen de mi libro La espera y, la esperanza y, años más tarde, el tácito presupuesto de otros estudios míos en que, partiendo de Heidegger, teniendo muy en cuenta a Heidegger, trato de rebasar los, límites de lo que él dijo: mi libro Teoría y realidad del otro, mi reflexión sobre la técnica.

Un grave problema surge. Acerca de la existencia ¿dijo Heidegger todo lo que pudo y -por lo que fuera- no quiso decir? Ciertamente, no. La imponente salva de interrogaciones que sirve de remate a Kant und das problem des metaphysik culmina en éstas: "¿Tiene sentido concebir al hombre, sobre el fundamento de su más íntima finitud ( ... ), como creador y, por tanto, como infinito? ¿Hay algún derecho a ello? La finitud de la existencia, incluso como problema, ¿puede acaso ser desarrollada sin una pre-supuesta infinitud? Y en tal caso, ¿de qué género es ese pre-suponer en la existencia? ¿Qué significa la infinitud así supuesta?". Nunca contestó Heidegger a estas graves interrogaciones; nunca, ante ellas, pasó de esbozar una vaga actitud oracular, en la cual latía, no sé si a su pesar, una angustiada esperanza.

Otro texto. En su ensayo Was ist metaphysik se plantea de nuevo el problema de cuál es el estado de ánimo más idóneo para aprehender la totalidad de lo que somos. Tres nombra: la angustia, el aburrimiento cuando es profundo y la alegría que engendra la presencia de un ser humano amado. Él se queda con la angustia. ¿Por qué nunca quiso emprender el análisis de esa alegría, en tanto que fuente de existencia auténtica? ¿Adónde le hubiese conducido? ¿Qué hubiera resultado del metódico enlace entre lo sólo apuntado en el texto antes aducido, la posible infinitud y el carácter creador de la existencia, y lo meramente afirmado en este otro, la capacidad del amor, en tanto que hecho psicológico, para el esclarecimiento de la existencia y, por tanto, para la edificación de una ontología?

Éste es mi Heidegger: el que, con admiración y con reserva, comencé a conocer hace más de medio siglo -mi ensayo Quevedo y Heidegger fue la primera consecuencia de ese conocimiento- y jamás ha dejado de acompañarme a lo largo de mi modesta, nunca satisfactoria vida intelectual.

Pedro Laín Entralgo catedrático de Historia de la Medicina y ex director de la Real Academia Española de la Lengua.

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