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Kiwimanía

Por fuera es pequeño, peludo, suave. De tacto mamífero. Pero no hay que fiarse del envoltorio del kiwi. Es pura máscara, mera cáscara. Jamás en mi vida había tropezado con fruta tan mentirosa. Nunca el reino vegetal parió mercancía de fondo y forma tan divorciados. Porque cuando te asomas al interior es todo lo contrario a lo que promete el diseño del envase. Allí se agazapa una pulpa gelatinosa, híbrida, ácida, estriada, de un lamentable verde esmeralda. En la línea de las masas invasoras de otros planetas. Fruto de los efectos especiales de la serie B.Y el mismo desconcierto cuando decido acercarme al kiwi con un cuchillo en la mano. Nunca sé cómo atacarlo correctamente. Si afeitarlo, si destriparlo, si dividirlo, si trocearlo, si agujerear los polos, si perdonarle la vida. En cuanto al sabor, nada que comentar. Me niego a tomar en serio a una fruta con pinta de huevo forrado por un surrealista, o de cojón de mico, que nos llega de Nueva Zelanda vía Tokio con la pretensión de ser el eslabón perdido entre la fresa y la frambuesa. Un eslabón ácido, verdoso, peludo y con más vitamina C que el Redoxón.

Suena a racismo vegetal, pero es mucho peor. Es manía persecutoria. Padezco kiwifobia aguda. Los veo por todas las partes y soy incapaz de entender cómo semejante engendro, o injerto, cuyo único mérito es un ácido color de efectos especiales, ha logrado triunfar en el imperio de los cítricos, de las falsas fresas y de los huevos forrados por la ira. Mucho criticar a su compatriota el eucalipto porque invade el monte autóctono, pero el kiwi invade el asfalto y sus ambiciones colonizadoras no tienen límite. Es capaz de adaptarse a todos los formatos. De momento ya lo tenemos camuflado de zumo, de tarta, de batido, de caramelo, de refresco, de yogur, de ensalada, de macedonia, de chicle, de pastilla vitamínica; incluso se le ha visto alcoholizado. Mucho ojo a esta fruta de peluche con entrañas de alienígena televisivo, que se reproduce hasta en el invierno, casa con todo y nadie sabe a qué sabe.

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