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Euskadi, la paz fundacional

Vivimos un tiempo irreversible de paz fundacional en Euskadi que se debe aprovechar para profundizar en la cultura democrática, señala el autor del artículo, a sólo un día de la manifestación a favor de la paz en Euskadi, el próximo 18 de marzo. El articulista defiende la socialización política de los ciudadanos.

El impacto que para la racionalidad occidental supuso el colapso de los regímenes constitucionales en Alemania, Italia y España en los años treinta hizo que la ciencia y la sociología políticas crearan el concepto y la reflexión sobre la cultura política.La preocupación por la estabilidad y el avance de los sistemas democráticos les hizo completar a estos regímenes la visión dominante, juridicista e institucional, con otra que tuviese en cuenta los elementos simbólicos y las creencias, los valores, las emociones, la memoria histórica y las motivaciones que orientan la acción política de los ciudadanos, tomados individualmente o de forma asociativa.

En este sentido, el funcionamiento de las instituciones y la manera en que éstas afectan a los ciudadanos dependen de su diseño constitucional y de su desarrollo legislativo, pero, sobre todo, de los valores que dan vida a la cultura sobre la que aquéllas se asientan, y éstos, a su vez, son resultante del proceso de socialización política a través del cual los individuos son iniciados al escenario institucional, haciéndolo parte de su mundo.

A pesar del camino constitucional recorrido en la última década, el franquismo está demasiado cerca y no se presta suficiente atención a la socialización política de nuestros ciudadanos (por ejemplo, las reflexiones socio-políticas aún no han entrado en nuestro sistema educativo básico o secundario). De ahí que todos tengamos que soportar y lamentar conductas, imágenes y discursos más propios de la época anterior que de los que Almond y Verba denominaron cultura cívica; así, imposición frente a competencia, escepticismo frente a confianza en la eficacia de la propia acción, exclusión frente a participación, patrimonialismo frente a solidaridad, etcétera.

Esta realidad es más crítica en Euskadi, donde la cultura de la paz se articula a duras penas frente al enquistamiento subcultural de la violencia. La cultura de la paz es el único abono que puede hacer florecer una cultura nacional integradora, basada en la identificación (que no sacralización) con el sistema institucional, en su moldeabilidad por la acción colectiva, en la pertenencia / aceptación igualitaria de todos los ciudadanos, en la percepción por parte de éstos de la sensibilidad gubernamental ante sus demandas, en la articulación de un sistema coherente de autoridad y, lo más importante, en la incentivación de la implicación participativa de los actores sociales y en su cercanía a las instituciones.

La subcultura de la violencia se basa en un sentido de comunidad, como constructo simbólico que sólo existe en la mente de sus fieles y en una tradición inventada y convertida en metahistoria, que se representa en la realidad a base de dicotomías antagónicas arquetípicas (buenos malos, nosotros / ellos, amigos enemigos, fieles / traidores ... ). Tal sentido, convertido en categoría política, sólo puede llevarnos a la sacralización mágica de sus escasas ideas y ofertas políticas hechas de escuetas consignas, al nacionalismo primordialista que se define por identidades excluyentes, a una concepción fundamentalista de las instituciones (o son como yo quiero o no valen) -con una proyección paradójicamente taumatúrgica del marco jurídico-político, convertido en latiguillo-, a una instrumentafización totalitaria de la representación y de las demandas sociales y políticas (por lo demás, siempre parcialmente insatisfechos en cualquier sociedad) y, finalmente, a una perversión de la acción política por el mesianismo terrorista.

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El arraigo de una tal subcultura ha de medirse por el impacto que cause sobre los valores y las relaciones políticas democráticas, mediante la estrategia de la tensión, de desistimiento, de la infiltración artera, del acorralamiento moral y del río revuelto anómico, como muestra paradigmáticamente el estudio reposado del ascenso del- nazismo en Alemania.

Logros desoladores

El resultado de una evaluación desapasionada de los logros obtenidos por la estrategia violenta no puede ser más desolador para la sociedad vasca en su conjunto, pero, sobre todo, para los avances del proyecto progresista o nacional en el que dicen inscribirse los terroristas y quienes les apoyan, precisamente porque su concepción instrumental de la violencia tiene consecuencias retardatarias y es radicalmente opuesto al sentido de la democracia. El engaño y la demagogia se hacen más evidentes a medida que se avanza al arraigo de la cultura democrática.

El acuerdo por la paz, firmado por los partidos democráticos vascos en Ajuria-Enea y que los corifeos violentos pretenden estereotipar como "antiterrorista", "claudicación ante el centrafismo", "traición regionalista", "regresión autoritaria" y "acorralamiento de los políticos", es un salto cualitativo, y me atrevería a decir que fundacional, hacia la cultura cívica en Euskadi. Desde él se ha de reinterpretar el sentido del marco constitucional y esta utario, el discurso del nacionalismo democrático y las posibilidades abiertas por el horizonte europeo del siglo XXI para todos los ciudadanos, en la medida en que define un nuevo escenario político a los vascos.

El alto coste que todos hemos tenido que pagar por la pervivencia ritual de la guerra civil mantenida contra viento y marea por los terroristas, ya casi los únicos herederos del franquismo, no puede saldarse de mejor manera: la construcción del consenso y la confianza democráticas, los avances indudables propiciados por los Gobiernos de coalición a todos los niveles, la permeabilidad programática demostrada por el nacionalismo tradicional, el abandono de la política de comunidad y de la concepción instrumental de la violencia, la mayor sensibilidad consociativa del Gobierno central y, en definitiva, la apertura del horizonte nacional en Euskadi. Desde ella, la autodeterminación, la independencia o la redefinición territorial son sólo piezas posibles del mismo, que puestas por delante no hacen más que distorsionarlo y hacerlo imposible.

Nuevo escenario

Es inevitable que la movilización pacifista tenga el componente de rechazo de la violencia, pero ésta en modo alguno puede ser el protagonista principal. En el nuevo escenario, Argel (paradojas de la vida) es un actor secundario, que, sea cual sea su puesta en escena, sólo puede reforzar la democracia, si los demócratas nos mantenemos firmes y unidos en torno a los valores de la cultura cívica, sin complejos y teniendo claro que el límite de la magnanimidad (que no impunidad ¡limitada) empieza y acaba en el dintel de las puertas abiertas de las cárceles para los presos y de las instituciones para los políticos. La cultura cívica es la única que lleva la tolerancia hasta el punto de escuchar las razones y respetar los derechos iguales del intolerante, sabiendo que el límite está allí donde éste amenaza con socavar el entramado ético del sistema democrático.

Vivimos un tiempo irreversible de paz fundacional en Euskadi, que debemos aprovechar para profundizar en la cultura democrática, a partir de la amarga lección aprendida, y para hacer avanzar el proyecto progresista e integrador de la construcción nacional en el escenario posible del marco europeo, abandonando para siempre el lastre del mesianismo milenarista.

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