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Tribuna
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El déficit y el papel del Gobierno

No hay duda que ha hecho falta un presidente republicano conservador y popular, con un fuerte sentido de las prioridades presupuestarias y fiscales, para acabar con esos grandes déficit y esa acumulación de la deuda nacional. También han hecho falta notables cambios en la economía, entre los que figura un considerable aflujo de capital extranjero, para compensar, al menos a corto plazo, las repercusiones de los déficit fiscales.Sobre la relación existente entre el déficit presupuestario federal y otras variables económicas se ha desencadenado un fortísimo debate. Según qué escuela de pensamiento, se ha sostenido que los déficit:

1. Son inflacionarios.

2. Han ayudado a la economía a recuperarse de la recesión.

3. Hacen disminuir el volumen relativo de la inversión y la exportación neta en el total del producto.

4. Hacen subir los tipos de interés.

5. No importan.

Grandes déficit

Estos argumentos, claro está, no puede ser ciertos simultáneamente. Puesto que es evidente que el Gobierno federal ha incurrido en grandes déficit en los últimos años, y que, a pesar de la ley Gramm-Rudman-Hollings, puede seguir incurriendo en ellos en un futuro inmediato, importa comprender cuál es el efecto real de unos déficit elevados. En cada uno de los argumentos anteriormente citados puede haber 'Igo de verdad, según las circunstancias. ¿Son tan graves los déficit que se impone hacer algo urgente? ¿Es la ley Gramm-Rudman-Hollings, de equilibrio presupuestario, una solución sensata para reducir grandes déficit? La cuestión de si los déficit importan envuelve en realidad otras varias. La primera es la de a qué variables económicas afectan los déficit, si a los tipos de interés, a la tasa de inflación, al PNB real o a la composición del producto. La segunda es la de en qué condiciones económicas producen los déficit tales efectos. La tercera es la de cuál es el mecanismo por el cual afectan a la economía, si es por vía de una repercusión sobre los tipos de interés, sobre los tipos de cambio, sobre la renta disponible, sobre las expectativas de inflación o sobre el comportamiento de la Reserva Federal. La cuarta es la de si tiene alguna significación cuál sea la fuente del déficit (aumento del gasto o disminución de los ingresos fiscales). La quinta es la de cuáles son las dimensiones probables de esos efectos. Y, finalmente, la de si hay diferencia entre tratarlos por el lado del gasto o por el lado fiscal.

La mayoría de los economistas tienden a atribuir el origen de la aceleración de la inflación de finales de los sesenta al intento del presidente Johnson de financiar la guerra contra la pobreza y la guerra de Vietnam sin aumentar los impuestos. Los déficit resultantes impulsaron la demanda total aún más allá de la capacidad productiva e hicieron subir los precios. También contribuyó a ello la acomodaticia política monetaria practicada. Pero no está ni mucho menos tan claro que los episodios de aceleración inflacionaria experimentados en los años setenta obedecieran a acontecimientos fiscales simultáneos o a creación de dinero por la Reserva Federal. Así, por ejemplo, la Reserva Federal monetizó solamente una pequeña fracción (menos del 10%) de la deuda pública en los años setenta. Así, la explicación sencilla y fácil no es correcta desde el punto de vista factual. La causa próxima de la aceleración de la inflación parece que fueron los episodios de rápida expansión de la oferta monetaria desde la Reserva Federal poco antes del episodio inflacionario. Ello provocó un ciclo de expectativas inflacionistas en el que la Reserva Federal se vio presionada a inyectar energía en la economía a cualquier señal de atonía. No se puso ningún freno a las expectativas inflacionistas hasta la recesión de 1981-1982, con el apoyo de Reagan a la desinflación.

Así pues, mi interpretación es que, si bien hubo diversos factores -como los embates de los precios del petróleo, el fallido intento de control de precios y salarios, el cambio devaluado del dólar de finales de los setenta- que contribuyeron al brote de la inflación, la causa predominante fue la rápida e incierta expansión de la oferta monetaria provocada por la Reserva Federal. Y no se debió meramente a que la Reserva Federal se convirtiera en el comprador de último recurso de los bonos gubernamentales -como indica la pequeña cantidad de deuda monetizada-, sino a que la normativa fiscal en condiciones inflacionarias hizo que la reserva subestimara lo expansionista que había llegado a ser su política monetaria.

En 1987, la inflación no estaba completamente controlada. Había sido reducida en una tercera parte, desde los niveles dedos dígitos, pero aún estaba en una cota semejante a la que obligó al presidente Nixon a imponer controles de precios y salarios. Subsistía el peligro de una aceleración temporal, debido a la rápida depreciación que el dólar había sufrido recientemente. Es demasiado fácil olvidar la medida en que la inflación es capaz de hacer daño a la economía.

Pleno empleo

La precisión que importa hacer es que tiene que pasar aún tiempo hasta que se alcance el nivel de pleno empleo. Los recursos de las administraciones estatales y locales, más las importaciones netas de capital, nos permiten un margen de respiro que puede permitirnos conducir los niveles de déficit hacia una zona de seguridad. Creo que ello habría que hacerlo más por el lado del gasto que por el del presupuesto, por razones tanto macro como microeconómicas. Hay muchas partidas que podrían eliminarse o reducirse, y si obramos con la valentía necesaria para controlar el déficit reduciendo el gasto en vez de por la vía pasiva de un aumento de impuestos, enviaríamos a los mercados financieros una mejor indicación de cómo se pretendían tratar los futuros desequilibrios fiscales, tales como la crisis del seguro médico.

Es probable que, a corto plazo, los déficit supongan solamente una amenaza pequeña para los tipos de interés y para la inflación, pero a largo plazo no podemos confiar nuestra salvación en la continuidad de la entrada neta de capital extranjero y en los grandes superávit de las administraciones estatales y locales.

Para evitar un incremento brusco de los tipos de interés tenemos que poner en orden nuestra casa fiscal antes de que se produzca una caída pronunciada de las importaciones de capital. Esto, a su vez, generaría una presión enorme sobre la Reserva Federal, presión favorable a la reaceleración del crecimiento monetario y al abandono de la política de lucha contra la inflación, y, por consiguiente, no constituiría un buen augurio en materia de inflación, inversión, exportación neta o productividad y crecimiento. El potencial de reaceleración de la inflación se hace más fuerte a causa del crecimiento de la deuda externa, esto es, de la situación de Estados Unidos como deudor neto. La inflación reduciría el valor real de la deuda vigente, incluida la que está en manos de extranjeros. Cuanto mayor es la deuda exterior, mayor es la tentación inflacionista. Cuando más manifiesto se hace este incentivo, mayor es el riesgo para los inversores extranjeros. De ahí que haya una presión alcista sobre los tipos de interés.

La política de crecimiento en el mundo avanzado genera directamente el tipo más importante y general de ayuda que puede recibir el mundo menos desarrollado: un aumento de la demanda de sus productos de exportación. Estos efectos beneficiosos son superiores con creces a toda ayuda indirecta o ayuda exterior directa. Mientras que los problemas de pobreza y población en los países menos desarrollados claman a menudo por la ayuda directa de las economías avanzadas, la política de crecimiento es la que más puede mejorar la suerte de esa gran masa humana que se tambalea en el borde de la subsistencia. No hay que sorprenderse de que el Tercer Mundo se haya convertido en un campo de batalla ideológico (y desafortunadamente militar) entre las democracias y los mercados relativamente libres de Occidente y las economías totalitarias del Este, campo en el que cada uno pugna por imponerse como modelo para otros países.

Muchos elementos de la reaganomía son exportables, y no hay lugar donde sea más importante su mensaje (a pesar de sus defectos y su tarea inacabada) que el Tercer Mundo. El limitar la intervención del poder público en la economía, el disminuir los tipos marginales del impuesto sobre una base más ancha, la eliminación de reglamentaciones, el mayor cuidado en la fijación de los objetivos de las transferencias a los pobres, el empeño en el control de la inflación y el aumento del crecimiento económico como máxima prioridad interna constituyen principios valiosos para todas las naciones.

El Estado

En muchas economías, el papel del Estado se ha acrecentado hasta el punto en que dificulta seriamente el funcionamiento de la economía. Cuando una mitad larga de la población de un país está empleada por la Administración pública, o bien recibe algún subsidio del Estado, las posibilidades de acometer una disminución del aparato gubernamental se disipan rápidamente. Muchos países occidentales están cerca de ese punto o lo han rebasado. Muchos países menos desarrollados tienen importantes sectores de población que dependen del empleo público y de empresas estatales. Y lo que es peor aún, que el envejecimiento de la población en tales países indica que las presiones sobre las arcas públicas, así como la proporción de personas que reciben ayuda de ellas, van a aumentar gravemente. Ha llegado la hora de que esos países intensifiquen sus esfuerzos para reducir los excesos del gasto público, de fiscalidad, de regulación y de la política monetaria. No es esta una receta para la vuelta a un mundo en el que los Gobiernos no desempeñan papel alguno en la provisión de una red de seguridad o de una infraestructura pública; es una receta para el restablecimiento de un cierto equilibrio en las condiciones previas necesarias para el crecimiento económico. Los enormes cambios habidos en Estados Unidos pueden parecer dignos de atención para los extranjeros.

La contibución más importantes de la política económica de Reagan es muy probablemente la aceleración y la acentuación del cambio en lo que se percibe como razonable papel del Gobierno en la economía. Si esta herencia perdura afectará indudablemente al diálogo público sobre política económica también en otros países. Sólo cabe confiar en que las lecciones del programa económico de Reagan, tanto en sus aciertos como en sus desaciertos, aporte un impulso añadido y señale en parte la ruta que pueden seguir otros países.

Michael Boskin es profesor de la universidad de Stanford y ha sido elegido por el presidente Bush para ocupar en su momento el cargo de presidente de consejo de asesores económicos de presidente de EE UU.

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