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Bolsas

A partir del 1 de enero, los italianos habrán de pagar alrededor de 10 pesetas más por cada bolsa de plástico que quieran recibir de los comercios. La razón es un impuesto destinado a desalentar el consumo de un envase no degradable que está invadiendo las cunetas, las calles, los solares, los sembrados y las fuentes públicas, eternamente.La medida ha sido auspiciada por razones ecológicas. Pero no es sólo un problema del exterior. La bolsa de plástico ha entrado en los hogares en unas proporciones que impiden ya la expulsión del piso. Progresivamente, una casa tras otra ha ido reservando algún lugar para almacenar bolsas, en atención, se cree, a futuras necesidades indeterminables. Se trata, de hecho, de una previsión onerosa, porque siempre, sin excepciones, el número de las bolsas ingresadas desborda al de la capacidad de imaginación para aprovecharlas. El depósito crece y crece hasta una proporción de náusea y hasta una incontinencia que obliga á` toda la familia a ir quitándose sin cesar bolsas de plástico de la vista.

Ciertamente, el usuario conoce que el polietileno no es biodegradable, pero no sólo no se atreve a quemarlas o echarles un ácido. Es incluso incapaz de tirarlas regularmente a la basura: una fuerza de orden espiritual, mucho más fuerte que él, le dice que no debe hacerlo. Todo envase, una vez vacío, se convierte en portador de angustia y remite al producto que contuvo como a una culpa. Conocida es la decisión en las destilerías norteamericanas de no fabricar botellas de licor demasiado vistosas tras una época en que fue moda utilizarlas para hacer lámparas de sobremesa. El recipiente agotado se convertía en un testigo insufrible.

Toda bolsa -y se llegan a poseer un promedio de casi 150 al año- es la huella documentada de un gasto y el incorregible testimonio de un hastío. Un castigo auténtico, en diferentes sentidos. Pero parece que no es bastante: todavía, entre el desconcierto de la cotidianidad, la muchedumbre continúa pidiendo y atesorando sus propias condenas.

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