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Nada importa

Javier Marías

Una de las ventajas de tener primeras ediciones de libros es la de comprobar cuán miserables podemos ser los escritores. Muchos de ellos, al reeditar sus obras (me refiero sobre todo a las de pensamiento), expurgan de tal modo sus viejos textos, según sus propias conveniencias, que lo que no acaba de tener sentido es que las consideren justamente eso, reediciones, y les mantengan el título con el que aparecieron 20, 30 o 40 años antes.Para fortuna de esos tergiversadores, no abundan los pelmazos -como yo ahora- que se tomen la molestia de cotejar, y los lectores, antiguos tienen poca memoria. De hecho se ha dicho numerosas veces que España es un país particularmente desmemoriado. Lo que no se suele añadir es que en buena medida lo es porque le conviene serlo, o, dicho con mayor exactitud, porque conviene a quienes en una sociedad están encargados (o digamos en condiciones) de mantener más vivos los recuerdos, esto es, a los propios escritores.

En multitud de ocasiones se ha afeado a les miembros de mi generación literaria el poco aprecio que siempre hemos tenido por la literatura española en general, y más en concreto por los autores que nos precedieron inmediata o mediatamente, aquellos a los que bien podríamos haber llamado nuestros mayores. Para ello ha habido razones estrictamente literarias en muchos casos, pero no son éstas las que hoy me interesan. Es cierto que la ideología o las actuaciones políticas de un autor no deben tenerse en cuenta a la hora de juzgar la calidad de sus escritos o estimarlo como literato, pero creo que hay que matizar esta aseveración: no deben tenerse en cuenta cuando el autor en cuestión no ha sido efectivamente más que eso, un literato, y no deben tenerse en cuenta al cabo del tiempo (y al cabo del tiempo puede querer decir cuando el autor en cuestión está muerto y bien muerto y nos pilla ya muy lejos). Pero mientras el escritor está vivo y activo, mientras forma parte -bien conspicua- de la sociedad a la -que se dirige y sobre la cual influye, ese escritor existe también -quiérase o no- como figura moral; todavía hoy. Y lo cierto es que muchos de nuestro mayores que vivían y escribían en España durante nuestra infancia y adolescencia y aun más tarde, cuando nos iniciábamos como escritores, resultaban figuras más bien inmorales y desde luego profundamente antipáticas desde un punto de vista político e ideológico.

Casi todos esos autores han cambiado, y eso es de celebrar. Por otra parte, después de la muerte de Franco hubo en nuestra sociedad un acuerdo más o menos tácito de no lanzar acusaciones, de no abrir viejas heridas, de olvidar, de no pasar factura a nadie. A nadie se le sacaron los colores, y supongo que la medida fue acertada. Sin embargo, han pasado ya 12 años desde aquel tácito acuerdo, y tanta ha sido la discreción de los memoriosos, tanta la elegancia de los ofendidos a partir de 1939, que lo dicho y hecho por nuestros escritores en años en los que decir y hacer tenía más importancia de la que ahora tienen ha quedado borrado totalmente, casi como si nunca se hubiera dicho ni se hubiera hecho. En una palabra, muchos de nuestros escritores se han salido con la suya, han logrado que a la postre no haya tenido importancia lo que en su día sí la tuvo. Hasta el punto -y eso ya empieza a ser lo irritante- de que, amparados en esa discreción y en esa elegancia de memoriosos y ofendidos, se han permitido falsear su pasado sin lo uno ni lo otro y -por supuesto- reeditar sus libros expurgados convenientemente.

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Yo me voy a permitir ser discreto y elegante tan sólo a medias. De momento, no citaré ningún nombre, pero sí algunos dichos y algunos hechos. Y así, para las generaciones más jóvenes (incluida quizá la mía) resultaría sorprendente saber, por ejemplo, que un renombrado autor, respetado hoy en día por la llamada izquierda, hablaba en un texto de los años cuarenta (luego reeditado: luego expurgado) de cosas tales como "el triunfal alzamiento" o "aquellos días heroicos" (refiriéndose a julio de 1936), o decía "a poco de terminar victoriosamente nuestra guerra" o se permitía calificar de "jolgorio plebeyo" el advenimiento de la República. También es algo asombroso ver convertido en exilio, por obra y gracia de algún periodista ingenuo, los años pasados en el extranjero por otro escritor en un puesto de confianza del Gobierno de Franco: de tal escritor, dicho sea de paso, puede hallarse un furibundo artículo contra los tibios en algún diario Arriba de 1939 a 1940. Tanto o más milagroso resulta leer en una entrevista publicada hace poco en América que otra de nuestras grandes glorias afirmaba que, de haber podido elegir entonces, "por razones éticas" habría elegido luchar al lado de la República, cuando aún no han muerto quienes recuerdan que dicha gloria eligió justamente combatir con las tropas franquistas y, estando en Madrid, se pasó a la llamada zona nacional. Tampoco deja de llamarme la atención que el nombre de una de nuestras más jaleadas figuras, quien a veces insinúa que fue, si no perseguido, sí desdeñado durante el régimen, lo viera yo por primera vez como responsable de un libro de texto de la asignatura conocida como Formación del Espíritu Nacional (con la que yo y mis coetáneos fuimos martirizados en los años sesenta), en el que pueden leerse pintorescas advertencias -dada la época- contra el abuso de la libertad.

Estos son algunos dichos, pero veamos algunos hechos: puedo contar en un instante hasta cinco literatos notabilísimos y respetadísimos, vivos o muertos recientemente, que formaron parte de la oficina de propaganda de Franco instalada en Burgos entre 1936 y 1939. Algunos de ellos tuvieron después cargos no del todo insignificantes: en ministerios, en instituciones oficiales, en la Universidad. ¿Y qué decir de nuestros profesores? Un catedrático de Historia de la universidad de Santiago, con vitola de izquierdista hace unos años, se dedicaba en 1939 a la delación, en la esperanza expresa de que al menos les cayeran 30 años de cárcel a sus denunciados. ¿Y qué decir de ciertos miembros de generaciones más jóvenes, algunos de nuestros inmediatos mayores, hoy ortodoxos izquierdistas o pseudoabertzales, que se iniciaron tan activamente en el falangismo del SEU? Por no hablar de algunos políticos hasta hace poco en activo, que también fueron políticos cuando serlo equivalía necesariamente a cometer bajezas u ocuparon ciertas señaladas cátedras en años en que su ocupación no podía deberse nunca a la casualidad ni a la suerte.

¿Cómo puede sorprenderse nadie de que mi generación, conocedora aún de estos dichos y de estos hechos, haya tenido escaso o ningún aprecio por tantas de las figuras que nos habría tocado quizá admirar? ¿Cómo puede escandalizarse nadie de que nos consideremos un poco huérfanos? Muchos de nuestros mayores nunca fueron nuestros.

Pero no es sólo esto. Puesto que nada de lo que he comentado parece haber existido jamás, habrá que concluir tal vez que nada importa de cuanto se diga y haga. Y eso es lo más desazonante: pensar que si todo aquello está cancelado y negado, si fue todo un mal sueño, también puede serlo cuando ahora -hoy, mañana- se dice y hace. No puedo evitar preguntarme si importará este artículo, o cualquiera de los que a diario leemos en estas páginas o en las de otros periódicos o en tantos libros. Tal vez, en contra de lo que han creído los siglos, la palabra escrita tampoco quede. ¿Y podrá ser que un día, dentro de 20, o 30, o 40 años, y por poner un ejemplo próximo, Sádaba nunca haya dicho lo que ahora dice, ni entonces Savater tampoco? Pensar en esta posibilidad paraliza los dedos que teclean sobre la máquina. Y, así, me callo.

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