Década

Nada más estrenar este flamante año de 1988 hemos conseguido ya una proeza histórica: cumplir una década desde la muerte por feroz apaleamiento de Agustín Rueda con el juicio aún caliente. Todo un récord.Ahora bien, estamos aprendiendo mucho. O deberíamos. Todos los días la vista desenterró algún pormenor siniestro. Así, con la perspectiva pudridora del tiempo transcurrido, el tormento de Rueda se ha convertido en un espejo horripilante de este país, con directores que no dirigen, médicos que no medican y funcionarios que no funcionan. Y todos ellos aplicando su poco de muerte al cuerpo lacerado de Agustín.
Eduardo Cantos, el ex director de la cárcel, declaró haber estado presente aquel día en el interrogatorio de dos de los reclusos. De dos de los apaleados como ; Rueda. Y explicó que no se entero de que les estuvieran pegando porque se encontraba de espaldas y hablando por teléfono. Eso dijo Eduardo Cantos con toda impavidez y sin que le temblara la grasienta papada. Qué apasionante llamada debía de estar realizando, qué espaldas tan impenetrables y graníticas, para que allí, en el morrillo de su corpachón, se estrellaran y perdieran los quejidos, los insultos, los alaridos, el redoble seco de los golpes. Así están todos, sordos y ciegos. Y a su paso van dejando un reguero de sangre.
Pero esa ceguera, esa sordera, no son privativas de los acusados. Han tenido que pasar 10 años para que se desempolvara el tema Rueda: a fin de cuentas, no era más que un mísero anarquista. Durante una larguísima década todos nosotros nos hemos convertido en Eduardo Cantos. Magistrados que no magistran, políticos que no ejercen su labor política, ciudadanos que no exigimos lo que debemos exigir, toda una sociedad de sordomudos. A qué teléfonos habremos estado llamando mientras Agustín Rueda moría una y otra vez en el olvido. Ahora, tantas veces asesinado, el cadáver de Rueda nos ha estallado al fin entre las manos. Estamos aprendiendo mucho. O deberíamos.
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