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Lyón y la diferencia entre ser y estar

A estas alturas parece mentira que haga falta reiterar la singularidad histórica de la exterminación de los judíos llevada a cabo por el nazismo hace sólo medio siglo. El artículo de Francisco Ayala Los perseguidores, publicado en EL PAÍS del 27 de mayo de 1987, pide a voces que por enésima vez se expliquen matices antipáticos, pero desgraciadamente auténticos, que diferencian un genocidio de otro y que alteran el habitual proceso de olvido cuando se trata de crímenes que quedarán como el rasgo sobrasaliente y más tipificador de nuestro desdichado siglo. (Aplaudo la carta al director, firmada por Jordi Cervelló, publicada casi al pie del artículo de Francisco Ayala, que se pronuncia en este sentido y traza una diferencia clara entre la guerra civil española y el holocausto).Nada tiene de sorprendente que se deba comenzar por poner en tela de juicio la calificación maniquea de vencedores y vencidos con que Francisco Ayala se refiere, respectivamente, a los aliados y a los nazis, implícitamente incluyendo entre los primeros también a los judíos. Que el nazismo perdió la guerra es obvio. Que los judíos sean parte de sus vencedores es falso. Ni en Nuremberg ni en Lyón son los judíos quienes se erigen en juez, sino aparatos judiciales normales o anormales que surgen de una determinada legalidad sobre la que es ocioso discutir: una victoria bélica en el primer caso, una constitución democrática en el segundo. Es verdad que "la parte civil tácita", por así llamarla, es en ambos casos y por interpósita persona, el pueblo judío en su totalidad. Pero no es menos verdad que el pueblo judío es el único verdadero perdedor de la II Guerra Mundial. No el Estado de Israel, que sólo representaría a sus tres millones escasos. de ciudadanos judíos; sino el pueblo judio en su totalidad, hoy cerca de 15 millones de seres desparramados por todo el mundo. Porque los actos que en esos procesos se juzgan, por mucho que se los circunscriba según la deontología de la justicia moderna, son atentados contra una porción de humanidad mucho más amplia y aparentemente ajena a los hechos examinados por esos tribunales. De ahí que, por afectar a una parte de la humanidad, se los considere crímenes contra la humanidad. Contra la humanidad en su totalidad.

Francisco Ayala compara las víctimas del mal llamado holocausto con las de los indiscriminados bombardeos de algunas ciudades, incluso Hiroshima. En estos actos de guerra -como en toda acción bélica- se producen muertes inocentes en cantidad incontrolable (es ésta la justificación más inapelable del pacifismo, para no hablar de la mayor parte de las demás víctimas de una guerra, los soldados de a pie, que en realidad no es menos inocente). Es aquí donde los matices cuentany en donde la diferencia entre el ser y el estar cobra toda su significación en nuestro siglo. Francisco Ayala no cita ninguna ciudad judía destruida por bombardeos. No la hubo. La exterminación de los inocentes judíos difiere de la de los de-más inocentes, porque estos últimos estaban, mientras que los judíos eran.

Fue un exterminio anunciado. Desde los albores del nazismo y la publicación de Mein kampf, no sólo el público habitualmente bien informado, sino enteras masas humanas sabían perfectamente que uno de los cometidos fundamentales del nazismo . era terminar físicamente con la existencia del pueblo judío. No era un sueño grotesco, pues iba acompañado por un delirio expansionista cuyo cometido final era la dominación mundial, tampoco este sueño grotesco, como desgraciadamente sabemos, pues a un tris estuvo de realizarse. Y un mundo dominado por los nazis hubiera podido convertirse en un mundo exento de j udíos, qué duda cabe. Un angustiante y delicadísimo equilibrio de fuerzas se resolvió en bien del género humano, pero hubiera podido resolverse en sentido contrario.

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1Como todo propósito genocida, el antisemitismo nazi era irracional. El pueblo judío, por ser un pueblo y no una nación, no había declarado la guerra al nazismo alemán, ni podía éste declarársela. Nada había -porque nada hay- en el judaísmo que obstaculice ningún tipo de ambición expansionista de dominio mundial. Y me atrevo a afirmar que si los nazis no se hubieran propuesto acabar con los judíos, habrían encontrado en muchos de ellos valiosos aliados. Los judíos son un pueblo y en su seno no hay menos nazis potenciales que en el seno de cualquier otro pueblo. Si casi no los hubo sólo se debe a que el nazismo enarbolaba la bandera de la exterminación de los judíos, cualesquiera fueran sus tendencias políticas. A los judíos había que exterminarlos no por lo que pensaban o creían. No por el sitio en que estaban. Había (que exterminarlos por serjudíos. Los judíos pueblo elegido? Puede ser, pero ¿por quién, y para qué?

En un contexto de estas características, el problema del olvido o del perdón no puede plantearse sino en los términos siguientes. Primero, consultar con los sobrevivientes del holocausto, a ver- qué dicen ellos como víctimas directas. Segundo, consultarcon el resto de los judíos que, como parte indisolublemente ligada a lasvíctimas directas y blanco explícito aunque virtual de la demencia nazi, deben considerarse víctimas indirectas. Tercero, conlultar con la humanidad entera, víctima última y final del mismo crimen. Es fácil perdonar en nombre de otro, pero eso no es perdón. No es fácil perdonar en nombre propio, pero éticamente no hay otro perdón aceptable.Pero hay un aspecto más que tiñe de urgencia y actualidad juicios como el de Lyón. ¿Es posible afirmar que el nazismo perdió la última guerra y que hoy no está vivo? No se trata del escaso peligro que representen hoy los grupúsculos que lucen la svástica, desfilan a paso de ganso y hacen prácticas de tiro en Alemania, en Estados Unidos y en otras partes no muy lejanas de donde se leen estas líneas. Se trata más bien del surgimiento y auge de movimientos políticos que incluyen la intolerancia racial en sus programas y que ocupan escaños en varios Parlamentos; se trata de ciertos Gobiernos de ciertos países árabes que publican y difunden panfletos antisemitas como si no hubiera pasado nada entre 1939 y 1945; se trata de disposiciones discriminatorias oficiales en países de Europa oriental; se trata de las sutilezas de un determinado tipo de educación que no se ha enterado de las disposiciones del Concilio Vaticano II; se tata, en una palabra, de los infinitos cauces por los que fluyen hoy mismo los prejuicios racistas, no en un ya remoto Auschwitz, sino en las aulas de nuestros hijos, desde nuestros púlpitos, alrededor de la mesa familiar de muchos de nuestros hogares.

Suele decirse que el perdón es divino. Para un materialista como el que firma estas líneas, el perdón es histórico. El tiempo lava, borra, esfuma. El problema de administrar justicia por los crímenes nazis pareciera complicar el pensamiento de humanistas ejemplares como Francisco Ayala, por una sola razón: no estamos hablando de historia, sino del presente.

Mario Muchnick es escritor y editor.

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