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Diplomacia y reforma del servicio exterior

La reforma del servicio exterior ha sido un buen propósito de casi todos los Gobiernos a partir de los años sesenta. Una y otra vez, sin embargo, parece haberse errado el tiro. Y es que el blanco de esta reforma ha debido de ser la espina de aquel servicio: la diplomacia, y ello tras un serio planteamiento de la función y razón y ser de aquélla en nuestros días.En su versión ocasional, la diplomacia es tan vieja como la propia historia. Durante el largo proceso de gestión de las naciones-Estados europeos, lo exterior constituía un elemento remoto que sólo parecía hacerse patente cuando sonaba el clarín de la amenaza extranjera o cuando se trataba de evitar aquélla, acudiendo al expediente de las alianzas. El poder lo monopolizaba un grupúsculo de monarcas, entrelazados familiar y culturalmente merced, esto último, a la común formación que impartía la Iglesia. A pesar de esto, y de expresarse en la misma lengua, el diálogo entre ellos se veía frustrado por las dificultades en el campo de las comunicaciones. En las ocasiones en que aquél se hacía necesario se intentaba obviar aquellas dificultades mediante el envío de vasallos de calidad, a los que se les emitía el correspondiente diploma o credencial, que los convertía, según rezaba el mismo, en una especie de emanación de la real persona. Alumbradas las naciones-Estado, el factor exterior se hace más presente, menos ocasional, y su incidencia en la vida nacional va más allá del binomio gerra-alianza, abarcando otros tipos de intercambios. Por este camino discurre la andadura que transforma la diplomacia ocasional en permanente. En el ínterin, los monarcas ven debilitado su monopolio del poder. Lentamente se convierte éste en un oligopolio en manos, de diversos tipos de aristocracia. Ya no se trata de dialogar y observar a una sola persona. Se está en presencia de grupos. La diplomacia hace frente al nuevo reto, tornándose pluripersonal a nivel periférico y dotándose de un principio de organización a nivel central. A medida que se multiplican los contactos internacionales, que el poder de socializa, que la común cultura de los líderes se quiebra y que el Estado se hace cada vez más presente en las actividades del sistema social, se evidencia que los esquemas anteriores no valen. El problema se resuelve mediante la profesionalización de la diplomacia. Lo que cuenta a partir de ahora no es la afinidad o la cercanía al monarca, al poder. La capacidad de moverse hábilmente y de comprender el difícil entramado de los Estados y de las sociedades modernas en los países donde están acreditados los diplomáticos constituye el factor selectivo de los mismos.

Campo acotado

Una profesión es una institución social que se desenvuelve en un campo acotado de actividades, orientada a la consecución de un objetivo y que incluye unos valores, unas pautas de conducta y unos individuos con conocimientos esotéricos a las demás profesiones. Una carrera, en sentido estricto, es una profesión jerarquizada en la que el ascenso no está en manos de la clientela, sino de un organismo encargado de valorar y premiar los méritos profesionales, único criterio válido de promoción. Se habla de la profesión de médico o de abogado. Su campo de actividades lo constituye la población enferma y las personas u organizaciones con problemas de orden jurídico. Su objetivo profesional, la prevención y cura de enfermedades y el asesoramiento y defensa de aquella persona y organismos. Su ciencia, que es precisamente la que distingue una profesión de un oficio que tiene un aprendizaje práctico, la medicina y el derecho. Este análisis podría extenderse a las carreras profesionales tradicionales: la militar, la judicial y la eclesiástica.

La carrera diplomática, hasta el momento en que empieza a hacerse sentir la necesidad de su reforma, tiene como campo indiscutido de actividades las relaciones interestatales. Su objetivo profesional se ha recogido en los dos últimos congresos de Viena, e incluyen la representación de los Estados y otras funciones realizadas en nombre y a favor de aquéllos y de sus ciudadanos. En cuanto a sus conocimientos, pueden ser descritos por un vocablo como cosmopolitanismo, mezcla de un cierto transculturalismo, teórico y práctico, y de los criterios del deber ser de las relaciones entre los Estados: el Derecho Internacional.

Ya en nuestros días, la sociedad internacional sufre importantes modificaciones que inciden en todos los componentes distintivos de la profesión de diplomático. En lo relativo a las sociedades nacionales que la integran una vez socializado el poder, se exponencia el proceso de intervención creciente del mismo en todos los ámbitos de la sociedad. Del fenómeno de la socialización del poder parece pasarse al de la estatificación de la sociedad. A nivel de las relaciones entre aquéllas, merced a la revolución de las comunicaciones aparece el transnacionalismo o fenómeno de contactos, fluidos directos y de creciente entidad, entre personas y organizaciones, a uno y otro lado de las fronteras nacionales, con vocación de prescindir de lo que éstas tengan de barreras. Como consecuencia, entra en escena la interdependencia, que comienza afectando a esas mismas personas y organizaciones, para continuar haciéndolo a las propias sociedades y Estados a los que aquéllas pertenecen. Esto, a su vez, da lugar al transestatismo, donde los distintos organismos estatales establecen relaciones, incluso de forma institucional, con sus homólogos extranjeros, obviando en la medida de lo posible el cauce tradicional de las relaciones interestatales: la diplomacia. No se privan, por supuesto, del establecimiento de sus propias burocracias, centrales y periféricas, que se ocupan de estas relaciones transestatales. Paralelamente, los instrumentos o medios de las relaciones internacionales de antaño: la fuerza y la influencia, se transforman en lo que recientemente empieza a describirse como el poder nacional y política de poder. Se trata de una energía social a mitad de camino entre aquellos dos factores y que en cierto modo los incluye a ambos. El poder, como una buena mano de brigde, se tiene, pero de poco vale si no se juega con habilidad. En diplomacia esto último cuenta mucho, como bien sabe un jugador de póquer, aunque el farol es sólo la última arma de la diplomacia. El poder, como el dinero, se adquiere y se gasta, se invierte o se ahorra.

Revolución

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En la nueva mesa de las relaciones internacionales el diplomático no es ya, pues, exclusivamente un elemento de comunicación y de observación, y no porque la revolución de las comunicaciones haya creado las circunstancias para que esto ocurra. Cada vez, mayores contingentes de diplomáticos, al menos en los países punteros, ejercen funciones en sus oficinas centrales. Y es que desde éstas se puede llevar a cabo una misión esencial para la subsistencia de las naciones como tales y para el mayor servicio de sus sociedades: la de velar porque la espesa red de relaciones transestatales y -por qué no- transnacionales no sirva de virus de incubamiento de crisis, no produzca incoherencias esenciales en la. proyección exterior del Estado o pérdida de oportunidades y desinversiones en el palenque del poder. El diplomático tiende a convertirse en un analista social, en un sociólogo del poder y un celador de la unidad, en lo esencial, de la acción exterior del Estado. Hay toda una ciencia, la moderna de relaciones internacionales, que ayuda al diplomático en esta misión.

Cualquier reforma del servicio exterior que no se ocupe prioritariamente de la diplomacia, que no asuma que al diplomático no le basta ya el cosmopolitanismo y que no reordene las estructuras administrativas de forma que aquél pueda desempeñar sus vitales funciones está condenada al fracaso. Esto es particular mente cierto cuando con una re forma lo que pueda pretenderse es volver centurias atrás desprofesionalizando esta vieja carrera

es ministro plenipotenciario y presidente de la Asociación Profesional de Funcionarios de la Carrera Diplomática.

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