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¿Dónde está el debate político?

Pese a las apariencias superficiales, en España se está produciendo una declinación alarmante de la discusión política, dentro y fuera de los partidos políticos. La acomodación a las circunstancias; la apatía resignada ante lo que se considera signo ineludible de los tiempos; el pesebrismo domesticador; las ambicioncillas aldeanas de los aparatos de los partidos; la falta de imaginación en quienes debieran alumbrar proyectos movilizadores; el miedo a la pérdida de la prebenda o a la represalia burocrática; el abandono del espíritu de riesgo en la práctica empresarial; la búsqueda de salidas burocráticas al fenómeno del desempleo; la persecución de la excelencia por la mediocridad instalada; el cinismo acusatorio y exigente de los vagos; la tendencia a retirarse a los reductos de la vida privada de las personas imaginativas cansadas de la estulticia malévola; el franciscanismo ingenuo o de conveniencia de quienes se angustian más por la muerte de unos patos que por los asesinatos de la ETA; la extensión de un ambiente contemporizador con la corrupción inteligente acompañada de éxito; la facilidad con que se puede desacreditar desde los medios de comunicación conductas personales a partir de informaciones incompletas; el embrollo ideológico reinante, donde los conservadores quieren a toda costa aparecer como progresistas y los socialistas sienten la tentación de pensar que el liberalismo es el bien; el camaleonismo confuso de la Iglesia, que une la libertad de enseñanza al anatema de quienes pretenden gozar de libertad; la demagogia electoralista que lleva a apuntarse inmediatamente a la crítica por no haber sabido evitar un pedrisco, y a pasear como trofeos personales cadáveres ilustres a quienes se olvidó e incluso se maltrató en vida; tantas y tantas cuestiones negativas para la existencia de una sociedad avanzada, están pidiendo a gritos que se abra sobre ellas un debate político, con independencia de los proyectos que debieran ocupar la atención de quienes, por oficio, han de preparar el futuro. ¿Cuál es la respuesta a esa exigencia?Dentro de los partidos, las cosas van por el peor camino. Presionados por el electoralismo continuo en que absurdamente vive nuestra sociedad -gracias al escalonamiento de elecciones generales, municipales, sindicales y autonómicas, con algún que otro referéndum de añadidura- los partidos se mueven en una obsesión permanente por la disciplina, al margen de cualquier idea o de cualquier proyecto que pueda debilitar la imagen de una maquinaria al servicio de la conquista o la conservación del poder. Esa disciplina, para empezar, ahoga la vida parlamentaria, convertida enuna concurrencia de rebaños que votan disciplinadamente las consignas emanadas del dedo sabio del partido, y que sólo se atreven a plantear lo que cuenta con el nihil obstat del aparato. La amenaza última de no volver a figurar en las listas electorales y el castigo presente, con multas y marginaciones de cualquier mínimo protagonismo, al parlamentario que muestre tendencias de afirmación personal, mantienen a los grupos parlamentarios en una mansedumbre incapaz del menor desliz, donde todo parece atado y bien atado. En el orden interno de los partidos, ese mismo sentido cuartelario de la disciplina impide la emergencia de ideas renovadoras que puedan debatirse en una confrontación ideológica, derivando la discusión y la lucha ambiciosa por hacer triunfar las ideas, convenientes y necesarias para que una formación política pueda servir de impulso transformador de la sociedad, en una batalla, abierta o florentina, por el control burocrático de los distintos aparatos, desde donde se ejerce la dispensa de la prebenda y el castigo. El espectáculo que en este sentido han ofrecido los partidos a la opinión pública española no puede ser más deprimente. ¿Dónde están las ideas brillantes o, al menos, las intenciones generosas que avalen tanta ambición personal? ¿Qué debate se ha producido en tanta crisis de los partidos que tenga que ver con discrepancias en los objetivos a señalar en la política española, más allá de la preocupación por el éxito electoral?

La reciente dimisión de Manuel Fraga es una muestra clara de esa situación. La derecha española ha querido echar la culpa a Fraga de su falta de ideas y de objetivos, propiciando su electoral, pero sin saber qué programa va a sustituir al de Fraga. Puestas a salvo las propiedades por el orden vigente, la única renovación que se les ocurre a los renovadores del techo electoral conservadores perseguir con más saña a las abortistas y exigir más privilegios para la enseñanza privada. ¿Cómo se puede aspirar a que los electores voten un partido con semejante programa? Los votos que Coalición Popular ha tenido se debían a la personalidad honesta de Fraga, a su carisma de hombre honrado y luchador. Perdido ese capital, el único recambio posible estaría en las ideas de un programa nuevo. Hasta ahora estamos viendo que por ahí no van las cosas. Al contrario, parece abrirse un proceso a navajazos por la conquista del sillón entre mequetrefes, como decía el editorial de EL PAÍS y repetía Camilo José Cela. Los bien intencionados, por su parte, aspiran a que llegue un nuevo Mesías salvador, pero sin evangelio.

Si se pasa al debate político entre los partidos, la cosa es igual de lamentable. A veces se tiene la impresión de que no existen más problemas que la televisión, la OTAN y el lugar donde veranea el presidente del Gobierno. Con frecuencia, el Parlamento va a remolque de la Prensa y sólo se debaten las cuestiones que han sido aireadas previamente en los medios informativos. A continuación, en vez de profundizar en los debates, éstos suelen prestar más atención a lo que se refleja en la televisión que al fondo de lo debatido.

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Dado el clima existente, sus señorías parecen mucho más preocupadas por el escorzo frustrado con que pensaban aparecer en la pantalla que por la audacia o la novedad de sus manifestaciones. De esta forma, la mayoría de los debates son de una monotonía tecnocrática desalentadora. Se critican y se discuten matices y nimiedades, con total olvido de lo que debiera alimentar una discusión política de altura. Si elegimos como botón de muestra la discusión de los Presupuestos del Estado, ¿alguien recuerda que se haya planteado alguna cuestión de fondo, que pueda afectar, no a la política económica del país, a la que erróneamente se pretende reducir la función del presupuesto, sino al modo de vida que deseamos para la sociedad española?

Puestas así las cosas, tenemós debates supertécnicos sobre la balanza por cuenta corriente o la aplicación del IVA, pero no sobre las opciones que la distribución de los fondos Pasa a la página siguiente Viene de la página anterior presupuestarios significan para la forma de vivir de los españoles. Está muy bien discutir sobre la buena o la mala gestión de la Renfe, pero ¿alguien ha reparado en que es absolutamente inaudito que un país dedique mucho más dinero a pagar el déficit de sus ferrocarriles -que, además, son de los peores de Europa- que a toda la Administración de justicia? ¿Es razonable esa distribución del presupuesto en un país moderno que quiera conceder un buen lugar a los derechos y libertades del hombre? Por supuesto, no es incompatible disfrutar de una buena justicia y que los trenes lleguen a su hora. Pero, si la escasez de recursos obliga a elegir, yo me quedaría con una justicia más rápida aunque los trenes sigan llegando con retraso.

Es preferible llegar dos horas más tarde a tener que aguardar cinco o seis años para saber si a uno le declaran inocente o culpable, o para que le reparen una injusticia. ¿Qué piensan sobre esa prioridad nuestros responsables políticos, del Gobierno y de la oposición? De momento, lo único que sabemos es lo que han hecho: tal vez ganemos unos minutos para ir de Madrid a León, pero con los fondos asignados a la justicia los sumarios seguirán acumulando polvo durante lustros. No vale decir que no hay dinero; es obvio que entre las opciones de nuestra política no se halla la de acelerar la Administración de la justicia. ¿Cuánto nos ha costado a los españoles la acumulación bancaria de capital con cargo a los Presupuestos del Estado, que, en lenguaje tecnocrático, acostumbramos a llamar saneamiento del sistema financiero? Sus señorías lo saben muy bien; basta con que hagan una suma de los fondos asignados desde que comenzó el régimen democrático.

Sin duda, puede tratarse de una opción preferente -nunca inevitable- pero, ¿dónde se debatió seriamente la cuestión? ¿La recuerda alguien? En cambio, todos sabemos lo malo que era el señor Calviño.

Las cosas no deben seguir así. Necesitamos que la política española discuta a fondo sus objetivos prioritarios, y que el Parlamento cumpla su insustituible función. Los intelectuales deben, por su parte, espolear los debates críticos en vez de permanecer prudentemente callados o de evadirse hacia la descripción apocalíptica de la ruina ecológica.

Hay en el horizonte la amenaza de otras ruinas más perentorias. Pero, con todo, la responsabilidad básica de la miseria de nuestro debate político corresponde a la práctica alicorta de los partidos. Son los hombres políticos quienes deben plantear las cuestiones más trascendentales para nuestro futuro, imaginando y discutiendo las soluciones posibles.

Tal y como está el panorama, con la política centrada en las manipulaciones y altercados de los aparatos de los partidos, contando los minutos que cada uno sale en televisión, si no existieran la incitación y la crítica que a veces llegan desde los medios informativos, nos encontraríamos en breve bailando todos la danza india al son musical de las nuevas tecnologías. Que, por cierto, pueden ser muy útiles si decidimos previamente para qué las queremos.

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