Perú, entre el terror y la crisis
Lima es, entre la una y las cinco de la madrugada, una ciudad bajo toque de queda. Efectivos policiales y militares patrullan sus calles fuertemente armados, y los civiles sólo pueden circular provistos de salvoconductos. Y es que no sólo la crisis económica castiga a Perú. Por eso, el presidente Alan García inauguró su segundo semestre de gobierno declarando el estado de emergencia por 60 días.
Esta drástica medida sólo ha sorprendido a quienes miran el proceso peruano desde lejos y a quienes ven con prejuicios los estados de excepción bajo un régimen democrático. Aquí se ha considerado como la consecuencia lógica de un terrorismo que no da cuartel y que pretende derribar el sistema de partidos políticos.Durante la semana anterior a la noche del pasado 7 de febrero -Cuando García informó de su decisión por la cadena nacional de televisión- hubo 26 atentados con dinamita contra torres de alta tensión, bancos y locales del partido gubernamental, Acción Popular Revolucionaria Americana (APRA). También se produjo un terrible incendio en pleno Jirón de la Unión, en las inmediaciones del palacio presidencial, que fue el peor de los últimos tiempos, según los piroestadísticos. Más grave aún: se asesinó a un coronel retirado que había trabajado para el servicio de inteligencia del Ejército, y se secuestró al comandante de Marina Álvaro Artaza, antiguo jefe de una subzona de emergencia en Ayacucho.
"Nueva violencia"
Según, todo esto "hace pensar en una nueva violencia, muy profesional y misteriosa". Una frase intencionadamente crítica, que quizás, tenía por objeto denunciar la eventual responsabilidad en estos atentados de algún grupo distinto de Sendero Luminoso y del Movimiento Revolucionario Tupac Amaru, las dos organizaciones subversivas terroristas ya acreditadas.Abocados al juego de las adivinanzas, algunos analistas piensan que la alusión presidencial apunta a los policías que han debido abandonar sus empleos desde que García inició un proceso de moralización y reestructuración orientado a la unificación de las tres fuerzas policiales. Precisamente tras la semana fatídica se emitió la última lista de destituidos: 301 oficiales y 629 subalternos. El total llegó así a la muy respetable cifra de 1.298.Hay otra hipótesis según la cual la "violencia profesional" a que alude el presidente García está a cargo de oficiales de la Marina. La clave estaría, en tal caso, en el secuestro del comandante Artaza, que podría ser simulado. Esto es, un autosecuestro.
El motivo inmediato fue, según esta versión, eludir la acción de la justicia civil, ante cuyo fuero debía comparecer el citado marino esta semana, acusado de diversos delitos cometidos en Huanta, la subzona de emergencia que estuvo a su cargo el año pasado.
En relación con la hipótesis del autosecuestro, habría que examinar recientes denuncias sobre nuevas matanzas antiguas en la zona ayacuchana, especialmente la relativa a un supuesto bombardeo al estilo de Guernica, que arrasó supuestamente, en junio de 1984, la localidad de Chapi, y que ocasionó 3.000 víctimas.
El Comando Conjunto de la Fuerza Armada ha negado categóricamente tal versión y la comisión de Derechos Humanos de la Cámara de Diputados prepara en estos momentos un informe a partir de una visita al lugar de los hechos.. La conmoción creada por la denuncia ha introducido nuevos factores de tensión en el delicado aparato militar.
Ilustrando el estado de crispación por el que atraviesa el país, las agencias de prensa difundieron el pasado lunes la noticia de un curioso asesinato cometido en una dependencia policial. La víctima fue un sospechoso de ser la versión peruana de Jack el destripador. El asesino fue el psicólogo sin título Mario Poggi, quien interrogaba al sospechoso en su calidad de ex profesor del Centro de Instrucción de la Policía de Investigación.
Ante las cámaras de televisión, Poggi dijo que asumió la responsabilidad de asesinar al supuesto descuartizador para librar a la sociedad de un monstruo. Este notable psicólogo, con evidentes rasgos psicopáticos, se convirtió en una nueva prueba de lo necesaria que resulta la reestructuración de la policía. Muchos de los oficiales destituidos han sido buenos alumnos suyos. El primer vicepresidente de la nación, Luis Alberto Sánchez, dijo que éste es uno de esos casos que hay que ver para creer.
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