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Tribuna:EL DEBATE SOBRE LOS CONFLICTOS LINGÜÍSTICOS
Tribuna
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La defensa de las lenguas españolas

Hace tiempo que vengo repitiendo, en conversaciones con cargos políticos o con miembros de distintas Cámaras, algo que me parece evidente: es necesario desarrollar mediante disposiciones legales el artículo 3.3 de la Constitución, que garantiza respeto y protección a las diversas lenguas españolas.El trámite legal para ello debe hacerse en el Congreso y en el Senado, pero la iniciativa puede tener diferentes orígenes: un proyecto de ley del Gobierno central, o una proposición de ley, presentada por uno o varios grupos parlamentarios o por el Parlamento de una comunidad autónoma de lengua no castellana. Personalmente preferiría que el impulso viniera del Gobierno central, que así demostraría un interés real por el patrimonio cultural que la Constitución quiere proteger, o bien del Parlament de Catalunya mediante una proposición de ley aprobada por unanimidad, con lo que se proclamaría una vez más la fundamental unidad del pueblo catalán ante la problemática lingüística. Pero, venga de quien venga, la ley que deseo me parece una necesidad que se hace patente.

Todavía no he encontrado ningún interlocutor que niegue esa necesidad. Pero tampoco nadie ha puesto manos a la obra para remediarla, tal vez porque nadie está seguro de que se consiga consensuar un texto satisfactorio.

La duda no resulta injustificada, pues parecía lógico esperar que, aun sin desarrollo legal del artículo 3.3, el deber de respetar y proteger la riqueza lingüística española fuera tenido muy en cuenta en cualquier acción legislativa o de gobierno sobre el tema lingüístico, y sin embargo la realidad dista mucho de satisfacer tal esperanza: es desolador observar, tanto en el ámbito legislativo como en el gubernamental, una total ausencia de sensibilidad ante el tema. Sólo a título de ejemplo citaré dos casos escandalosos.

1. La serie de reales decretos relativos al etiquetado de muy diversos productos, desde los vinos u otros alimentos hasta los zapatos. Todos ellos imponen la obligación de etiquetar "en la lengua oficial del Estado". En algunos casos esa expresión va precedida del adverbio al menos, pero en otros ni eso. Y ello ocurre mientras estamos pendientes de la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el recurso presentado hace tiempo por el Gobierno central contra un decreto de la Generalitat de Catalunya que establecía algo tan justo y generoso como que los productos elaborados y comercializados en Cataluña podían ir etiquetados en catalán, en castellano o en las dos lenguas.

2. El recurso recién interpuesto por el Gobierno contra el artículo 34 de nuestra ley de la Función Pública, que exige el conocimiento oral y escrito del catalán para el acceso al funcionariado en Cataluña. Una ley que fue aprobada por unanimidad por el Parlament de Catalunya, por lo que este recurso deja en situación muy desairada al PSC y a cuatro ministros del Gobierno (incluyo al ministro mallorquín porque el catalán es también la lengua propia de las Baleares y porque me consta que él es tan sensible al tema como los tres catalanes).

El incumplimiento del artículo 3.3 de la Constitución en los casos citados me parece flagrante. No es así como se respetan y se protegen las lenguas constitucionalmente reconocidas como patrimonio de los españoles; ni siquiera la lengua oficial del Estado, en contra de lo que a primera vista pueda parecer y de lo que se proponían los responsables de esas disposiciones.

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En efecto, si las lenguas no castellanas necesitan de manera evidente medidas legales encaminadas a su protección, a fin de garantizar su uso real como lenguas propias y oficiales de su territorio, el castellano tiene una necesidad menos evidente, pero tal vez mayor, de otra clase de medidas protectoras: las que eviten su enfrentamiento con las otras lenguas, para que pueda ser aceptado de buen grado por todos como idioma común de comunicación entre los diferentes pueblos del Estado.

Para que esta aceptación general sea una realidad es preciso que ningún catalán -ni ningún gallego, ni ningún vasco- pueda ver en el castellano una amenaza de muerte ni de degradación para la lengua de su tierra; que ninguno pueda sentir, ni consciente ni inconscientemente, que aceptando el castellano hace traición al catalán. Es preciso que todos estemos seguros que hemos entrado en una etapa histórica realmente democrática en la que los derechos de todos los individuos y de todos los pueblos son de verdad respetados.

Por desgracia estamos aún muy lejos de tener esa seguridad. Y, lo que es peor, existe en las esferas gubernamentales -y desde luego también en una parte del pueblo- una visión peculiar de lo que son los derechos lingüísticos y la discriminación lingüística, muy distinta de la visión de los catalanes.

Así, para justificar el recurso del Gobierno contra la exigencia del conocimiento del catalán para el acceso a la función pública en Cataluña se oyen argumentos del tenor siguiente: hay que respetar el derecho fundamental de los ciudadanos de tener acceso a la función pública en condiciones de igualdad; constitucionalmente sólo puede exigirse con carácter general el conocimiento del castellano; el deber de conocimiento de "la lengua cooficial" corresponde a los poderes públicos, pero no a todos y a cada uno de sus servidores, por eso sólo se puede exigir individualmente cuando las características del servicio lo hacen necesario.

Esas argumentaciones, y otras parecidas que se oyen a menudo, producen en muchos catalanes asombro e indignación. Es de desear que una sentencia del Tribunal Constitucional aclare la situación, pero entre tanto no parece superfluo exponer contraargumentos de gran peso.

En primer lugar, cuando en un territorio hay dos lenguas oficiales, las dos son cooficiales, o bien las dos son plenamente oficiales. Es absurdo, pues, hablar de "la lengua cooficial" dando por sentado que ésta es la propia del territorio y que tiene una "oficialidad de segunda clase". Sobre todo teniendo en cuenta que nuestros máximos textos legales no emplean el término cooficialidad. la Constitución dice en su artículo 3.2 que "las otras lenguas españolas serán también oficiales en sus respectivas comunidades autónomas de acuerdo con sus estatutos", sin establecer ninguna relación jerárquica entre las dos lenguas oficiales. Y tampoco la establece el Estatuto de Cataluña, según el cual en su territorio el catalán y el castellano son igualmente oficiales, pero -y es una diferencia importante- el catalán lo es por ser la lengua propia de Cataluña, y el castellano por ser la oficial del Estado (artículos 3.1 y 3.2). Estamos en situación de doble oficialidad, concepto que el Consell Consultiu de la Generalitat precisó en su dictamen sobre la ley de Normalización Lingüística y que el Consell Executiu ha adoptado para orientar su política lingüística.

El estatuto establece también (artículo 3.3) que "la Generalitat garantizará el uso normal y oficial de los dos idiomas... y creará las condiciones que permitan llegar a la plena igualdad de las dos lenguas en cuanto a los derechos y deberes de los ciudadanos". Parece evidente, pues, que el Parlamento catalán, al exigir por ley el conocimiento de la lengua de Cataluña para el acceso a la función pública en su territorio, o el Consell Executiu al exigirlo para el traslado de los maestros, cumplen un mandato estatutario.

Por otra parte, no puede decirse que por el hecho de exigir el catalán para el acceso al funcionariado se exija a todos y a cada uno de los funcionarios. Quedan aún muchos funcionarios, con plaza en propiedad, que por desgracia desconocen la lengua de Cataluña; exigir su conocimiento a los de nuevo acceso es en muchos casos la única forma de poder garantizar el cumplimiento del deber de la Administración de servir al ciudadano en la lengua del territorio (deber que ha sido reiteradamente reconocido por miembros de sucesivos Gobiernos en el Parlamento y el Senado).

En cuanto al derecho fundamental a la igualdad de los ciudadanos, éste no puede oponerse a otro derecho fundamental de los individuos: el derecho a su lengua propia y a comunicarse en ella con la Administración de su país, y menos contraponerse al derecho fundamental de los pueblos de tener su lengua propia como vehículo de comunicación entre sus miembros, y especialmente entre el poder público y el ciudadano.

Si realmente se considera que exigir el conocimiento de dos lenguas para tener acceso al funcionariado en un territorio con dos idiomas oficiales es discriminatorio, porque se exige sólo una en los que tienen como propia la lengua oficial del Estado, una sola conclusión lógica se impone: para el acceso a la función pública en cualquier punto del Estado hay que exigir el conocimiento de dos lenguas: la oficial del Estado y una de las otras que son oficiales en alguna de las autonomías.

No me atrevo a insistir en la propuesta de adopción de esa solución (cosa que ya hice sin éxito en 1977), pero si en nombre del derecho a la igualdad entre los ciudadanos se hiciera inviable el derecho de Cataluña a la recuperación total de su lengua, se haría preciso plantearla con toda firmeza. Es una solución que cabe perfectamente en el marco constitucional y estatutario actualmente vigente, y éste es suficiente -a condición de que se realicen grandes esfuerzos individuales y colectivos- para llevar felizmente adelante un difícil proceso de normalización lingüística. Pero para ello es preciso que se aplique en toda su amplitud: una interpretación restrictiva del texto constitucional que redujera ese marco nos llevaría indefectiblemente al fracaso.

Aina Moll es directora general de política lingüística del Departamento de Cultura de la Generalitat de Cataluña.

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