Irak, ¿dónde está la guerra?
El esfuerzo económico y la política desarrollista encubren el coste del conflicto con Irán
La primera sensación cuando el visitante llega a Bagdad es de sorpresa y casi casi de decepción. Los estereotipos que normalmente acompañan a la imagen de un país en guerra empiezan a caer rápidamente apenas se pisa el aeropuerto internacional Sadam, cuyas instalaciones poco tienen que envidiar a las de cualquier otro de su categoría. Ni siquiera la presencia militar es especialmente ostentosa. Desde la autopista que conduce a la ciudad apenas se advierten unas cuantas baterías antiaéreas, junto a las cuales los soldados dan la impresión de aburrirse soberanamente.
"Ha sido construido durante la guerra", advierte alguien con un mal disimulado orgullo refiriéndose al aeropuerto. La frase se repetirá innumerables veces en un país que intenta mantener el ritmo de desarrollo alcanzado antes de la guerra. Pero son ya cinco años de preparar los presupuestos generales del Estado por partida doble -unos según las prioridades de la economía de guerra y otros para el caso de que termine el conflicto- y muchos proyectos quedan en suspenso.
No cabe duda de que el esfuerzo bélico ha provocado unos índices de inflación que ni siquiera el incremento de las ventas de petróleo ha podido contener. El cambió oficial del dinar, la unidad monetaria iraquí, está fijado en aproximadamente 3,3 dólares (unas 500 pesetas), pero en el mercado negro puede comprarse un dinar por un dólar.
El gran esfuerzo de modernización se hace patente en la capital iraquí. Grandes avenidas, plazas espaciosas y una ambiciosa política de construcciones están transformando la faz de la ciudad. De hecho, es difícil encontrar testimonios de la que hace seis meses se bautizó como guerra de las ciudades. En la calle Haifa, una de las grandes arterias del Bagdad moderno, en medio de bloques nuevos de ocho pisos, una casa destruida por un misil da la impresión de estar allí para satisfacer la curiosidad de los visitantes. Es cierto que la guerra destruye, pero los iraquíes reconstruyen a una velocidad vertiginosa.
El verde está de moda
La vida en la calle es de aparente normalidad. Hay pocas evidencias en Bagdad de que se trate de la capital de un país en guerra. Algunas calles, como las que rodean el palacio presidencial, están cortadas y vehículos militares blindados patrullan con cierta regularidad, pero los soldados, aunque presentes, no llaman demasiado la atención. Además, nunca se tiene la seguridad de que los muchachos vestidos de verde oliva que caminan por cualquier calle de la ciudad sean realmente miembros del Ejército Popular. El atuendo militar está de moda en Irak y, sin atender demasiado a razones estéticas, son muchos los y las jóvenes que lo utilizan cotidianamente.
Con cerca de cuatro millones de habitantes repartidos en un área de 120 kilómetros cuadrados, la ciudad de Las mil y una noches es la mayor aglomeración urbana de Irak y también la región más densamente poblada. (La población total del país se aproxima a los 15 millones, a los que hay que añadir los casi dos millones de inmigrantes egipcios.)
Los rigores de la guerra se hacen más evidentes en la vida cotidiana. La producción artesanal ha descendido desde que en 1980 se iniciara el conflicto. Ocasionalmente pueden faltar algunos productos, sobre todo los importados, pero en general los mercados no están desabastecidos. La cesta de la compra se mantiene gracias a las subvenciones a los alimentos básicos. Así, por ejemplo, un kilo de azúcar viene a costar unas 100 pesetas y uno de naranjas puede rondar las 250, según la calidad. (El salario mínimo interprofesional es de 75 dinares.) Los extras son otro cantar: Tomarse un refresco a mediodía en una cafetería normal se pone en las 400 pesetas y si lo que se desea es una caña de cerveza, al menos el doble.
Las mejoras sociales que trajo el despegue económico anterior a la guerra, primero, y la propia guerra, después, han apiñado en torno a un objetivo común -el progreso y el triunfo bélico, respectivamente- a la mayoría de la población iraquí.
No obstante, diversos grupos se oponen al régimen monolítico del Partido Baas y su líder, el presidente Sadam Husein. La formación en 1981 del Frente Iraquí de Fuerzas Revolucionarias, Islámicas y Nacionales, con la participación de kurdos, exiliados shiíes y disidentes del Partido Baas, y el apoyo de Siria, no logró crear una base de oposición significativa en el interior del país. La reelección de Sadam Husein se produjo ritualmente un año más tarde.
Los comunistas, que tras su legalización en 1973 se aliaron con el Partido Baas en el Frente Progresista Nacional (NPF), fueron posteriormente desplazados de las esferas del poder y en 1979 abandonaron el NPF. Desde entonces operan, sin demasiada fuerza, en la clandestinidad.
La comunidad shií, inicialmente sospechosa de veleidades pro iraníes, ha sido amansada con una mezcla de coerción y concesiones y, a pesar del malestar latente de algunos integristas, no compromete la estabilidad interna.
El problema kurdo quedó oficialmente zanjado con la creación de la región autónoma kurda. Fuentes de la oposición kurda con las que EL PAIS estableció contacto en Mosul, al norte del país, manifestaron sin embargo su descontento con el grado de autonomía alcanzado. Los disidentes se quejan de falta de confianza del Gobierno central, de no tener las mismas posibilidades de acceso a los altos puestos de la Administración que loa árabes. No obstante, las mismas fuentes reconocieron que la situación de los cerca de dos millones de kurdos iraquíes es mucho mejor que la del resto de la comunidad kurda, repartida entre Turquía, Irán y Siria.
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