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Retratos y momias

En el siglo XVI, la gastronomía europea dependió de las especias traídas del lejano Oriente; su farmacopea, del polvo de momia importado desde el Oriente Próximo. Era esta última una mercadería tan bien cotizada por entonces como la canela, el azafrán o la pimienta. En Egipto, los míseros violadores de tumbas vendían los despojos de su robo a intermediarios de Alejandría, desde donde, embalados en lotes de miembros, de torsos, de cabezas, eran remitidos a Lyon, centro del intenso y lucrativo tráfico que surtía a las farmacias de Europa entera, Una vez triturados los trozos de la momia, el polvo mismo, o los ungüentos y cocimientos hechos con tan preciada sustancia, era medicina que obraba milagros. Hoy esto nos parece quizá increíble; pero, si bien se piensa, tampoco debiera resultarnos cosa tan extraña: en nuestro propio tiempo, y hace muy poco, sólo unos meses, ¿no ha sido expuesta a la luz pública cierta organización de ámbito internacional que comercializaba fetos humanos con destino a la fabricación de las más famosas cremas de belleza?Volviendo a Egipto y al pasado: cuando los desdichados ladrones de tumbas habían extraído de bajo las arenas los cadáveres que eran objeto de su modesto lucro, abandonaban al descuido todo lo accesorio, todo aquello que no podía venderse en la ciudad; y así, despreciaban ciertas imágenes, retratos pintados en tabla o tela que encontraban adheridos al paquete de la momia en el lugar correspondiente a la cara del difunto. Los raros viajeros europeos que en los siglos XVI y XVII viajaban por Egipto trajeron consigo algunas de esas pinturas, que irían a parar por fin a las Wünderkammem o cámaras de maravillas de príncipes y potentados. Hoy, muchos de tales retratos se encuentran en los museos de todo el mundo. El Metropolitan de Nueva York exhibe varios. Son obras de un interés sumo y, con frecuencia, de una extraordinaria belleza. Cada vez que paso una temporada en, Estados Unidos voy, claro está, a visitar de nuevo los museos, y nunca dejo de demorarme en la contemplación de esas misteriosas figuras. Del arte pictórico greco-romano, del que hay bastantes referencias en la literatura, estos son, aparte los frescos de Pompeya y Herculano, los únicos testimonios directos que, por un feliz azar, han llegado hasta nosotros. Vale la pena recordar sus peripecias.

Sabido es cómo la expedición napoleónica a Egipto fue lo que atrajo hacia ese país todas las miradas, convirtiéndolo en foco de la atención universal. El gusto artístico se volcó hacia Egipto y las ciencias se aplicaron a escrutar su antigua civilización. Pero esas pinturas fueron considera das por lo pronto como meras curiosidades carentes de especial valor o significación. Habría de ser una serie de artículos aparecidos en la Alligemeine Zeitung, de Múnich, desde el 15 de mayo hasta el 30 de junio de 1888, lo que despertara hacia ellas un fuerte interés, y por cierto, interés escandaloso. Venían suscritos esos artículos por un doctor Georg Moritz Ebers, profesor de la universidad de Leipzig, a quien sus colegas miraban por debajo del hombro como autor de una farragosa novela, Die Agiptische Königstochter (La princesa real egipcia), que, en su redacción original y traducida a varios idiomas, se había convertido en best seller. Sus artículos del periódico muniqués trataban acerca de un conjunto de pinturas procedentes del pueblo de Er Rubayat, en la zona del Fayuní, oasis próximo al valle del Nilo. Un grupo de ladrones de tumbas en busca de oro y joyas las había encontrado durante la primavera de 1887 y, defraudados en sus expectativas de mejor botín, las cargaron sobre un asno y las vendieron en El Cairo al chamarilero Alí, quien, a su vez, mantenía negocios con un vienés, Theodor Graf, que ya antes le había comprado una colección de importantes papiros. Graf encargó a Alí proseguir las pesquisas, volvió a Europa, se puso en contacto con Ebers, organizó una exposición en Berlín y paseó luego sus cuadros por los principales museos europeos y americanos. Ebers sostenía, de buena o de mala fe, la pretensión de que las efigies representaban a miembros de las familias faraónicas, y fue acusado entonces por sus resentidos colegas de falsario e impostor.

Desde luego, los retratos de las momias no representan a los antepasados de Cleopatra, pero su importancia, desde varios puntos de vista, es indiscutible; para empezar, desde el punto de vista arqueológico. Ya en 1889, un sagaz aficionado inglés, William Petrie, descubrió el lugar exacto de la necrópolis de la antigua Arsinoe, cubierta por la arena, y exhumó en ella más de 80 retratos. Años después, en 1910, y a instancias del gran egiptólogo francés Gaston Maspero, encontraría sir Willkiam otros 65, y todavía vendrían fructíferas pesquisas alemanas, inglesas, francesas... Los retratos de las momias representan -y esto se encuentra hoy bien establecido- no, desde luego, a personajes de la realeza, sino a miembros de una clase acomodada, propietarios rurales y altos funcionarios, de la época de la dominación romana. Como documento histórico, ofrecen una gran cantidad de datos que iluminan aspectos diversos de aquella sociedad, y en especial la simbiosis religiosa producida allí por el contacto de civilizaciones. Pero a mí, curioso de las antigüedades, bien que no especialista en su estudio, lo que me impresiona casi hasta el punto de fascinación en estas figuras -aparte el deleite de comtemplar la belleza artística de algunas entre ellas- es la presencia del pasado que traen a mi presente actualidad, anulando vertiginosamente en mi ánimo la distancia del tiempo: algo de que ya di testimonio en mi Jardín de las delicias a propósito, por cierto, de una momia egipcia, pero no de hace 20, sino 27 siglos.

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