Los 15 años del acuerdo España-CEE
Pasados ya los comentarios sobre la firma del tratado de adhesión de España y Portugal a la Comunidad Europea -el aún cercano 12 de junio-, y centrada ahora la polémica sobre las gestiones del Gobierno para asegurar el proceso de ratificación en tiempo y forma en las asambleas legislativas de todos los países que protagonizan la tercera ampliación de la Comunidad Europea y, por qué no decirlo, en la discusión sobre los dos artículos de la ley orgánica por la que nuestra Cámara debe aceptar la incorporación a la Comunidad negociada por el Ejecutivo, la fecha del 29 de junio en que se cumplen los 15 años de la firma del acuerdo de 1970 entre España y la Comunidad Económica Europea -el ahora conocido como acuerdo Ullastres- puede fácilmente pasar de forma inadvertida.Y es precisamente porque me parece que ello no sería atinado por lo que me he permitido aprovechar la efeméride para dedicar un recuerdo a tal circunstancia y para, al mismo tiempo, hacer unas consideraciones sobre el efecto comercial que ha reportado y sobre las enseñanzas que de su aprovechamiento por las empresas españolas hay que sacar en relación a nuestro próximo ingreso en la Comunidad como miembros de pleno derecho.
Sobre la firma del acuerdo de: 1970 no creo necesario extenderme en demasía, pues en los amplios reportajes publicados estos días pasados en la Prensa diaria en relación a la firma del acuerdo de adhesión a la Comunidad todos hemos visto las sonrisas de los entonces ministro de Asuntos Exteriores, Gregorio López Bravo; presidente del Consejo de Ministros de la Comunidad, Pierre Harmel; embajador de España ante la Comunidad, Alberto Ullastres, y presidente de la Comisión Europea, Jean Rey, cuando en Luxemburgo se firmaba el acuerdo comercial preferencial entre España y la Comunidad Económica Europea todavía hoy en vigor salvados unos pocos retoques y adaptaciones para acomodarlo a las sucesivas ampliaciones de la Comunidad Europea y a algunos problemas surgidos en estos 15 años.
Las sonrisas no respondían, desde luego, a las mismas motivaciones. Los comunitarios veían en el acuerdo, exclusivamente comercial, firmado, y de contenido idéntico al firmado con Israel, una especie de escapatoria política a la difícil situación que había planteado la petición de la dictadura española de asociarse a la Comunidad, cosa que entonces se estimaba como totalmente inaceptable hasta tanto España "cumpliera las condiciones", condiciones que -aunque nunca llegaron a concretarse- estaba muy claro que eran de carácter político. La delegación española, en cambio, sonreía porque era consciente de que había conseguido un buen acuerdo comercial escudándose en que el menor grado relativo de desarrollo de España respecto a la Comunidad y el enorme déficit de nuestra balanza comercial con los entonces seis eran causas más que justificadas para que las preferencias arancelarias pactadas fueran claramente asimétricas en favor de España.
De estos hechos fui testigo directo al estar adscrito en aquellos momentos como stagiaire a la entonces existente Dirección General de Comercio Exterior de la Comisión de la Comunidad Europea y recuerdo aún muy bien los comentarios contrariados del embajador Ullastres cuando desde una serie de círculos económicos españoles se le reprochaba no haber sabido obtener más ventajas comerciales en el acuerdo firmado.
A partir de aquella fecha, el acuerdo con la CEE -recuérdese que no era más que con la CEE, con exclusión, por tanto, de las cuestiones CECA (Comunidad Económica del Carbón y el Acero) y Euratom- pasó por una vida azarosa en sus cinco primeros años de vida hasta la muerte de Franco.
Entrado en vigor el 1 de octubre de 1970, desencadenó desde muy pronto las iras de Estados Unidos y del Acuerdo Preferencial de Aranceles y Comercio (GATT), que veían en él un peldaño más de la política de acuerdos mediterráneos de la Comunidad opuestos a la regla de la no discriminación, piedra angular del acuerdo general sobre aranceles y comercio. Se argumentó, al mismo tiempo, que en razón del acuerdo perdíamos opción a las preferencias generalizadas en la UNCTAD.
Después, al poco tiempo, sufrió de los problemas de contenido que le supuso el ingreso del Reino Unido, Dinamarca e Irlanda en la Comunidad Europea tras el acuerdo del 22 de enero de 1972 y de los impactos que la crisis monetaria en que se vivió desde finales de 1971 causó sobre las corrientes de comercio.
Poco tiempo después sufriría del nuevo marco económico global presidido por la crisis del petróleo de finales de 1973, motivador de amplias distorsiones comerciales que afectaron a España y a la Comunidad, y que, como es sabido, han dejado huella en la situación de la economía mundial desde entonces.
Hay que recordar aquí también que el acuerdo hispano-comunitario de 1970 ha sobrevivido gracias a los disparates que contra los derechos humanos hizo el Gobierno de Franco en sus últimos tiempos y que dejó congeladas las negociaciones para convertirlo en un acuerdo de libre cambio con los nuevos parámetros de política mediterránea iniciada por la Comunidad tras su primera ampliación. Después, no hace falta insistir en ello, tras la muerte de Franco, la adecuación del acuerdo -para apaciguar las protestas de algunos comunitarios respecto a la asimetría de las preferencias pactadas- perdía sentido en razón al tempranamente expresado deseo de todas las fuerzas políticas democráticas españolas de conseguir nuestra integración en la Comunidad.
Principios proteccionistas
El acuerdo hispano-comunitario de 1970 se firmó en un momento en que las relaciones comerciales entre las dos partes estaban marcadas por un claro desequilibrio que a la postre resultó fundamental para conseguir unas condiciones muy beneficiosas para España. En 1969, España había exportado a los seis 598 millones de dólares de mercancías (el 31,4% de nuestra exportación total de la época) y había importado de ellos 1.470 millones de dólares (34,7%, del total de nuestras compras al exterior).
Una gran parte de nuestras exportaciones de entonces eran productos alimenticios, muchos de los cuales se beneficiaban muy poco, por cierto, del acuerdo que se había firmado respetando los principios proteccionistas de la política agraria común y teniendo muy claro que España era país tercero a la Comunidad por más que algunas declaraciones de políticos del Gobierno de Franco trataban de hacer ver que aquel tratado comercial preferencial era el primer escalón del ingreso pleno a la Comunidad.
Desde entonces, es evidente, la marcha del comercio hispano-comunitario se ha ido distanciando de forma notable de aquel modelo inicial. Incluyendo en el cálculo a los seis países fundadores y a los tres ingresados en 1973 -y no a Grecia, debido a su incorporación sólo en 1983-, resulta que nuestras exportaciones a la Comunidad han pasado desde 797 mifiones de dólares en 1969 (41,9% del total de nuestras ventas al exterior) a 9.539 millones en 1983 (48,3% del total) y que ya no son ahora exportaciones de aperitivo y postre, sino exportaciones diversificadas en las que transacciones de empresas multinacionales representan un aspecto importante antes no conocido al nivel actual. Las importaciones españolas en procedencia de los nueve han pasado en estos años de 1.828 millones de dólares (43,5% del total) a 9.457 millones (32,4%). El saldo comercial ha pasado de negativo, pues, a positivo para España.
España absorbía en 1969 el 3,56% del total de las exportaciones extracomunitarias de los nueve y absorbe ahora el 3,45%, mientras que en 1969 le suministraba el 1,97% de sus compras extracomunitarias y está ahora suministrando más del 3,5% de las compras comunitarias al exterior.
Está muy claro que no todo el efecto descrito podemos ni debemos atribuirlo a las rebajas arancelarias pactadas en el acuerdo, puesto que hay otras causas explicativas muy relevantes: el aumento de peso de las exportaciones españolas en el concierto del comercial mundial (desde el 0,76% en 1969 al 1,27. actualmente) y el relativo estancamiento del peso de las importaciones en el mismo período (del 1,67%. al 1,71%); la crisis del petróleo, con su correlativo impacto del comercio con los países de la OPEP; la creciente presencia de multinacionales americanas, japonesas y comunitarias, que han convertido a sus filiales españolas en plataformas de exportación; la pérdida de peso del sector agrario, que era el más restrictivamente tratado en el acuerdo hispano-comunitario de 1970; la depreciación de la peseta que se ha operado desde entonces, etcétera.
Predicciones equivocadas
Está, sin embargo, claro también que el acuerdo de 1970 ha resultado positivo y beneficioso para la exportación española, muy en contra de lo que predijeron algunos agoreros en la época de la firma, que anunciaban que la industria española quedaría poco menos que destruida como consecuencia de las facilidades arancelarias acordadas y que clamaban, por sólo dar algún ejemplo, por la necesidad de llegar a acuerdos con Suramérica y dejarse de veleidades europeas.
La experiencia de estos años nos muestra que las empresas que no se asustaron de lo que entonces era una economía más abierta respecto a las transacciones con el mercado de 200 millones de habitantes, que era entonces el mercado de los seis, han sido las que más ventaja han sacado del acuerdo Ullastres, y que las empresas que ya entonces estaban en crisis y que establecieron estrategias defensivas se han visto finalmente abocadas a cerrar.
Aunque guardando convenientemente las distancias y tomando conciencia de que ingresar en la Comunidad tiene todo un otro sentido y alcance que la simple firma de un acuerdo comercial preferencial -como fue el acuerdo de 1970-, me parece que la estrategia de adaptación al mercado de los desde enero de 1986 300 millones de comunitarios y no la simple visión defensiva es la única aceptable para aprovechar los efectos dinámicos que el ingreso en la maltrecha economía europea puede reportar a nuestra actividad productiva.
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