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Reportaje:El 'caballo' que mata

El 'chute' definitivo

Una sobredosis de heroína acabó con la mayoría de los 50 'yonquis' muertos durante 1984 en Madrid

Los resultados de las autopsias practicadas a la cincuentena de yonquis muertos en Madrid durante 1984 tras inyectarse heroína revelan que la sobredosis en relación a la cantidad que estaban acostumbrados a asimilar fue la causa determinante del fallecimiento. Las sustancias con las que los traficantes adulteraron el polvo -en ocasiones hasta en un 90%- les causaron lesiones pulmonares y afectaron a su sistema circulatorio, pero, salvo en un par de casos, no les mataron. El fallecimiento de la mayoría fue por edema pulmonar agudo, que provocó una anoxia cerebral; esto es, murieron ahogados.

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Errores fatales

Buscábamos el sol como los viejos en una mañana de invierno. Cada dos por tres corríamos mesa y sillas para huir de las sombras que, inexorablemente, se adueñaban de la plaza Mayor, bajo cuyo manto se congelaban hasta los pensamientos. Eran, más o menos, las dos de la tarde de uno de los primeros días del pasado abril, y Antonia y yo estábamos sentados en la terraza de una cafetería.Hacía dos días que el marido de Antonia, José, de 27 años de edad, operador de ordenadores, había muerto de una sobredosis de heroína en un cuarto recién alquilado en la avenida del Mediterráneo. José había abandonado el domicilio conyugal, se había metido en aquella casa de desconocidos y se había suicidado con una explosiva inyección de heroína. Adoraba a su mujer y a su hijo, pero había querido acabar solo. Su muerte hizo exclamar al propietario del piso donde ocurrió, un pintor fracasado: "Los dioses han muerto. El apocalipsis está en la calle".

Hacía frío ese día en la plaza Mayor, pero lo peor era aquella sensación de sentimientos congelados que nos embargaba. Antonia, que repasaba su vida en común con el fallecido, dijo en un determinado momento:

-José debió de morir rápidamente, sin darse cuenta, sin sufrir.

No supe qué decir, asentí con la cabeza y me propuse averiguarlo algún día. Ahora puedo decirle a Antonia que sí, que José ni se enteró, que murió como el toro al que le dan un certero puntillazo.

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José -contaba su mujer- había pasado por todas las fases del yonqui -el sentimiento de pertenecer a un grupo de escogidos, el arrepentimiento, el deseo renovado de un pinchazo, la autocompasión- y al final había descubierto que la heroína era, pese a Antonia, pese a su hijo, pese a su trabajo, lo más importante de su existencia. La heroína no es un producto para incrementar la alegría de vivir o para ampliar la percepción; la heroína no complace sin someter, es un modo de vivir y de morir.

Desde que comenzó el año, y hasta la fecha, 50 personas han muerto en Madrid a causa de la heroína. Son las cifras oficiales, las que recogen los casos en que el cadáver es encontrado con la jeringuilla colgando del brazo en un lavabo, un portal o su propia cama. Pero todo el mundo sabe que la heroína ha matado más gente, que familiares han ocultado otras decenas más de fallecimientos causados por el caballo.

De los muertos oficiales, de edades comprendidas entre los 18 y los 30 años, puede decirse que tenían 50 biografías diferentes, que, al final, fueron una sola. La mayoría no recordaría cómo empezaron, pero, sin duda, fue por la carencia de motivaciones fuertes en cualquier otra dirección. La adicción a la heroína no es sólo un problema de tener o no tener trabajo. Muchos de esos 50 muertos lo tenían: uno era funcionario de Muface; otro, periodista; otro, celador en el Primero de Octubre.

Todos los yonquis viven en el

El 'chute' definitivo

constante juego del enganche y el desenganche, pero, a la postre, las curas de desintoxicación son tan sólo paradas en el camino hacia ninguna parte. A finales del pasado febrero, María del Mar, de 23 años, murió con la aguja puesta en un sanatorio madrileño donde intentaba desintoxicarse.El fallecimiento por sobredosis era evidente: la chica había perdido durante la cura el hábito de inyectarse altas dosis. Pero lo importante fue lo que dijo el doctor José Santiago Doncel, director del sanatorio: "La mayoría de los toxicómanos no acude aquí con una voluntad real de abandonar la droga para siempre, sino, fundamentalmente, porque llega un momento en que necesitan rebajar su grado de dependencia".

Una escena repetida

La escena ha sido siempre la misma: el propietario del bar, alarmado por la tardanza del cliente que se encerró en el retrete, avisa a la policía, que, tras tirar la puerta, se encuentra con un hombre o una mujer sentados sobre la taza del inodoro o vencidos en el suelo. Están secos, acabados, cadáveres, con un torniquete ciñendo el brazo, una aguja perforando una vena, una cucharilla y un trozo de limón al lado. Después llega el juez de guardia y, con él, el médico forense, que comprueba el fallecimiento. Los doctores Antonio Piga y Antonio Haro Espín han vivido esa situación muchas veces a lo largo de los últimos meses. De su experiencia y de la de sus compañeros forenses proceden las informaciones aquí presentadas.

La heroína que consumían habitualmente los yonquis fallecidos estaba cortada, adulterada en un 80% o 90%. Los traficantes tienen una imaginación de alquimista. Talco, yeso, tiza, glucosa, lactosa, aspirina, antipirina y estricnina aparecieron al analizar el polvo que se habían inyectado. Pero, con excepción de un par de casos, los contaminantes no les mataron.

Las sustancias usadas habitualmente en el corte no producen una muerte súbita y aguda por intoxicación, salvo que se ingieran en cantidades muy superiores a la de una inyección. Las no solubles, como el talco, la tiza o el yeso, provocan, eso sí, microembolias pulmonares, lesiones que hacen al adicto más susceptible a la muerte por sobredosis: el edema pulmonar agudo.

Fue la heroína la que les mató dicen los forenses, que les tuvieron desnudos y abiertos en canal sobre una mesa cubierta por una sábana blanca en el Instituto Anatómico Forense; que analizaron su sangre, su orina, sus vísceras, todos y cada uno de los restos de su cuerpo que aún podían emitir un mensaje.

En cuestión de segundos, la droga penetró en su sangre, llegó al corazón, los pulmones y el cerebro. La heroína atraviesa la barrera natural hematoencefálica que protege nuestro sistema nervioso central con una sorprendente facilidad, mucho mejor que la morfina. Sintieron, como en otras ocasiones, un hormigueo cuando la droga llega arriba, sólo que esta vez el flash, esa sensación orgásmica de la que fueron tan golosos en vida, fue acompañado de convulsiones, mareo, ronquidos y una repentina y mortal asfixia. Perecieron casi sin darse cuenta.

El cuadro fue casi siempre el mismo: una persona delgada, desaseada, con síntomas de mala nutrición y dentadura deteriorada, con los trayectos venosos endurecidos, prominentes y con marcas de múltiples picaduras. Una vez desnudos, muchos cadáveres mostraron sus tatuajes: una chica tenía el de un guardia civil ahorcado en el trasero; un hombre, el de un puñal en la flexura del codo izquierdo. Este último había convertido el mango del puñal en el rostro de una mujer, cuya cabellera ocultaba el lugar donde se pinchaba. En otros casos, huellas de inyecciones aparecieron también bajo lenguas o en penes, tobillos y dorsos de manos.

Pero lo sintomático fueron los hongos de espuma que surgían de bocas y narices. Una espuma densa y blancuzca, que anunciaba lo que había dentro. Los pulmones de los yonquis fallecidos eran grandes y densos, pesaban cuatro veces lo normal, que suele ser medio kilo, y estaban llenos de esa misma espuma. De eso murieron: de edema pulmonar agudo. Las cavidades derechas del corazón estaban dilatadas y encharcadas, y todas las vísceras presentaban signos de congestión. El diagnóstico fue fallecimiento por anoxia cerebral o falta de oxígeno en el cerebro. ¿Qué provocó tal desastre? Una cantidad de heroína muy superior a la que el, organismo del adicto toleraba.

Lou Reed canta una canción que dice: "Una dosis en mi vena va directa al centro de la cabeza, y entonces me siento mejor que muerto". Unos 50 madrileños, como mínimo, han confirmado este año que, al final, el verdadero rostro de la heroína es una calavera. La heroína es la muerte, y uno no puede regresar de la muerte a la vida.

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