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Tribuna
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Una nueva clase social

Hay una nueva clase activa en las sociedades de la civilización de la informática: los robots. Como todo el mundo sabe y ha comenzado a padecer, estas ingeniosas maquinitas sustituyen al obrero de carne y hueso, frente al cual presentan claras ventajas. Son constantemente eficaces: no les duele la cabeza, su rendimiento no se ve afectado por biorritmos, no menstrúan ni siquiera una vez al mes, no comen bocadillos, no se enamoran y, ventaja inestimable, no piden jamás aumento de sueldo. No se sindican, son obedientes y apolíticas. Encarnan -sin una gota de sangre ni un gramo de tejido adiposo- la fantasía de sumisión perfecta de cualquier empresario, de cualquier patrón. Como las muñecas inflables, cumplen nuestros deseos más íntimos sin un solo gesto de rebeldía, sin hablar, sin chistar y, más aún, sin provocarnos remordimientos. Por añadidura, han estimulado el único género verdaderamente nuevo de la literatura del siglo XX: el de ficción científica. Las curiosas y a veces perversas relaciones que el hombre o la mujer mantienen con ellos (de competencia, insatisfación, proyección o deseo originan una narrativa que cuestiona un modelo de sociedad y de civilización que ya no está en el futuro, sino en el presente. (No puedo evitar la tentación de recordar el estupendo relato de Pere Calders La Nemours 88, con su finísima y devastadora ironía.)La Administración francesa ha decidido recientemente que los robots deben cotizar a la Seguridad Social como un ciudadano cualquiera. De este modo, los robots alcanzan una situación equiparable a la del hombre común: por ley, pagan impuestos. Si están entre nosotros, si compiten por los escasos puestos de trabajo que esta loca civilización propone, es lógico que también compartan nuestras cargas sociales.

Como el lector puede apreciar, es un primer paso para conferirles categoría de ciudadanos reales, no de meras réplicas. El paso siguiente, por ejemplo, podría ser otorgarles el derecho al voto. Cada robot, independientemente de su edad, sexo, ocupación, lugar de trabajo o especialidad, como corresponde a una democracia bien organizada, tendría que emitir su voto, que sería, por otra parte, un voto completamente objetivo, despojado de las pasiones que pueden despertar Guerra, Pujol o Fraga. Un voto impoluto, cristalino, transparente, sin presiones, no sujeto al rencor de las promesas incumplidas o de los nacionalismos insatisfechos. Una ventaja adicional de este sistema sería el ahorro: las cuantiosas sumas que se gastan en los países democráticos o más o menos democráticos en propaganda electoral, carteles, giras, bocadillos, refrescos, conjuntos musicales de animación, vuelos, etcétera, serían innecesarias: los robots no se dejan seducir por los eslóganes, ni por el carisma, ni por el folklore o el bigote. Los millones que se gastan en infinitas exhortaciones tan imaginativas como "vote por tal" se podrían usar en necesidades acuciantes de los pueblos del mundo: la renovación de los equipos militares, compra de cohetes, instalación de laboratorios de armas bioquímicas, etcétera.

Me preocupa la cuestión de los derechos humanos de los robots, tema que ha sido descuidado hasta el momento tanto por la Administración francesa como por la norteamericana o la japonesa.

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Según el reciente informe de Amnistía Internacional, en 98 de nuestros queridos países se practica la tortura a detenidos y presos de manera más o menos sistemática. La tortura normal es el empleo de electrodos en partes sensibles de nuestros cuerpos, tales como boca, oídos, vagina y ano. Se arrancan las uñas, se quema la piel con cigarrillos. A veces se serrucha el brazo del detenido, sea con sierra manual o mecánica (en este último caso se dice que la tortura es sofisticada). Dado que esta práctica se realiza en más de la tercera parte de nuestros queridos países, incluyendo -según el informe- a aquellos altamente civilizados, como España o Argentina, mucho me temo que haya llegado el momento de preocuparnos por los derechos humanos de los robots. ¿Estarán libres de que un general ensoberbecido, un civil mesiánico o simplemente los esforzados agentes del orden los sometan a tratamientos degradantes, vejatorios, humillantes y sádicos? ¿Gozarán de libertad de pensamiento? ¿Podrán emitirlo sin consecuencias nefastas para su normal funcionamiento?

Como ocurre casi siempre, la legislación de los países más avanzados va a la cola de las grandes mutaciones sociales. Todavía no se han configurado jurídicamente cuáles son los derechos de los robots, por lo cual es de temer lo peor: que un día conspiren, se rebelen, y en lugar de proporcionarnos la respuesta adecuada al balance anual o a los asientos mercantiles de la compañía nos respondan como en el cuento La rebelión de los objetos, de Pere Calders: "W13kluu yyutu bb".

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