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Un 'cementerio marino' emerge en el valle leonés de Vegamián, al borde de la cordillera Cantábrica

Julio Llamazares

El pantano del río Porma, en las montañas del norte de León, sepultó bajo sus aguas los ocho pueblos del valle de Vegamián. Quince años después, una revisión de la presa ha obligado a evacuar toda el agua almacenada. El autor de este reportaje, el periodista Julio Llamazares, ha viajado hasta el lugar en que nació para narrar el paisaje alucinante, el cementerio marino y solitario emergido del fondo del pantano. Este es el escenario que inspiró a Juán Benet, que trabajó allí como ingeniero, su novela Volverás a Región, escrita a pie de presa.

'Aquí hubo un vecino que se negó en redondo a abandonar su casa Decía estar dispuesto a morir ahorcado dentro de ella. Tuvo que sacarle la Guardia Civil a punta de pistola cuando el agua empezaba a llegar ya hasta las primeras casas". Quien así habla es el aparcero del caserío de Lodares, una cuadra de ganado que no es más que el único edificio conservado, junto a la carretera nueva, del pueblo del mismo nombre, uno de los ocho destruidos por el pantano del río Porma, en las montañas de León, hace ahora 15 años.Lodares, un pequeño lugar de 20 o 30 casas, fue derruido piedra a piedra, en previsión de saqueos y accidentes, al quedar sumergido sólo en parte bajo la bolsa de agua del pantano.

Idéntico destino, por demás, al que corrieron otros pueblos colindantes: Armada y Quintanilla, de los que el agua ya ha borrado hasta el recuerdo, y Ferreras, en la margen contraria, reducido a una escombrera de tejas y piedras machacadas a la sombra de su iglesia, que, en lo alto de un otero, aún permanece en pie como un viejo e inservible navío solitario anclado en medio del pantano. Del resto, dos de ellos, Camposolillo y Utrero, abandonados por sus vecinos al quedar todos sus huertos y sus vegas anegados por el agua, continúan enteros, al borde del embalse, como vacíos cementerios por los que sólo cruzan ya el silencio y el olvido.

Y los otros dos, Campillo y, Vegamián, con sus casas y sus cuadras, sus iglesias, sus caminos y sus prados, quedaron sepultados para siempre en el fondo del pantano.

El aparcero de Lodares, el cigarro en la boca y la mirada perdida en algún punto inconcreto del embalse, se recuesta contra el borde de una tapia: "Ahora las cosas se gpramente hubieran sido de otro modo. Pero en aquella época, ¿a ver quién protestaba?".

'Volverás a Región'

Han pasado 15 años desde entonces. Quince años de silencio y de nostalgia. Quince años atravesados por el signo de la resignación y el éxodo.Como un pueblo maldito, arrojado de su tierra secular, aquellos campesinos montañeses tomaron el camino que habría de llevarles a lejanas ciudades, desconocidas muchas veces, donde poder hallar un nuevo puesto de trabajo y fundar un nuevo hogar.

Ajena a sus problemas y temores, la vida seguía rodando normalmente. Lo que ya nunca podrían encontrar sería aquella antigua paz rural, perdida para siempre, y el remedio a una nostalgia que, lejos de extinguirse con los años, se agranda y se agiganta y cada mes de junio, allá por San Antonio, patrón que fue de Vegainián, les devuelve al borde del pantano, a las praderas solitarias del mítico monte Pardomino, para celebrar, al hilo del reencuentro tina fiesta teñida de recuerdos y añoranzas.

Así se cumple cada año la profecía literaria de Juan Benet, el novelista-ingeniero autor de las obras del pantano y de una novela, Volverás a Región, escrita a pie de presa en el transcurso de los años que allí estuvo.

Región, el país imaginario perdido en las estribaciones de la Cordillera Cantábrica, sigue existiendo en la memoria de Benet y en el corazón desolado de sus antiguos habitantes, que, una y otra vez, regresan por el camino del pantano en busca de unas raíces que el agua, la soledad y el abandono ya han borrado de la tierra para siempre.

La razón que en los pasados días de otoño volvió a congregarles al borde del pantano es, sin embargo, bien distinta. Una necesaria revisión periódica de las instalaciones internas de la presa ha obligado a sus rectores a evacuar toda el agua almacenada, y, ante el asombro y la sorpresa de los escasos viajeros que transitan por aquellas carreteras solitarias, los fantasmagóricos cadáveres enterrados de Campillo y Vegamián han emergido de repente de sus tumbas.

Un desierto de lodo

Tras 15 años de olvido y de silencio, de toneladas de agua sepultando los recuerdos y el paisaje, sus grises esqueletos arruinados, cubiertos ya de óxido y de lodo, se esponjan tibiamente bajo el sol mostrando, a quien quiera verlas, las terribles dentelladas de la muerte.Campanarios y postes desmochados, ventanas como ojos huecos recortando la lámina del cielo o el perfil de las montañas, paredes reventadas, tejados aplastados por la presión del agua se confunden y entremezclan con edificios incólumes aún, perfectamente enteros, en cuyas habitaciones y pasillos se acumulan, en una masa amorfa, viscosa e indescifrable, maderas corrompidas, truchas muertas, arbustos arrastrados y domésticos objetos desfigurados por la herrumbre y por el barro.

Paisaje lunar indescriptible

Y en rededor, hacia el confin de las orillas que ahora ya no marca el agua, sino la verde línea de los bosques y los prados más cercanos, un paisaje lunar, prácticamente indescriptible, como un insólito desierto de lodo seco y cuarteado en el que, sin embargo, se dibujan todavía las tapias grises de los antiguos prados, los mástiles podridos de los árboles, los viejos puentes sepultados bajo los que, dócilmente, vuelve de nuevo a discurrir el río.Yo no sé si Valéry pensaba en un paisaje como éste cuando escribió El cementerio marino. No sé tampoco si Baudelaire, su hermano de patria y malditismo, imaginaba una noche del pantano al escribir aquel verso terrible e inolvidable: "La luna es el sol de los muertos".

Sólo sé que no es posible describir la sensación que invade el corazón de un hombre cuando, como yo ahora, contempla por vez primera, a los 28 años, la casa en que nació, llena de lodo y truchas muertas.

Y que no olvido la vieja leyenda montañesa que señala que el hombre, para poder descansar eternamente, ha de ser enterrado en el mismo lugar en que nació.

De lo contrario, jamás volvería a estar completo y su espíritu vagaría errante por los espacios infinitos sin decidirse nunca entre el cielo y el infierno.

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