Cannes, 1951. Los olvidados
Tendría unos 17 años cuando tuve por primera vez noticias de Luis Buñuel. Era estudiante de la Escuela Nacional Preparatoria y acababa de descubrir, en las vitrinas de las librerías Porrúa y Robredo, vecinas de San Ildefonso, los libros y revistas de la nueva literatura. En una de esas publicaciones -La Gaceta Literaria, que publicaba Ernesto Giménez Caballero en Madrid ,leí un artículo sobre Buñuel y Dalí ilustrado- con textos de ambos, reproducciones de pinturas de Dalí y fotos de sus dos películas: Un perro andaluz y La edad de oro. Las fotografías me con turbaron más profundamente que los cuadros del pintor catalán: en las imágenes cinematográficas la mezcla de realidad cotidiana y delirio era más eficaz y detonante que en el ilusionismo manierista de Dalí. Unos años después, en el verano de 1937, en París, conocí a Buñuel en persona. Una mañana, en la puerta del consulado de España, adonde había ido con Pablo Neruda a recoger un visado, nos cruzamos con él. Pablo le detuvo y nos presentó. Fue un encuentro fugaz. El mismo año pude ver al fin las dos cintas célebres y con olor de azufre: Un perro andaluz y La edad de oro. La segunda fue para mí, en el sentido estricto de la palabra, una revelación: la súbita aparición de una verdad oculta y enterrada, pero viva. Descubrí que la edad de oró está en nosotros y que tiene el rostro de la pasión. Muchos años más tarde, en 1951, de nuevo en París, volví a ver a Luis Buñuel en casa de unos amigos: Gaston y Betty Bouthoul. Durante esa temporáda le vi con cierta frecuencia; estuvo en mi casa, y, finalmente, un día me llamó para confiarme una misión: presentar su filme, Los olvidados, en el festival de Cannes de ese año. Acepté inmediatamente y con entusiasmo. Había visto esa película en una exhibición privada con André Breton y otros amigos. Un detalle curiaso: la noche de la exhibición, en el otro extremo de la pequeña sala estaban Aragon, Sadoul y otros. Al verles pensé, por un instante, que estallaría una batalla campal, como en los tiempos de su juventud. Crucé una mirada con Elisa Breton, que dejaba ver cierta inquietud; pero todo el mundo ocupó en silencio su asiento y unos minutos después. comenzó la función. Creo que era la. primera vez que Aragon y Breton se veían después de su rompimiento, hacía 20 años. La película me conmovió: estaba animada por la misma unagmación violenta y por la misma razón implacable de La edad de oro, pero Buñuel, a través de una forma muy estricta, había logrado una concentración mayor. A la salida, Breton comentó con elogios la cinta, aunque lamentó que el director hubiese cedido demasiado, en ciertos momentos, a la lógica realista del relato a expensas de la poesía o, como él decía, de lo maravilloso. Por mi parte, pensé que Los olvidados mostraba el camino no de la superación del superrealismo -¿se supera algo en arte y en literatura?- sino de su desenlace; quiero decir: Buñuel había encontrado una vía de salida de lá estética superrealista al insertar, en la forma tradicional del relato, las imágenes irracionales que brotan de la mitad oscura del hombre. (En esos años yo me proponía algo semejante en el dominio más restringido de la poesía lírica, ) Y aquí quizá no sea ocioso decir que en las mejores obras de Buñuel se despliega una rara -facultad que podría llamarse imaginación sintética, o sea, totalidad y concentración.
Apenas llegué a Cannes me entrevisté con él otro delegado de México. Era un productor y exhibidor de origen polaco que vivía en París. Me dijo que estaba al corriente de mi nombramiento como delegado mexicano ante el festival y me señaló que nuestro país había enviado al festival otra película. En realidad, Buñuel participaba en el festival a título personal invitado por los organizadores franceses. Me dijo también que había visto Los olvidados en París y que le parecía, no obstante sus méritos artísticos, una película esotérica, esteticista y a ratos incomprensible. A su juicio, no tenía la menor posibilidad de ganar algún premio. Agregó que varios altos funcionarios mexicanos, así como numerosos intelectuales y periodistas, reprobaban que se exhibiese en Cannes un filme, que denigraba a México. Esto último era desgraciadamente cierto, y Buñuel se ha referido al tema en sus memorias (El último suspiro), aunque con discreción y sin revelar los nombres de sus críticos. Lo imitaré, pero no sin subrayar que en esa actitud se conjugaban los dos males que padecían en aquella época nuestros intelectuales progresistas: el nacionalismo y el realismo socialista.
El escepticismo de mi colega en la delegación de México estaba compensado por el entusiasmo y la buena voluntad. que mostraron varios amigos, todos ellos admiradores de Buñuel. Entre ellos el legendario Langlois, director de la Cinemateca de París, y dos jóvenes superrealistas, Kyrou y Benayoun, que hacían una revista de vanguardia: L'age du cinéma. Visitamos a muchos artistas notables que vivían en la Costa Azul, invitándoles a la función en que se iba a exhibir la película. Casi todos aceptaron. Uno de los más decididos a manifestarse en favor de, Buñuel y del arte libre fue, para mi sorpresa, el pintor Chagall. En cambio, Picasso se mostró huidizo y reticente, al final, no se presentó. Recordé su actitud poco amistosa con Apollinaire en el asunto de las estatuillas fenicias. El más generoso fue el poeta Jacques Prevert. Vivía en Vence, a unos cuantos kilómetros de Cannes. Le fuimos a ver Langlois y yo, le contamos nuestros apuros ya los pocos días nos envió un poema en homenaje a Buñuel que nos apresuramos a publicar. Creo que causó cierta sensación entre los críticos y los periodistas que asistían al festival.
Escribí un pequeño ensayo a manera de presentación. Como no teníamos dinero lo imprimimos en mimeógrafo. El día de la exhibición de Los olvidados lo distribuí entre los asistentes a la puerta del cine. Dos días después lo reprodujo un diario parisiense. El filme de Buñuel provocó inmediatamente muchos artículos, comentarios y discusiones. Le Monde lo puso por las nubes, pero L'Humanité lo llamó "una película negativa". Eran los años del realismo socialista, y se exaltaba, como valor central de las obras de arte, el mensaje positivo. Recuerdo la discusión encarnizada que tuve una noche, poco después del estreno, con Georges Sadoul. Me dijo que Buñuel había desertado del verdadero realismo y que chapoteaba, aunque con talento, en las aguas negras del pesimismo burgués. Le respondí que su empleo de la palabra desertar revelaba que su idea del arte era digna de un sargento y que con la teoría del realismo socialista se quería ocultar la nada socialista realidad soviética... Lo demás es conocido: Los olvidados no obtuvo el gran premio, pero con esa película se inicia el segundo y gran período creador de Buñuel.
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