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Tribuna
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La sensillez de lo complejo

Nos enteramos por la Prensa: tras la última declaración del Pacto de Varsovia, los dirigentes norteamericanos y de otros países de la OTAN se mostraron desconcertados por el lenguaje de moderación que aquel documento exhibía. Tampoco sería improbable que los líderes del Pacto de Varsovia se desconcertaran si los norteamericanos emitiesen una declaración así de moderada. La perspectiva de guerra se ha convertido a tal punto en un estado de ánimo que una simple declaración moderada puede sembrar el desconcierto, cuando no el pánico. Es claro que una guerra total sería una hecatombe, pero en cambio las guerras y guerritas localizadas y parciales pueden representar pingües negocios para los mayores fabricantes de armas y para los productores de la más avanzada tecnología bélica.La paz preserva vidas y culturas, pero en cambio produce parvos dividendos y hasta pérdidas irrecuperables. Un vertiginoso avión de combate siempre será mejor negocio que una afinadísima orquesta sinfónica, y, como es sabido, las trasnacionales de la guerra no están para ocuparse de hipotéticos beneficios espirituales.

Lo cierto es que en estos últimos años la paz se ha vuelto una hazaña casi inverosímil, algo así como una galaxia a conquistar. ¿Estaremos frente a un callejón sin salida o todo vendrá de que las grandes potencias, cuando proclaman su voluntad pacifista, en realidad están buscando todo lo contrario? La crisis económica, la crisis social, la crisis política, con sus respectivas y gigantescas proporciones, acaparan las prevenciones y las expectativas. Sin embargo (y aunque este

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La sencillez de lo complejo

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aspecto no haya merecido hasta ahora ni alertas ni retóricas), la gran política se viene despeñando desde hace tiempo en una crisis moral sin precedentes. Cualquier periodista sabe que, en el ámbito diplomático, hay claves establecidas para reconocer con cierta aproximación la verdad que yace bajo esos rutinarios comunicados conjuntos que por lo general culminan los encuentros bilaterales o trilaterales. El texto es, en la superficie, inexorablemente positivo y deja a salvo "la tradicional amistad y los sólidos vínculos culturales que unen a nuestros pueblos", pero la edulcorada adjetivación forma, por lo común, un anagrama que permite vislumbrar si los resultados han sido óptimos, moderados o simplemente fatales.

Ese esperanto de la diplomacia hoy día sólo asombra a pocos. Más asombraría una declaración en la que ambos bandos se cantaran las verdades (¿por qué será que las mentiras no se cantan?). No obstante, la opinión pública suele no estar enterada de otro nivel semántico que a menudo degenera en entrañable contradicción. Por supuesto que algo adelantaríamos si frente a la explosiva situación mundial (América Central y el Caribe, Afganistán, Chad, Líbano, Irak-Irán, etcétera) se llamara a las cosas por su nombre y no por su seudónimo. Es difícil que dos partes en litigio puedan comenzar a entenderse si cuando una dice libertad la otra entiende opresión, o viceversa. Lo más realista sería tal vez ir considerando y pesando cada hecho en su desnuda significación, sin el gravamen de una calificación previa.

Por otra parte, las principales fuentes internacionales de la noticia, que como es natural son occidentales y cristianas, pero también multinacionales, contribuyen sin duda a la confusión, por no decir al engaño liso y llano. En política, la sencillez (y la desmitificación) de lo complejo pasa inexorablemente por la objetividad de la información y de los datos. Fueron dos norteamericanos, Paul Jacobs y Saul Landau, los que en 1971 contabilizaron las 169 invasiones, intervenciones y ocupaciones llevadas a cabo por su país entre los años 1798 y 1945, complentadas por una nutrida serie adicional en años posteriores. No hay probablemente en el mundo otro país que haya violado tantas veces las fronteras ajenas. Semejante historial no es por cierto el mejor antecedente para que el Departamento de Estado y sus afines se indignen frente a la (sin duda, lamentable) invasión de Afganistán. Así, cuando recordamos la intervención norteamericana en la Guatemala de Arbenz o en el Chile de Allende, los comentaristas adictos a Washington responden: "¿Y Afganistán?". Cuando mencionamos la invasión de bahía de Cochinos o la intervención de los marines en Santo Domingo, también responden: "¿Y Afganistán, eh?". Cuando denunciamos la presencia norteamericana en El Salvador o en la base naval de Guantánamo (ocupada por Estados Unidos 77 años antes de que los soviéticos entraran en Kabul), la respuesta es la misma. Si llegan a invadir Nicaragua, cosa nada improbable, también nos dirán: "¿Y Afganistán, eh?". O sea, que Afganistán se ha convertido en un estribillo, en una fácil justificación que sirve para todo. En realidad, si no parece demasiado ético exculpar una intervención propia con otra de signo contrano, ya resulta más bien abusivo que Afganistán sirva para disculpar todo el nutrido currículo intervencionista de Estados Unidos en América Latina.

Una sobria pancarta

Lo que sí parece evidente es que los pueblos latinoamericanos no se rigen por Afganistán, sino por su hambre propia, su miseria propia y sus propios muertos. La desmitificación de lo complejo exige reconocer que es en esos factores y no en la influencia soviética donde reside la causa del interminable genocidio. Para liberar o defender a esos pueblos del satanizado comunismo les ofrecen torturas y crímenes democráticos, y el presidente de la más poderosa nación occidental, el hombre que ha dividido las dictaduras en autoritarismos amigos y autoritarismos enemigos, aparece como firme aliado del ufano dictador místico Ríos Montt; sostiene económica y militarmente a los ex guardias de Somoza; ayuda con armas, hombres y dólares a la Junta salvadoreña, de letal trayectoria.

Todos los países europeos, tanto del Este como del Oeste, han padecido los horrores de dos guerras prolongadas y cruentas, y quizá por eso los movimientos pacifistas tengan su origen en Europa. Estos nietos de quienes sufrieron los bombardeos de Londres, el asedio a Leningrado, los campos de Auschwitz, las torturas en Francia, están decididamente por la paz. Para ellos no es difícil optar: sencillamente no quieren convertirse en carne de misiles. Estados Unidos, en cambio, jamás ha sufrido una guerra en territorio propio. Está, por supuesto, Pearl Harbour, pero Hawai queda casi tan lejos de Washington como Washington del reino de los cielos. Hasta hoy Estados Unidos es el único país que alguna vez decidió usar armas atómicas contra poblaciones indefensas de un país ya derrotado, pero sus propias ciudades han tenido la suerte de no haber soportado jamás ni el más leve bombardeo. Sus muertos de guerra, que se cuentan ciertamente por miles, se produjeron en las guerras mundiales, pero sobre todo en otros conflictos (Corea, Vietnam, etcétera), en los que cumplieron el papel de invasores y debieron pagar ese precio inevitable. Hoy, a la hora de hacer públicas sus bravatas, sus amenazas y sus ucases, es posible que el Gobierno norteamericano cuente con esa no experiencia de tierra arrasada, y también con su maciza aspiración a que los cadáveres los aporten los otros. En última instancia, ¿sería tan difícil explicarle al pueblo de Nueva York, de Chicago, de Washington, de Los Ángeles, de San Francisco, de Filadelfia, que ya no habrá más guerras totales con vencedores y vencidos? La única ventaja será que los futuros juicios de Nuremberg se llevarán a cabo frente al Padre Eterno. ¿Sería tan difícil hacerle comprender a ese pueblo que si sobreviene una nueva y definitiva contienda todos seremos vencidos? Uno puede comprender que para una sociedad que ha sido formada y deformada en la religión del confort, en la premisa del Big Stick, en la obsesión del consumismo, en la soberbia del más fuerte, no ha de ser fácil considerar la eventualidad de ser arrastrada en la derrota. Ya lo fue una vez, en Vietnam, y le costó más de un lustro superar el trauma.

Ah, si hubiera psicoanálisis para las naciones poderosascomo lo hay para los ejecutivos, si los Estados omnipotentes se pudieran tender en el diván como se tienden los súbditos, quizá llegaría a establecerse que las naciones más agresivas (complejo de Malvinas) son las que se sienten menos seguras de sí mismas; las más autoritarias (complejo de Monroe), las que menos argumentos tienen para el diálogo. Quizá llegara a establecerse que las intervenciones contra otros Estados son meras neurosis provocadas por sendos complejos de inferioridad. ¡A qué fascinante terapia de grupo podría someterse, por ejemplo, la OTAN, que tantos traumas arrastra de su edad primera! (No me atrevo, en cambio, a extender la propuesta al Pacto de Varsovia: es obvio que Marx no se lleva bien con Freud.)

Vietnam fue un trauma; pero este otro Vietnam que se avecina, este Vietnam de ojivas nucleares, bombas de neutrones, misiles Pershing y SS-20, no sólo carecerá de sentido, también carecerá de posguerra.

Después de todo, tal vez sea esta la forma más sencilla de abordar lo complejo. Juntarnos unos cuantos, no diré pacifistas, sino pacíficos, y llevar por el mundo esta sobria pancarta: No nos gustan las guerras sin posguerra.

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