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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Entrar en Europa, ¿pero cuándo y cómo?

MENOS DE la mitad de los españoles son hoy favorables a nuestra entrada en la CEE, mientras que hace tres años más de un 60% se mostraba partidario. Estos resultados acaban de ser anunciados por la Comisión de las Comunidades, y quizá reflejan un cambio en una opinión pública española mejor informada sobre el significado de la adhesión y en la que se ha ido albergando un sentimiento de sospecha de la hostilidad, o, por lo menos, de la indiferencia de Europa hacia España.Se cumplen este mes seis años de la fecha en que un Gobierno democrático español presentó oficialmente su candidatura de ingreso a la CEE. Las negociaciones comenzaron en febrero de 1979, y después de un examen de conjunto se dividieron los temas negociables en 16 capítulos. Se pasó inmediatamente a la fase de negociaciones. Se han cerrado ya seis capítulos, aunque, naturalmente, en el momento final será posible una revisión parcial de los mismos. En otros siete capítulos, las negociaciones han progresado lo suficiente como para identificar los términos propuestos por cada una de las partes. Entre estos siete capítulos figuran la Unión Aduanera, la Comunidad Económica del Carbón y el Acero (CECA), la fiscalidad -en especial, el impuesto sobre el valor añadido (IVA)-, las relaciones exteriores y la libre circulación de trabajadores. Quedan tres capítulos prácticamente inéditos, entre los que figuran la agricultura y la pesca. Sólo existen referencias de los términos propuestos por la Comisión que están muy distanciados de lo que serían unas pretensiones razonables de integración.

Además de todos estos capítulos, la cumbre de Stutgart ha incluido un nuevo condicionante al proceso de incorporación de España y de Portugal. Se supedita la entrada de estos nuevos miembros a un entendimiento previo de los países que hoy componen la Comunidad sobre la financiación del presupuesto comunitario. Detrás de este condicionante se esconden dos posturas bastante antagónicas: por un lado, el Reino Unido, los nórdicos y Alemania Occidental, quizá por este orden, se resisten a aumentar sus aportaciones presupuestarias para financiar una política agraria generadora de excedentes cuyo destino final debe ser su absorción por las instituciones de Bruselas o la exportación, con subvenciones, al mercado internacional; por otro, Francia (con Italia y Grecia) teme que sin modificar el actual reglamento agrícola sobre el mercado de frutas y hortalizas, que data de 1962, los casi 300.000 productores franceses dedicados a estos cultivos sufrirían una durísima competencia de los productores españoles.

Así, más que en la financiación del presupuesto comunitario, el escollo de la negociación con España es la política común agrícola. El incremento en un 10%-20% del presupuesto de la CEE que supondría la entrada de España y Portugal no es ningún elemento dramático. El presupuesto de la Comunidad se eleva a unos 26.000 millones de ecus (unos 3,3 billones de pesetas, equivalente al 45% de los presupuestos de las administraciones públicas españolas), y representa menos del 1% del PIB comunitario y en tomo al 2,5% de la suma de los presupuestos de los Estados miembros del Club de Bruselas. El coste adicional del ingreso de España y Portugal equivaldría, a lo sumo, a un 0,5% de incremento medio en cada uno de los presupuestos de los países que hoy componen la Comunidad. El coste no parece excesivo.

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Quizá donde se produce el frenazo a la ampliación es en la propia idea de la Comunidad. La CEE nació bajo el ideal de que el desarrollo del comercio y la integración de las economías de los países europeos proporcionaría unas bases económicas estables sobre las que levantar una comunidad democrática interpuesta entre la URSS y Estados Unidos. Sin embargo, hoy día las preocupaciones financieras absorben tantas energías que la acogida a los nuevos Estados democráticos del sur de Europa se ha convertido en una espina prácticamente intragable. Un estadista como Mitterrand, capaz de defender ante el Parlamento alemán occidental la idea de una Europa fuerte e independiente, queda paralizado ante las quejas expuestas por François Guillaume, presidente de la Federación Nacional de Sindicatos de Explotaciones Agrícolas (IINSEA).

A raíz de Stuttgart, nuestros representantes se han aplicado a salvar las apariencias, que no son optimistas ni en cuanto a la fecha posible de adhesión ni respecto al contenido de la negociación. Entre los capítulos ya cerrados, la parte española ha aceptado la implantación del IVA desde el momento de la adhesión. No hay salvaguardias para la fijación de tipos de imposición diferenciales en caso de que nuestro nivel de inflación se mantuviera por encima del comunitario o para la exclusión total o parcial de sectores como el agrícola. En el capítulo de la Unión Aduanera, las propuestas de la Comisión de Bruselas parecen ser dramáticamente exigentes. Desde el momento de la adhesión se procedería a un riguroso descreste arancelario. Es decir, los aranceles españoles con una protección superior a la media sufrirían una voladura. No habría unos sectores más protegidos que otros. En segundo lugar, los miembros de Bruselas pretenden que en los dos primeros años, de un período transitorio de siete, se lleve a cabo una reducción del 40% de nuestro arancel. A partir del tercer año, las reducciones arancelarias serían ya más suaves. En cuanto a la agricultura, actualmente nuestras exportaciones están sujetas a unas cautelas bien tramadas y a algunas discriminaciones frente a otros productores, también terceros, como nosotros, en la cuenca mediterránea. En el terreno de las cautelas, las frutas de verano y las hortalizas están sujetas a un calendario. Sólo podemos exportar en aquellos períodos en que la producción de la Comunidad no está a pleno rendimiento. Fuera de las fechas de calendario, los mercados están cerrados. Además cuando se abre el mercado, si nuestros precios resultan más baratos que unos determinados precios de preferencia, juega el requisito de precios mínimos, que nos obliga a subir los nuestros. Por lo que se refiere a las discriminaciones para los agrios, existe un derecho arancelario superior al de otros productores mediterráneos. Esta discriminación entorpece la conclusión de un acuerdo de tránsito de las naranjas marroquíes por el territorio español.

La supresión de estas salvaguardias justificaría, en última instancia, unas mayores exigencias de la Comunidad en materia de aranceles industriales. Sin embargo, la incorporación de nuestras frutas, hortalizas, aceite de oliva y vino al mercado de la CEE se pretende encauzar de una manera muy peculiar. No se tendría el libre acceso al mercado de la Comunidad, sino que se incorporarían a través de un proceso por etapas. También existen reservas para limitar nuestra incorporación en el sector pesquero, en el de los textiles y en el siderúrgico. Sin embargo, el punto clave de toda negociación se polariza en nuestras producciones agrícolas mediterráneas, competidoras de Francia e Italia, principalmente, y también de los países terceros con los que la Comunidad tiene acuerdos preferenciales.

Las condiciones de entrada no se perfilan como las ideales para que la CEE proporcione a la maltrecha economía española un buen aliciente. Y, sin embargo, el ingreso en Europa sigue considerándose por la clase política como un éxito, y, en consecuencia, imponiéndose una servidumbre en la negociación. El peligro de una negociación apresurada y la falta existente de una preparación institucional para nuestra entrada en la CEE son motivos de seria meditación. Hace ya seis años que solicitamos el ingreso con la credencial de ser un país democrático europeo que deseaba una asociación mutuamente ventajosa. Quizá la falta de entusiasmo que empieza a penetrar en la opinión pública española sea una sabia interpretación que implicaría una mayor prudencia por parte de nuestros políticos.

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