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Gabo, en Compostela

En Colombia, el diminutivo de Gabriel es Gabito. Y de Gabito viene Gabo. Debo decir que Gabo estuvo en Santiago de Compostela. Quien no estuvo fue Gabriel García Márquez.Gabo tuvo una abuela que sin duda fue gallega. Tenía que ser gallega. De ella heredó Gabo los ojos abiertos ante cualquier cosa. Quiero decir, dispuestos a aceptar esa cualquier cosa que está por detrás de la realidad inmediata. Que está en ella y no está. Que es menester sentirla, adivinarla, intuirla y, después, aprepiarla. Es la realidad transracional. La que se esconde tras lo que vemos y lo que palpamos. La realidad de las significaciones extrañas. De lo que se comprende, pero no se explica. "A la naturaleza le place ocultarse", dejó dicho Heráelito. En la ocultación está, a buen seguro, lo mejor y más delicioso del mundo. Es la claridad misteriosa de todo lo oscuro. La realidad velada que inquieta a los fisicos actuales.

Gabo en Compostela. Pero, ¿qué es Compostela? Compostela es dos cosas: piedras ilustres y criaturas humanas. Las piedras no cambian. Están allí hablándonos al corazón en diálogo silencíoso. En presencia viva y constante. En presencia intemporal que se impone con rara energía.

Pero como Gabo es Gabo, esto es, una pupila mágica, lo que Gabo admiraba era el florecer de los viejos granitos. De esos granitos emergen los líquenes sin edad, los tallos de humildes e inesperadas plantas, las flores franciscanas de Valle-Inclán. "¿Cómo es posible que florezcan las piedras?", me preguntaba. Y yo le respondía, eludiendo fáciles aclaraciones: "Porque estás en Compostela, Gabo. A tu abuela de Aracataca esto no le hubiera sorprendido lo más mínimo. Y, estoy seguro, ni siquiera hubiese formulado la pregunta. Habría aceptado el hecho, para ella naturalísimo, de que las piedras sean algo así como tierra comprimida, como humus endurecido. En suma, como campo vivo y vertical. Esa, fachada, Gabo, es, en el fondo, una heredad perenne que los canteros trabajaron con el mismo empeño y el mismo amor con quien los labradores trabajan el terrón materno". Gabo asentía. Asentía y gozaba.

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Pero aún hay más. Por Compostela ha pasado toda casta de gente. Abundaron, en tiempos, y yo -a algunos los recuerdo, los tipos estrafalarios, los seres absurdos y marginados que daban latido cordial a la perennidad de los monumentos. Que, a su modo, hacían florecer la vida. Que eran también como tercos líquenes, como sencillas vegetaciones innominadas. Al florecer mineral correspondió siempre, en Compostela, el florecer de ciertas criaturas excepcionales. Criaturas como la abuela de Gabo, insistentes en su sueño histórico, en su hacer sin hacer, en su atención, en su rendimiento al mundo de lo sobrenatural. Paseaban de noche por las rúas de la ciudad. Deambulaban por las ilustres plazas y se paraban, absortos, en "ese germen lunático que hace

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Gabo, en Compostela

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distintos y amorosos a tantos gallegos". ¿Persisten esos tipos? ¿Han desaparecido? En todo caso, ¿qué queda de ellos? Queda, sencillamente, la atmósfera. Están allí de un modo difuso, como fantasmas sin concretar. Son el aire humano de Compostela. Y Gabo lo sentía palpitar. Quizá porque algo de esto había en los cuentos de la abuela. Quizá porque ellos representaron todo un mundo de hechizo y contradicción. Quizá porque llevaron sobre sus espaldas cientos y cientos de años de soledad.

Por eso en Compostela, si se afina el oído, y el de Gabo es supersensible, aún puede sentirse el eco de las pisadas antiguas y estrambóticas bajo el ruido de los coches y el tumulto callejero. Son como tímidos espíritus que se cierran sobre sí mismos. ¿Para qué? Para protegerse, para dormir y soñar entre el barullo ciudadano. ¿Te has fijado, Gabo, en cómo en el sueño, de apariencia tan entregada y tan inocente, el durmiente engaña a los que están despiertos? El durmiente, inmóvil, pasivo e inerme, es un hervidero de pasiones, de dramas absurdos, de situaciones atroces, de alegrías inefables, de feroces combates. Esta es la trampa. Este es el laberinto complejo, difícil y tantas veces inconfesable. Este es el engaño, el disimulo humano y silente de la vieja Compostela. Su espiral defensiva y sin cronología. Su radical ironía. Su realidad velada.

Gabo se fue de Compostela emocionado y deslumbrado. Mucho hablamos de cosas sorprendentes y divertidas. Nada hablamos de literatura -Gabo no es un literato-. Nada hablamos de eso, a Dios gracias. En la dedicatoria que antes había estampado y enviado para mí de su Cien años de soledad, se declaró "feo, católico y sentimental". Como el marqués de Bradomín. En el fondo, como sus antepasados. Como la fidelidad a sus antepasados. Y por eso, porque no hablamos de literatura, ni de inquietudes, ni de estructuras, ni de mensajes y demás garambainas, pudo él entender a Compostela. Pudo él entender a Galicia. Adivinarla en la pura contradicción. En la superación de las lindes históricas.

A Paul Claudel le oí decir, en una noche inolvidable, que la Quintana era la plaza más hermosa de Europa. A Gabo, en cambio, le parecía que, al lado de la de Siena, pudiera colocarse la del Obradoiro. Ante ella estuvo un buen rato en silencio. No interrumpí su rendido callar. Tampoco él añadió nada a su primer comentario. Pero luego, cuando nos acercamos a las maravillosas piedras, no cesaba de mirar para el tímido verdor que en buena parte las cubría. Compostela semejaba ganarle el combate a Siena. Y así entramos en la catedral.

Ante el Pórtico de la Gloria su entusiasmo fue en aumento. Y ya quedó entregado. Posó su mano en las huellas digitales de la columna del parteluz. Dio con la cabeza sobre la del maestro Mateo (o santo dos croques), abrazó al apóstol. "Ya tienes otro amigo", le dije. "Sín duda", replicó.

La juventud de Compostela es el gran secreto de la ciudad. Su inexplicable secreto. Pero no se trata sólo de la mocedad universitaria. Hay algo más. Ese algo más escapa a las formulaciones intelectuales. Ese es su encanto, su poder de encantación. Y por eso Gabo resplandecía, se entusiasmaba y callaba. Le estorbaba, por insuficiente, lo que los científicos modernos denominaban, con graves connotaciones, razón discursiva.

Esta fue la visita de Gabo a la magnífica urbe. Ahora, esperemos. Esperemos a Gabriel García Márquez. Cualquier día nos dará, en espléndidas páginas literarias, el resultado de tantas y tantas emociones por Gabo experimentadas. Quizá ese día aparezca, en algún relato, la Compostela transracional y transhistórica que él vivió fugazmente. La que habrá sido, en tiempos, un resplandor fugitivo en los ojos vivaces de la abuela de Aracataca.

El texto, ya queda dicho, lo firmará Gabriel García Márquez. Es decir, el doble culto de Gabo. El doble culto del Gabito infantil correteando por el pueblo natal al socaire de la abuela legendaria que, a lo mejor, ni siquiera estuvo en Compostela. Y no importa. Alguien antes de ella habrá estado. Y ese alguien, al igual que las criaturas estrafalarias de Compostela, habrá sido capaz de hacer sentir sus pasos misteriosos y sin historia en el alma de Gabo. Un alma en la que las piedras de la vida, las duras piedras de la existencia, florecen. Florecen con una memoria que va más allá de los límites de lo visto y lo vivido.

La memoria de Gabo.

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