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Animales fieramente humanos

La imagen convencional, tópica, del laboratorio de psicología, es la de los perros salivando al sonido de la campanilla, las ratas corriendo por los pasillos electrificados del laberinto en busca del portillo de salida, o las palomas picoteando un disco a la tasa de 1.000 veces a la hora para obtener bolitas de maíz. Se descubre uno ante el Pav1ov encerrado con sus perros en el espacio experimental de su "torre de silencio", le reconoce el mérito de haber ideado un método para el estudio científico de algunas reacciones animales -y nuestras, pues también los humanos salivamos al sonar la hora de comer-, de haber sentado algunas bases del conocimiento de esas reacciones y, siempre de acuerdo con el tópico, se queda uno con la impresión de que estos ingeniosos sabios ni lejos todavía se han aproximado al misterio y al drama de la acción humana.Hay otras escenas de laboratorio menos conocidas. Están los monos lactantes de Harlow, adhiriéndose y abrazándose en su orfandad a un muñeco de felpa, sustitutivo de la madre. Están los "monos ejecutivos" de Brady, desarrollando más úlceras gastrointestinales que sus compañeros pasivamente uncidos a ellos para recibir las mismas descargas eléctricas. Y las ratas de Weiss, emparejadas como en el anterior experimento, sólo que ahora con el resultado inverso de que las ejecutivas, las que podían hacer algo para poner fin a la descarga, aparecieron luego menos ulceradas. Y las de Richter, falleciendo de muerte repentina, imprevista, orgánicamente inexplicada, tras el hecho, en apariencia inocuo, de verse afeitadas en su bigote. Y las ratas obesas de Schachter, guiándose, al comer más y más, por idénticas claves estimulares -prominencia atractiva del manjar- que los humanos glotones. Y los perros de Seligman, atrapados en un arnés donde reciben choques eléctricos y aprenden la indefensión, el desvalimiento, la desesperanza, hasta el extremo de que en otra situación experimental, cuando sí podrían evitar el choque, sólo a duras penas, por la fuerza, abandonan su posición depresiva, inactiva, resignada al dolor.

Frente a la imagen común de que el laboratorio de conducta animal opera sobre las premisas de una drástica deshumanización del hombre, y trata siempre de descomponer la acción humana en los rudimentos de unos reflejos de rata, las investigaciones que he citado humanizan a los animales, los aproximan a nosotros, hacen patentes en sus pautas de comportamiento unos niveles de integración neurológica central y una carga de dramatismo que resultan inequívocamente esclarecedores de fenómenos y actos bien significativos en el hombre. Nos permiten comprender mejor no ya por qué salivamos, sino cómo y por qué amamos, enfermamos, esperamos y desesperamos. Estos animales se nos revelan "fieraniente humanos", cual el ángel de un título de Blas de Otero, increíblemente próximos a nosotros, como han sido saludados en un reciente número de revista -de "comunidades cristianas populares" por más señas-,conmemorativo del centenario de Darwin.

Claro está, por otro lado, que una distancia enorme nos separa de los parientes animales más cercanos. El hombre es el único animal que, propiamente, habla, ríe, fabrica instrumentos y presta atención a sus muertos. Aquí hay tela abundante para otro discurso, que, sin en-ibargo, no siempre resultaría lisonjero para nuestra especie. El hombre es también el único animal que ha organizado y sistematizado la agresión mortal colectiva intraespecífica: la guerra es una absoluta singularidad del ser humano. En este singularísimo logro de la humanidad, los animales que, al parecer, más nos acercan son las ratas que, principalmente bajo condiciones de hacinamiento y superpoblación,llegan a agredirse a muerte unas a otras, aunque no, desde luego, ni por asomo, con la perfección y racionalidad exhibidas por el hombre a lo largo de su historia. Los lobos no se nos parecen ya en nada; al lado nuestro, son hermanitas de la caridad, como queda demostrado no ya sólo en la leyenda franciscana de Gubbio, sino en los ritos de apaciguamiento con los que el lobo derrotado se somete y calma al vencedor en un reflejo de inmovilización, sin que éste llegue a darle muerte. Realmente aquello de Hobbes de que "el hombre es un lobo para el hombre" constituye un insulto calumnioso para el lobo. Está más justificado que algún filósofo político de la jauría alerte a los lobeznos sobre el peligro de que el lobo llegue a ser un hombre para el lobo.

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Hay otro género de proximidad de los animales con el hombre, no ya filogenética, sino física, doméstica. El animal doméstico acaba asemejándose a su dueño o dueña (a veces, también al revés). Los etólogos han ensefiado a desconfiar de las generalizaciones efectuadas a partir de observaciones de animales que conviven con los hombres. Algunos de estos animales son verdaderamente civilizados; comparten pautas de nuestra cultura hasta en el control de esfinteres, y no es de extrañar por ello que alguna vez nos sorprendan cornpartiéndolas donde no lo esperaríamos. La fidelidad del perro a su amo, el presentimiento que algunos animales domésticos parecen tener de su propia muerte, podrían muy bien constituir manifestaciones no tanto animales cuanto humanas de civilización, adquiridas por ellos justo en su convivencia individualizada con los hombres en su calidad de miembros invitados de una sociedad humana, donde reciben nombre propio y son instruidos para comportarse civilizadamente, eventualmente educados para auxiliar al hombre, como hace el perro-guía acompañante del ciego. Bajo este punto de vista, está por hacer -que yo sepa- un estudio y una teoría sistemática del comportamiento del animal doméstico corno comportamiento cultural, civilizado, y que, a partir de ahí, examine metódicamente las posibilidades de comunicación, transmisión, educación cultural en las fronteras del hornbre con sus primos hermanos. Los modestos, pero alentadores, resultados en las tentativas de enseñar a chimpancés códigos de cornunicación semejantes al lenguaje humano (la chimpancé Sarah, instruida por Premack, ha llegado a manejar un léxico elemental y unas cuantas funciones sintácticas básicas) abren ulla vía de exploración no menos apasionante que la de las órbitas interplanetarias. Muy bien cabe conjeturar que, aun habiendo emergido solamente con el hombre, lenguaje y cultura puedan, sin embargo, ser en alguna medida compartidos por otras especies animales. Extender la civilización a otras especies puede entonces llegar a constituir una aventura tan atractiva e improbable como viajar de un'lado a otro de la galaxia.

La expansión y creciente dominio de la especie humana sobre la Tierra han significado una alteración dramática del entorno ecológico de otras especies. Sólo un ecologismo romántico e ingenuo es capaz de creerse que esas especies puedan recuperar ahora su agreste paraíso primitivo no hollado por Adán, iritacto todavía de agresión y de cultura humana. En nuestro planeta, irrevocablemente, el destino de los animales, aun en la más virgen reserva ecológica, está ligado a decisiones y acciones de los hombres. Heidegger calificó metafisicamente al hombre de guardián del ser. Más a ras de suelo, lo que el hombre podría llegar a ser es guardián protector de la vida en este rincón del universo.

La relación del hombre con el animal doméstico proporciona un paradigma cultural de posibles modos de relación que no son la caza y la pesca, o la granja y el matadero, o la cruel diversión infantil con la tortura del animalejo de charca. No se mata a un animal al que en casa se le da de comer y se le llama por su nombre: eso sería casi de Código Penal. Algunos espíritus más finos llegan a hacer un problema de conciencia de matar un ruiseñor, aunque se trate de un ruiseñor anónimo. Éste puede antojarse un refinamiento irrisorio en un mundo donde se matan hombres. Pero la cultura está bordada de refinamientos nimios. La nimiedad de tratar civilizadamente a los animales, la aventura de civilizar acaso a algunos de ellos forma parte del mismo sistema por el que repudiamos todo comportamiento incivil entre los hombres y definimos -o proyectamos- al hombre como animal cultural, civilizado.

Alfredo Fierro es profesor de Psicología en la universidad de Salamanca.

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