Muerte de un poeta
Durante mi adolescencia, a finales de la segunda guerra mundial, un pariente que vivía en París, novelista ocasional y crítico de gastronomía y de literatura, Francisco Amunátegui, escribió a la familia para hablar de los poetas de la resistencia francesa y, sobre todo, de Paul Eluard y de Louis Aragon. Amunátegui era un liberal a la europea, derechista más bien civilizado y anticomunista, pero la militancia de Aragon y Eluard, que en la década de los treinta les había llevado a posiciones de marcado estalinismo, le tenía sin cuidado, frente a la notable calidad de sus poemas de guerra y de lucha contra el nazismo.Tengo a la vista un ejemplar de Le Crève-Coeur, de Aragon, editado en Nueva York y adquirido por mí en esos años en la antigua librería francesa de la calle santiaguina del Estado. Recorro los poemas, después de conocer la noticia de la muerte de su autor, y compruebo que los conozco casi de memoria. No hay lectura comparable a la de los quince años.
"Le temps a retrouvé son charroi monotone...".
La palabra charroi no es fácil de traducir. Tiene que ver con la idea de acarreo, de transporte, de pesadez. El verso se refiere a la gravitación del tiempo, a su lentitud. El poema, en el verso siguiente, anuncia que el tiempo ha vuelto a uncir sus bueyes, lentos y rojizos, que es el otoño.
"El cielo perfora huecos entre las hojas de oro".
Aragon había pasado del superrealismo al comunismo en la década de los veinte. Su ruptura con André Breton había sido uno de los acontecimientos decisivos de ese período. Aragon era hombre de opciones drásticas, extremas, que llevaba hasta las últimas consecuecias con una vitalidad intelectual extraordinaria. Su mujer, Elsa Triolet, era hermana de Lily Brik, el gran amor de VIadimir Malakovsky. Toda la poesía revolucionaria del siglo XX se relaciona de una manera directa con esos nombres. Pablo Neruda, que tenía en su mesa de trabajo una fotografía de Malakovsky, era amigo cercanísimo de Paul Eluard, de Louis Aragon, de Elsa Triolet y Lily Brik. Toda la poesía revolucionaria contemporánea y todos los problemas, los conflictos internos de esa poesía, giran alrededor de estos personajes. Maiakovsky fue el gran tribuno de los comienzos de la revolución de octubre. A pesar de eso, fue hostilizado y puesto en tela de juicio por los comisarlos y por los escritores de tendencias obreristas. No pudo soportar la tensión terrible de esos años y optó por el suicidio.
En los comienzos de la guerra, en el seno de la alianza amplia contra los nazis, Aragon, que al salir del superrealismo había escrito poesía de combate político, al estilo de Maiakovsky, encontró el tono de la mejor tradición francesa. El acento lírico de François Villon, de Charles d'Orléans, del propio Víctor Hugo, reapareció, inconfundible, en los versos de Le Crève-Coeur. El poeta asumía en ese momento dramático de la historia francesa su condición medieval de bardo: voz de la tribu. La poesía se acercaba a la canción. Le Crève-Coeur constituyó, por otro lado, una reivindicación vibrante de la rima, puesta en retroceso por los movimientos de vanguardia. En un apéndice teórico, Aragon demostró que Apollinalre, el primero de los vanguardistas, había sido un creador de rimas brillantes, originalísimas. Demostró tUmbién que los Juegos de palabras, de Robert Desnos, eran juegos rimados, que llevaban la rima hasta el extremo, puesto que ésta no sólo aparecía en las últimas sílabas, sino que "penetraba el verso entero". No había ninguna razón de principio, en buenas cuentas, para que la rima fuera excluida de las elaboraciones verbales de la vanguardia. La observación, curiosamente, puede extenderse con validez y provecho a la prosa contemporánea. Basta seguir con atención las metamorfosis y las canciones que, acompanan a Leopold Bloom en el episodio de Circe, en el Ulises de James Joyce.
Vi a Louis Aragon en París con bastante frecuencia, casi siempre en compañía de Pablo Neruda. En los últimos años, después de la muerte de Elsa Triolet, se había interesado mucho en las experiencias formalistas derivadas del estructuralismo. No me parece que fuera exactamente'un teórico; era, sí, un extraordinario comentarista de las nuevas ideas y corrientes estéticas. En su conversación se entremezclaban la vida política e intelectual de París y del mundo. Nada era ajeno a su curiosidad, que lo transformaba todo en re-
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flexión, comentario infatigable y variado, crítica acerada. En privado, se expresaba sobre la situación soviética, en especial en el terreno de la cultura, con un desenfado que podía producir asombro. A menudo surgía un militante de buena voluntad y decía, después que Aragon había disparado sus feroces andanadas: "No le hagan caso. No lo dice en serio. Lo que sucede es que le gusta mucho hablar en esa forma".
Neruda, sin confesarlo nunca de un modo explícito, establecía una diferencia notoria entre Eluard y Aragon. Eluard era el amigo alegre, íntimo, con quien se sentía en absoluta confianza. En sus poemas y en las memorias lo describió siempre como un hermano. Frente a Louis Aragon, en cambio, tenía una mezcla de admiración, de respeto y de distancia. La actitud especulativa de Aragon, su permanente asimilación de las novedades intelectuales, chocaban en algún punto, difícil de precisar, con el sentido nerudiano de la naturaleza. Hacia 1966 o 1967, cuando aún vivía Elsa Triolet y Pablo Neruda estaba de paso en París, Aragon nos invitó a cenar en su casa. Vivía en un segundo piso, cerca de los Inválidos, frente al hotel Matignon, sede del Ministerio del Interior. Recuerdo una puerta roja del siglo XVIII, de madera labrada; una sala llena de libros, con las obras completas de Balzac y de Ernile Zola; una enorme tela de Chagal y unos dibujos de Picasso. Antes de atravesar el umbral de esa casa, Neruda predijo: "¡Estamos fritos! ¡Vamos a tener que ser inteligentes toda la noche!".
Cumplimos con nuestro deber lo mejor que pudimos, pero a la salida, a medianoche, ya no sé si en la calle solitaria de Vaneau o en la de Varenne, custodiadas por los guardianes encapuchados del ministro, Neruda dio un salto de alegría infantil. "Ahora", propuso: "¡Vamos a comernos una cazuelita!" Habíamos cenado en abundancia y habíamos conversado con gravedad y con humor de los ternas del día, pero después de la tensión y de los forcejeos con el idioma, se hacía necesario un momento de expansión desinhibida, de lenguaje suelto y criollo.
En esa oportunidad, en el "hotel particular" de la rue Vaneau, me permití una ligera impertinencia con el dueño de casa. Le dije que el libro suyo que más me gustaba era Le paysan de París, novela de sus comienzos superrealistas, emparentada de cerca con Nadja, de André Breton. Aragon dejó pasar mi observación sin el menor comentario.
Después de la muerte de Elsa Triolet, a lo largo de la década del setenta, Aragon tendió a cerrar el ciclo de su evolución estética y a recuperar algunos elementos del superrealismo, enriquecidos con la teoría estructuralista. Fue un proceso notorio en sus novelas de la vejez y en sus textos sobre literatura y sobre pintura. Algunos esperaban que ese cambio estuviera acompañado de una ruptura política. Resultaba evidente, sin embargo, que Aragon estaba dispuesto a dar señales de disidencia, manifestaciones de una rebelión interior, pero que no tenía intenciones de efectuar un viraje tardío. Con todas sus veleidades, se mantuvo hasta el final como militante disciplinado.
'En este último aspecto, puedo dar un testimonio personal. Cuando regresé de Cuba, a fines de marzo de 1971, mientras Heberto Padilla seguía en la cárcel y se agitaba con gran escándalo de Prensa el llamado caso Padilla, Aragon, que todavía dirigía Lettres Françaises, me pidió que le entregara poemas del poeta, encarcelado para publicarlos. Quedé de buscar poemas inéditos de Padilla, que había tenido ocasión de escuchar en un recital en La Habana, poco antes de que su autor fuera apresado, pero en esos días Lettres Françaises desapareció. Se dijo que el PC francés le había quitado apoyo, ya que las posiciones críticas de Aragon tomaban caracteres peligrosos. ¡Vaya uno a saber! Junto con perder la revista, Aragon recibió una condecoración soviética. Se siguió el más estricto protocolo y ninguna de las declaraciones del poeta permitió saber lo que había ocurrido. Antes de terminar mi trabajo diplomático en París, a mediados de 1973, encontré a Louis Aragon en una recepción de la Embajada rusa, entre fuentes de esturión, botellas de vodka, popes barbudos (nunca he visto tantos monjes juntos como en las recepciones de esa embajada), y funcionarios de impecable traje oscuro. "Antes", me dijo Aragon, en una esquina del comedor, "en este mismo recinto, encontrabas gente de gran categoría intelectual, pero la decadencia ha sido completa, una caída en picado...".
Probablemente fue la última frase que le escuché. Si un funcionario del partido se hubiera encontrado cerca, habría corrido a decirme que Aragon hablaba en broma. No sé si hablaba en broma. Después lo vi fotografiado en la fiesta de L'Humanité, de traje de terciopelo azul y larga melena blanca, al lado de los jerarcas.
Puede que Aragon, a pesar de sus críticas privadas, no perdiera las esperanzas. Por mi parte, sospecho que el personaje, en su fuero interno, se hallaba más cerca de la rebeldía, la del superrealismo, y de la lucha antifascista, que de la revolución institucionalizada, devoradora de sus hijos. Hubo un misterio en el Aragon de la vejez, un misterio que éste, aparentemente, quiso dejar sin revelar, salvo que sus escritos póstumos nos deparen alguna sorpresa.
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