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Queridos robots

Quien quiera catar un poco de cómo será el 2000 puede hacerlo en Japón. Pero éste es el detalle, que no es preciso soñar ni aguardar el nuevo milenario, sino que el futuro ya ha sido aspirado de sus lejanos alvéolos, y es cosa de vida cotidiana en el Sol Naciente.Tampoco cabe embarcarse en una fantasiosa y wellsiana máquina del tiempo. Basta llegar a Tokio por línea regular y, una vez reencauzados tus alterados biorritmos tras veinte horas de vuelo, empezar a pasmarse.

El viajero pánfilo, procedente de la aún abigarrada Europa meridional, tiene ya muy superado el Japón de anteayer: el de las locomotoras a 180 por hora y la gente resfriada con mascarilla. Esto es pura antigualla. Ahora, el pánfilo va directamente a presenciar el voraginoso balcón del mañana: los niños japoneses provistos de computadoras personales, los coches que hablan al usuario ("Atención, se está dejando las llaves dentro"), la sangre artificial, los discos-láser. Si, a veces, tentado por el irresistible desliz del consumismo (algunos lo aliviamos con Wilde: "Puedo resistirlo todo excepto la tentación"), caes presa de las compras, dudas entre máquinas portátiles de marcianos, el reloj-radio, el bolígrafo-reloj, el encendedor musical y la calculadora-mechero. Naderías, ante lo que se prepara: el reloj-televisión, las cámaras fotográficas con vídeo, el horno de microondas que no sólo dora bien los pollos, sino que recita las recetas a la cocinera...

Esta selva sutil de circuitos parece agradable en principio, aunque tiene ribetes que complican la vida, en vez de lo contrario. Ante la tesitura de encender un pitillo, extraer una raíz cuadrada u oír Para Elisa los pánfilos podemos equivocarlo todo y quemarnos las pestañas tras realizar una innecesaria resta con decimales. Bien mirado, el bolígrafo-reloj es también otra insidia: ¿cómo vas a escribir sonetos pendiente de la hora?

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De todos modos, el baratillo de la electrónica casera es sólo un sesgo fútil de lo que se cuece en la actual política nipona de semiconductores (van hacia el megachip, fantástica estiba de un millón de bits), de ordenadores, de robots. Japan Inc., todos a una, arrasa con la nueva consigna nacional: "A por la información". Hasta el propio MITI, el poderoso Ministerio de Comercio Internacional e Industria, tiene un laboratorio donde construye robots de la llamada quinta ge-

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Queridos robots

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neración. Un eufemismo para no bautizar de diverso modo a máquinas que serán capaces de inferir significados correctos de las a menudo ambiguas órdenes de los humanos. La inferencia, otra forma de decir inteligencia, aunque sea artificial, anda en Japón a la vuelta de la esquina.

Tal es la nueva, fiebre. Hay en Japón 70.000 robots funcionando, más que en ningún otro país. A este paso, en el 2000 habrá un robot japonés por cada diez personas. Claro que quienes den¡gran a Japón, tal vez por temerlo, dirían que, para robots, ahí están los japoneses. Es una visión derogatoria y superficial de un pueblo capaz de grandes retos colectivos y tecnológicos, pero que cuando corre las puertas con entrepaños de papel de sus casas, entra en un universo lleno de furiu, palabra que nadie sabe traducir en otro idioma con sólo un concepto: elegancia, refinamiento, gusto estético, artístico y romántico. Es el furiu de un quimono, de una simple taza de té, de un jardín zen, tan esencial, que hasta prescinde de las plantas, y se limita a rocas y arena.

Pues bien, este mundo, tan preciso y bello como la instalación de los pétalos de un crisantemo, es capaz, de nuevo, de descorrer la puerta con entrepaños de papel y lanzarse a construir los más perfectos y pasmosos róbots de la Tierra.

Se ven en las jugueterías (los niños dialogan con los robots: "¿El caracol es un insecto?"), en las fábricas de automóviles, donde los robots hacen los trabajos sucios y pesados: la pintura, la soldadura, el transporte de materiales...-, y el último es un robot de la Sumitomo Electric Ltd., que puede percibir, oír y hablar. Tiene ojos, compuestos por 300.000 fibras ópticas. Reconoce un círculo, un triángulo y un cuadrado, proeza equivalente a la de un niño de seis meses, pero habla tanto y tan bien como un niño de dos años, y camina igual de tambaleante que un niño de un año. Monstruoso, dirán algunos. Bueno, serán quienes pertenecen a vetustas generaciones, para las que los robots eran sinónimos de criaturas pecaminosas, malignos desafíos a la divinidad. Otras gentes posteriores estamos encontrando simpáticos a R2P2 y a C3PO, los robots de La guerra de las galaxias, y nos parece que ya no se puede parar este planeta. Los robots pueden ayudarnos a controlarlo. Incluso los obreros japoneses no temen su competencia desleal porque les quitan de los trabajos más nefastos.

Algunos robots son incluso entrañables, el del profesor Funabuko, de la Universidad de Tokio, escancia las medicinas y acerca el vaso a los labios del paciente. ¿Cómo temer a tan caritativa, aunque gélida, manita? El de Ichino Kató, el WL9DR, camina como un hombre: sólo es un poco lento, tiene un ojo televisivo en el pecho y, cielos, qué lentos y azarosos los cuarenta segundos que emplea en subir cada peldaño. Sin embargo, todavía no se le conoce una sola caída.

El más culpable, fascinante y retorcido es el señor Shunehi Mizuno, que parece una mosquita muerta, gordito y con gafas. Nadie le supondría un Frankenstein. Sin embargo, es el padre de los cybots: nada de chaparros robots todo ferretería y lucecitas. Sus cybots son exactas copias de seres. Ha hecho ya un impresionante Edison, un Kennedy, un Tomasuburo Bando, gran actor de kabuki. Y, ahora mismo, exhibe en Japón una fabulosa Marilyn Monroe. Uno, que la acaba de ver al natural, piensa que da mal en las fotos. Pero, al natural, es una Marilyn deliciosa, canta Río sin retomo con modosa, lascivia, tiene una piel tan tersa, que un Berlanga o un Piccoli no lo pensarían dos veces, y te guiña el ojo y tú te lo crees.

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