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Reportaje:

Pasaporte para una muerte dulce

Cada vez son más numerosos en Europa los movimientos que defienden el derecho del enfermo grave a la eutanasia voluntaria

A los pocos meses de sufrir su segundo accidente de. moto, Ramón Chao tomó una decisión que ya le venía barruntando desde hace más de diez años. Los dos accidentes habían ocurrido en pleno centro de París, en medio del trayecto cotidiano que sigue Ramón Chao para acercarse a la redacción de Radio Francia Internacional, donde el periodista gallego dirige las emisiones en español. La primera vez hubo de ser escayolado; en la segunda salió milagrosamente ileso. "Pero soy consciente de que estas; caídas pueden ser sólo el ensayo de un próximo accidente realmente grave... Y a mí lo que me preocupa es quedar seriamente inválido o inconsciente durante años y que, con los adelantos que hay ahora, te conserven indefinidamente como un cadáver de hospital al que se va a ver los domingos por piedad. Yo, en ese caso, lo que quiero es que me dejen morir".Desde abril de 1981, Ramón Chao guarda en su cartera, apretujado entre otros documentos, un carné singular, todavía poco extendido en Francia y prácticamente desconocido en España. Es un pasaporte para morir extendido a su nombre. Junto a una foto del interesado, se indica que es el socio 1.209 de la Asociación Francesa para el Derecho a Morir con Dignidad. En el dorso de la cartulina figura el testamento biológico del titular, en el que expresa cuál es su voluntad en caso de que llegue el día en que pierda la lucidez y no pueda decidir por sí mismo. Y especifica que no se le mantenga en vida por métodos artificiales, que se le suministren calmantes contra el dolor, aunque se adelante así la hora de la muerte, y que se le permita morir con dignidad, recurriendo incluso a la eutanasia activa "si la medicina no puede garantizar el restablecimiento de sus facultades mentales o físicas". Hoy por hoy, tal testamento no tiene validez legal en Francia y los médicos no están obligados a seguirlo. "Pero tiene un valor moral evidente".

Ramón Chao sólo tiene 46 años, pero su acción previsora se proyecta hacia el futuro. "Puede llegar un momento en que la vida no merezca vivirse por su falta de calidad o por la vanidad de no soportar la propia imagen decrépita, y en ese supuesto lo más lógico sería suprimirse". Al ser miembro de una asociación pro eutanasia, piensa que será más fácil salvaguardar su decisión, "porque si llego a un estado de pérdida de la razón y no soy capaz de elegir en ese instante, lo quie cuenta es lo que he decidido ahora en estado consciente".

Hay en la actualidad veintidós asociaciones a favor de la eutanasia voluntaria, repartidas entre quince países. La más combativa es la asociación inglesa Exit (Salida), que reivindica el derecho a morir sin sufrimientos y defiende -el suicidio racional por motivos de salud- o de deterioro físico irreversible. Exit cuenta ahora con 10.000 miembros, la mayoría de ellos mayores de sesenta años y con un predominio de mujeres, Entre sus miembros hay clérigos de diferentes confesiones y médicos de prestigio, así como personalidades influyentes. Afirman que "no existen diferencias esenciales entre la eutanasia pasiva y activa, sino que lo importante es que cada persona tenga derecho a morir cuando.esa sea su voluntad". No aceptan, por la misma razón, la eutanasia clásica, cuya decisión descansa exclusvamente en el médico y en la familia; sólo propugnan la autoeutanasia, aunque a veces sea necesaria la ayuda ajena para llevarla a cabo.

Choques con la ley

Pero los escándalos más ruidosos, acompañados de la solidaridad o de la animadversión de sectores de población contrapuestos, han sido los casos en los que el suicida ha contado con la ayuda de una mano amiga. Desde 1961, fecha en que se despenalizaba el suicidio en Inglaterra, pero, en cambio, se condenaba hasta catorce años a quienes ayudaran a los suicidas en sus propósitos, la ley británica se ha topado con una treintena de casos en los que los propios enfermos habían pedido ayuda a sus amigos y familiares. Patético fue el caso del matrimonio Humphry. "Hoy es el día", le dijo Jean Humpliry a su marido una mañana de marzo de 1975. Jean se encontraba en la fase final de un cáncer de espina dorsal que empezaba a extenderse al cerebro. "Moriré hoy a la una; estoy contenta porque sé exactamente lo que quiero y dónde estoy". Tres años después, Derek Humphry, redactor del Sunday Times, escribió un libro, El camino de Jean, donde revelaba cómo ayudó a morit a su esposa, suministrándole una dosis letal de analgésicos en el café. La segunda esposa de Derek Humpliry, Ann, le ayudó a escribir el relato y ha fundado una nueva sociedad pro eutanasia voluntaria en California.

La legislación más permisiva es la de California, donde desde 1976 se reconoce el derecho a morir de enfermos agonizantes mantenidos con vida por medios terapéuticos. En Europa, por el contrario, las sociedades eutanásicas van por delante de las leyes y sus colisiones con las normas establecidas son constantes. Los jueces, sin embargo, tienden a mostrarse clementes.

En Holanda, casi un paraíso para los partidarios de la eutanasia, la presión popular ha librado a Klasien Sybrandy de ser condena da como incitadora nacional al suicidio. Tras una larga encuesta judicial sobre las actividades del Centro de Información sobre la Eutanasia, que dirige la señora Sybrandy, no se halló causa que motive su cierre. Sin embargo, es público y notorio que el centro administra fármacos letales a las personas que lo solicitan de forma insistente y reflexiva tras haber suscrito un contrato en el que manifiestan su deseo de morir dulcemente.

Al menos dieciocho españoles son miembros de Exit, aunque la asociación no ha querido revelar sus nombres a EL PAÍS,ya que, según explicaron a nuestro corresponsal, Andrés Ortega, se trataba de datos confidenciales. No se sabe, sin embargo, si en España puede surgir una sociedad similar, hoy por hoy inexistente y en todo caso ¡legal, e incluso si podría encontrar adeptos.

"Yo creo que los españoles no manejamos bien la idea de la inuerte", dice el doctor Alfonso Orueta, director del Gran Hospital de Madrid. "La actitud mediterránea ante la muerte es mucho más dramática y visceral que la nórdica, fomentada posiblemente por la educación ambiental y religiosa. Yo he tratado a personas con un miedo atávico, casi animal, hacia el trance de morir. Con frecuencia, los pacientes se dejan engañar de una manera casi ingenua antes de preguntar directamente si se van a morir".

"Habría que intentar recuperar la muerte natural, esa muerte antes cotidiana del enfermo que muere en su casa rodeado de su familia", señala el doctor Carlos Borasteros, especialista en cuidados intensivos. "La muerte en un hospital siempre es trágica, pero lo más triste no es que un anciano irrecuperable permanezca aparcado en una planta a la espera de la muerte, es mucho peor que alguien se empeñe en que no se muera y le empiece a hacer perrerías, a ponerle tubos y catéteres".

"Rezo mucho a la Virgen"

Las UVI (unidad de vigilancia intensiva), a menudo ofrecen un espectáculo macabro de seres semiagonizantes a los que.se les somete a maniobras agresivas, como una ventilación mecánica o una alimentación por sonda, cuando ya no existe gusto por vivir. Personas atadas a su cama y a sus máquinas y en un estado tan lamentable que ya no es posible preguntarles si desean vivir o morir. "Me gustaría irme a casa, sí, pero si me tienen aquí, ellos sabrán, será para bien", respondió Graciliana, 79 años, con un hilito de voz. A la pregunta de cómo se encontraba, ,contestó quejándose de lo que le pesaba la sonda. "Yo sé que ya llega mi hora y estoy preparada, rezo mucho a la Virgen", comentó a la periodista. "He dudado mucho antes de mantenerla aquí", explicó el doctor Eladio Precioso, médic9 de guardia ese día en la clínica Fuensanta, de Madrid. "Es una cirrótica condenada a muerte, tiene ascitis (hidropesía), ingresó con un pronóstico muy dudoso y apenas tiene posibilidades de salir adelante. Así se lo dije a la familia: "Si sale bien, estupendo; si no, se nos queda aquí". Ellos me consultaron inseguros: "¿Nos la llevamos?". Yentonces decidí: "No, que se quede, vamos a intentarlo".La mayoría de los médicos españoles actúan de una manera exageradamente tradicional, repitiendo las indicaciones del código deontológico de ua manera rígida. "A veces se toman decisiones poco razonables, aunque sean ortodoxas", confiesa Carlos Borasteros.

"El problema fundamental que tiene el enfermo es que no dispone de información", señala A. V., una abogada de treinta años recientemente operada de cáncer. "Generalmente, los únicos que tienen la verdad son el médico y la familia, pero lo trágico el que el problema es mío, no de ellos, se trata de mi vida; yo soy quien tengo que decidir qué hago con mi vida y con mi muerte, porque lo que para unos puede ser una solución, puede no serlo para otros". A. V. ha sufrido cuatro operaciones y ha tenido que librar batallas, para que su marido y los médicos le dieran una información puntual de su diagnóstico.

"Asumir la muerte"

"Yo creo que la vida no puede gastarse en una batalla contra la muerte. La muerte hay que asumirla, todos la tenemos muy cerca y para mí es más importante participar en la vida que me quede en vez de gastarla en alargarla". No ha querido operarse una vez más, .porque sabía que me iban a amargar con una nueva operación, sólo porque querían cerciorarse de que todo iba bien". Es especialmente crítica con la quimioterapia, y asegura que "hay que calibrar lo que te ofrecen y el precio que te cuesta. Yo no sé lo que haría en el caso de que se me reprodujera el cáncer, sólo sé que no quiero pasarme la vida en un hospital recibiendo tratamientos continuos; cuando me toca ir a la quimioterapia y encuentro a gente con cánceres avanzados siempre me digo: 'Mientras puedas sal de aquí', creo que en un caso extremo sólo me trataría con calmantes y trataría de hacer una vida normal, aunque sea más corta. Pero no sé si entonces pensaré igual, porque cuando eres joven, es más fácil rehusar una mala calidad de vida; luego, cuando el miedo te come, llamas vida a cualquier manera de vivir".

Sólo el 5% de los enfermos graves conocen su diagnóstico exacto. Un alto porcentaje de españoles se muere sin saber de qué y por qué. La familia teje una tupida red protectora sobre el paciente y exige un- silencio amenazante al médico. El profesional, por su parte, también prefiere eludir ese cara a cara dramático. Así, cuando el enfermo está lúcido, se manipula su esperanza con cuentos de hadas o se le dulcifica el diagnóstico; cuando su estado es irreversible o está inconsciente, es demasiado tarde para decidir. A la hora final, para bien o para mal, siempre serán los médicos los que decidirán por él.

Son decisiones terribles, casi sobrehumanas. "Yo le pedí al íntensivista que quitara el respirator a mi padre y no me arrepiento, volvería a hacerlo otra vez", afirma Fernando Llarsa, conocido médico de Zaragoza. "A mi padre le daba pavor la UVI, estaba agonizando y aquel martirio del respirador artificial añadía una nueva angustia al trance de niorir". Tenía 69 años y había sido sometido a cuidados intensivos durante veinte días interminables. "El sabía que se moría, me lo preguntó con crudeza y yo le dije que probablemente sí, pero que íbamos a operarle para poner todos los medios. Tenía un cuadro'peritoneal que luego se le complicó, él luchó como un descosido, pero llegó un momento en que aquello era irreversible, era absurdo prolongarle la vida conectándole a media docena de aparatos. Yo creo que mi padre tenía derecho a morir en paz".

La experiencia familiar influye poderosamente en la forma de afrontar la propia muerte. "Yo pido la eutanasia para mí, precisamente porque quise acortar los sufrimientos de mi padre y no pude", declara Mariette Artigas, 45 años, pintora y ceramista catalana. "Mi padre estuvo ocho años viviendo en casa prácticamente inconsciente, con la cabeza perdida, víctima de una arterioesclerosis crónica. Pensé muchas veces que1o mejor era acabar, y si alguien me hubiera apoyado quizá lo hubiera hecho, pero siempre me detuvo la idea de que él no tenía juicio y de que yo no podía erigirme en juez de su vida y de su muerte".

Traumatizada por aquel suceso, Mariette Artigas dice que "si pierdo la cabeza o me encuentro en un caso extremo, yo escogería morir. Muchas veces he querido decírselo a mi hija, pedirle que si ella puede hacerlo, me evite un final como el de mi padre. Pero creo que sería un peso demasiado grande para ella y por eso ahora me interesa conocer el funcionamiento de las asociaciones en favor de la eutanasia voluntaria. Si yo pudiera dejar por escrito que si quedo inconsciente quiero que me eliminen, no tendría que involucrar en el tema a nadie".

Sólo una exigua minoría de enfermos deshauciados llegan a plantearse la vía de la eutanasia. Esta periodista ha hablado con más de veinte personas internas en hospitales por enfermedades graves o sometidas a tratamientos agresivos. Algunas de ellas en un estado físico tan lamentable que hubiera sido brutal e inútil una pregunta directa. Por su pasividad y por su voluntad sumisa ya indicaban a gritos que hacía mucho tiempo que habían abdicado de su soberanía personal y se habían puesto, sencillamente, en manos de otros. Los más sanos, sin embargo, no se veían en situación extrema como para plantearse un desenlace rápido y aunque lo estuvieran, e incluso aunque desearan morir, no osarían adelantar un minuto la hora de su muerte. "Mire, yo soy católico", ha sido la respuesta más repetida. 0 como Mari Carmen Gonzáles Santoyo, de 38 años, interna en el oncológico para seguir un tratamiento anticancerígeno, "al menos tengo que vivir diez años por mis cuatro hijos". Los más jóvenes, sin embargo, prefieren la muerte al sufrimiento y sólo resistirán hasta el final con calmantes'. Los más mayores, aunque reporten mal su enfermedad, sufren un mayor pánico ante la muerte..

Una decisión difícil

Ni siquiera la certeza de la muerte como algo próximo facilita al paciente la elección entre la vida y la muerte. J. C., de 45 años, médico cirujano, es víctima de una enfermedad profesional, una hepatitis irreversible que ha puesto plazo a su vida. "Nunca hasta ahora había llegado como médico hasta el fondo de la soledad y del sufrimiento del enfermo incurable". Vive la terrible contradicción de querer vivir a tope, segundo a segundo, precisamente ahora que sabe que su existencia será corta. "Siempre he vivido proyectándome hacia el futuro y apenas he vivido el presente. Ahora he aprendido a amar el hoy, pero la muerte no me la quito de encima desde que me levanto hasta que me acuesto, a veces siento ganas de huir, de coger un barco y escapar a Indonesia..., pero sé que tengo que empezar a asumir que voy a morir, que, aunque no quiero desaparecer, tan sólo soy una mínima parte del universo que ha de volver a la tierra de donde nací".

Su condición de médico le hace tener unas ideas muy exactas sobre su fin. "Yo voy a seguir tratándome y voy a seguir trabajando, pero el día que esté mal, que me dejen morir tranquilo, que no me inflen a goteos. Me da igual vivir un año más o menos, lo que me importa es vivirlo al ciento por ciento, me irrita vivir excesivamente condicionado por la enfermedad". Pero precisa que sólo le dejaría de interesar la vida "si pierdo la capacidad mental, el límite estaría precisamente ahí, porque cuando el cerebro está bien, uno tiene muchos mecanismos para compensar casi todas las deficiencias físicas. En cualquier caso, yo creo que cada persona es libre de utilizar su cuerpo y su vida según sus creencias y defiendo el derecho a morir y hasta el derecho al suicidio para los que tengan esa determinación y sean capaces de llevarla a cabo. "Yo no vla muerte, y no puedo evitar que las creencias religiosas me influyan, a pesar de ser un científico".

Eutanasia 'permitida'

En la práctica, el único consuelo que se permite al moribundo son los calmantes, aunque indirectamente acorten su vida. Es la única eutanasia admitida, por cuanto que dulcifica en parte la agonía y a veces se utiliza conscientemente como única salida. "Mi marido no necesitó opiáceos, pero estuvo los últimos días a base de dolantina", afirma Mercedes Montalvo (sedudónimo pactado en la entrevista), de 37 años, y médica de profesión. "Sufría tanto que yo sentí la contradicción de que quería que se muriera, pero no puse los medios, porque quería que él, de alguna manera, se diera cuenta de que se moría, que llamara a un sacerdote y agonizara en paz. Lo que sí hice fue utilizar todos mis conocimientos para acortarle la agonía. Recuerdo a una monja de la clínica que me decía: "Pero ¿otra dolotrina?, usted sabe muy bien que es depresora...". Claro, eso era justamente lo que quería, calmar su agitación, adormecerle".

La eutanasia voluntaria va aún más lejos y reivindica que el protagonista y auÍor de la muerte sea el propio enfermo y no el médico. Para las asociaciones pro eutanasia, el médico es sólo un instrumento de los deseos del moribundo, un papel que los médicos consideran poco digno.

"Pero yo me pregunto con qué derecho el médico quiere seguir siendo el mago, el padre salvador del enfermo y el único que puede decidir sobre una vida que no le pertenece", se pregunta el filósofo Gabriel Albiac. "Entiendo que algunos enfermos se pongan en manos del médico y le exijan ese rol cuasidivino, pero cómo puede aceptarlo conscientemente el médico, cómo puede jugar al gran padre sin sufrir una tensión dramática? Aunque él sepa mejor lo que hay que hacer, aunque tenga razón, no deja de ser despótico e inmoral sustraer al individuo en una toma de decisión sobre su propia muerte".

Frente a todas las ideas establecidas, la eutanasia voluntaria reclama una decisión madura, libre y autónoma. El único peligro que plantean de sociedades como Exit es hacer pensar que es más méritorio y progresista pedir ese tipo de muerte y presionar a la opinión pública para que la siga. La propia Exit, contestando a una pregunta de este periódico, ha asegurado que no es una sociedad progresista. "Simplemente, buscamos una salida".

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