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La "Novena", de Beethoven, convirtió el Real en una fiesta

La presencia de unos setecientos jóvenes en las escalinatas interiores del teatro Real, de Madrid, es desde hace algún tiempo un espectáculo corriente en las noches musicales del mencionado coliseo. Esta vez, el pasado miércoles, la justificación de la avalancha era triple. Por una parte, la evidente atracción que ejerce sobre todo el mundo la genialidad de Beethoven.

Por otro lado, la presencia de Daniel Barenboim al frente de la Orquesta de París. Y, por fin, no cabe duda de que la actuación en Madrid, interpretando a Beethoven, del Orfeón Donostiarra era otro de los acicates de uno de los más espléndidos festivales de música que se han celebrado en Madrid en los últimos tiempos.El teatro Real era una fiesta. A la trilogía Beethoven-Barenboim-Orquesta de París se unía en esta ocasión el binomio Orfeón Donostiarra, Novena sinfonía. Y el todo Madrid de los grandes acontecimientos se dejó caer por el teatro de la plaza de Oriente. Una hora antes de comenzar el concierto, con el que se clausuraba el ciclo sinfónico beethoveniano, todas las puertas del gran coliseo madrileño se hallaban bloqueadas por un público fervoroso que presentía hallarse ante un hecho artístico memorable.

Muchas figuras de la vida profesional, artística y oficial de Madrid, pero también innumerables estudiantes de cursos superiores y universitarios, en este último caso sin localidades, pugnaban por alcanzar las celestes repones de la Oda a la alegría, de Schiller, con música de Beethoven.

Una vez más, Ibermúsica había llevado hasta Madrid el aire, y a los madrileños el ánimo, de las grandes ciudades musicales del mundo. Una vez más, Alfonso Aijón, ese humanista apasionado de la música metido a empresario, recibía lo que para él supone cumplida compensación al enorme riesgo económico de este tipo de empresas: la íntima satisfacción del gran éxito artístico y de asistencia al Cielo Beethoven.

Improvisado auditorio

El teatro Real supo estar a la altura de la respuesta popular y abrió sus puertas al multitudinario público juvenil que, en la calle, confiaba encontrar la forma de colarse. El vestíbulo se convirtió, por medio de un circuito interior de televisión, en improvisado auditorio que, en absoluto silencio, siguió el desarrollo de la Novena desde fuera, participando del delirante triunfo final.

El comentario general que se escuchaba al término del concierto desmiente la tradicional creencia de que la música clásica es patrimonio de minorías y de que no hay verdadera afición. Es posible, por otra parte, que tales expresiones sean ciertas desde los actuales planteamientos, pero las interminables ovaciones a los intérpretes, así como la palpable emoción de todos los espectadores durante la ejecución de la Novena, el clima de hermandad en el arte que se ha respirado durante todo el ciclo, hicieron a algunos parafrasear al cantor de Mío Cid: "¡Qué gran gente si tuviera buena música!".

Crítica del concierto en página 29

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