Los padres de los 50 niños muertos en Ortuella arrastran la tragedia un año después
Justamente, a la entrada de la localidad, sobre un montículo situado a la derecha de la carretera, un monolito recuerda el drama de una pequeña población de algo más de 9.000 habitantes. Ocho metros de mármol blanco simbolizan una flor truncada en la parte inferior. Varios pétalos caídos insinúan formas de palomas que quieren volar. Es el Monumento a la vida.
Bastarán unas horas de estancia en Ortuella para comprobar que los realmente afectados por la resaca de la tragedia no han sido tanto' los niños como sus padres, los adultos: trabajadores, inmigrantes en su mayoría, que llegaron en los últimos veinte años desde Andalucía, Extremadura y Galicia. Confirmará pronto el periodista que en el pueblo el ambiente está bastante deteriorado; que hay, en general, malestar por el retraso en la llegada de soluciones, y que en la calle hay tensiones entre quienes desean mantener viva la tragedia, acaso porque no han sido capaces de asumirla, y quienes piensan que «hay que seguir viviendo».
Quizá nunca pensó el socialista Manuel Fernández Ramos, alcalde de Ortuella, que aquellas palabras que, con amargura, pronunció veinte días después de la explosión que rompió el pueblo iban a ser tan premonitorias. «Ha llegado», dijo entonces,-«la hora de menos ofrecimientos y más hechos. Pedimos soluciones. Las flores del cementerio están marchitas y algunas personas e instituciones están olvidando ya la tragedia de Ortuella, cuando, precisamente, empieza ahora».
Víctima de una sobrecarga de actividad, de las tensiones y problemas vividos, ha sido el propio alcalde de Ortuella. Un exceso de celo voluntarista, que le llevaba a pasarse el día en su despacho, colgado del teléfono o en un puro viaje, tratando de abarcarlo todo -en una actitud alabada por unos y criticada por otros-, le ha mermado la salud y permanece reponiéndose física y psíquicamente «en paradero desconocido».
En ausencia de Manuel Fernández Ramos, como portavoz de la Corporación municipal, el concejal de Gobernación, José Antonio Villanueva, de Euskadiko Ezkerra, al referirse a la gestión realizada, empieza por destacar «la total dedicación del Ayuntamiento, que durante los cinco primeros meses no abordó prácticamente otros problemas que no fueran los derivados de la catástrofe ».
«Ante lo que se nos venía encima», recuerda, «quisimos superar la situación a base de dedicación plena. No era esa la solución. Faltaba, desde el primer momento, un modelo de actuación; saber qué hacer en un caso como aquel. Eso sí, desde el primer momento, ante una situación excepcional como aquélla, solicitamos del Gobierno español soluciones extraordinarias, porque veíamos ya entonces que las "vías ordinarias" podían bloquear esas soluciones».
«Ese modelo de actuación también le faltó al Gobierno español. No existió en los primeros meses», afirma el concejal, «esa persona designada en Madrid, con suficiente autonomía y autoridad en los distintos ministerios -a los que se pedía se cumplieran las promesas hechas-, a través de quien canalizar las gestiones».
No puede olvidar tampoco José Antonio Villanueva, que entre los meses de diciembre a marzo ocurrieron muchas cosas en España. Calvo Sotelo sustituyó a Suárez y se llevaron a cabo remodelaciones minísteriales. Y hubo un 23 de febrero. Esa confusión que se produjo, que llegó, de alguna forma, a congelar la Administración, afectó de lleno a la resolución rápida del problema que se le había planteado a Ortuefia.
«Se produjo», indica Villanueva, «una burocratización de las gestiones en marcha, para cubrir las primeras necesidades del pueblo, que sólo se ha podido superar desde que en los últimos meses Marcelino Oreja se ha convertido en interlocutor válido. No hay que olvidar tampoco el gran apoyo que nos ha prestado y presta en todo momento la Diputación de Vizcaya».
«Pero el vacío producido en los primeros meses por esa burocratización, que ralentizaba y aún ralentíza soluciones a problemas -algunos nímios- ha creado ya malestar y tensiones entre los distintos colectivos del pueblo, que pudieron haberse evitado, y que aún subsisten, en cierto modo, pese a que la mayor parte.de las promesas hechas se han visto cumplidas».
En diciembre de 1980, el alcalde de Ortuella presentaba al entonces presidente , Adolfo Suárez, un informe en el que se enumeraban «las necesidades prioritarias a realizar a corto plazo». Era una forma práctica de asumir, de concretar, el interminable rosario de promesas que todo tipo de autoridades hicieron al pueblo el día de su drama.
En la relación se pedía al Gobierno español: abono de todos y cada uno de los gastos relacionados con el funeral y subvención económica al Ayuntamiento para hacer frente a los gastos extraordinarios producidos con motivo del accidente; terrenos para un campo de fútbol; construcción de nuevas escuelas; ampliación del equipo psicopedagógico de apoyo concedido por el Ministerio de Educación; concesión de becas a los escolares heridos y a los hermanos de los fallecidos, y fijación de pensiones «dignas» para los familiares de los adultos muertos en la explosión.
Con respecto al primer punto, el del dinero contante, hubo, desde el primer momento, compromiso formal del Gobierno español de hacerse cargo de los gastos. En un documento del Ayuntamiento de Ortuella (al que tuvo acceso EL PAIS) consta que los gastos mencionados ascienden a 14.874.209 pesetas, y los ingresos, a 6.777.147 pesetas. El Gobierno adeuda, pues, al Ayuntamiento de Ortuella más de ocho millones de pesetas.
Entre los gastos se incluyen, entre otras partidas, más de cinco millones del funeral y obras en el cementerio, un millón para investigaciones y otro para indemnizaciones a concejales por días de trabajo perdidos.
Por lo que hace a los ingresos, la relación es escueta y clara: 345.000 pesetas, de las Juntas Generales de Vizcaya (noviembre de 1980),500.000 pesetas, de Presidencia de Gobierno (enero de 198 1) casi dos millones del Ministerio del Interior (agosto) y cuatro millones de la Diputación de Vizcaya, en concepto únicamente de préstamo, que Regaron en septiembre.
Fútbol
o escuela
Ese fue el dilema que se planteó en el pueblo de Ortuella en los días siguientes a la tragedia, cuando el Ayuntamiento, padres y profesores decidieron que las escuelas provisionales debían construirse en el campo de fútbol local. Se produjeron entonces las primeras fricciones ciudadanas entre los que estaban a favor y en contra de la idea.
Al final, el C. D. Ortuella, que milita en primera regional preferente, cedió siempre y cuando a cambio el Ayuntamiento le abonara los gastos de desplazamientos para entrenarse y jugar en otros campos (partida que en la cuenta de gastos se cifra en más de cuatro millones de pesetas) y buscara terrenos apropiados para construir un nuevo campo. Esa es una, gestión aun hoy no concluida.
No tenía terrenos el Ayuntamiento y sus urbanistas se fijaron en 20.000 metros cuadrados que, en principio, eran propiedad de Renfe. El alcalde de Ortuella y representantes de esta entidad estatal han negociado desde noviembre una soluci ón por la que Renfe cederá los terrenos en cuestión a cambio de otros municipales que ha de recalificar el Ayuntamiento.
La sorpresa se produciría recientemente cuando se comprobó que una franja de esos terrenos eran propiedad de un vecino que, deseando aprovecharse de la situación, quiere vender al doble del precio que tasan los peritos. A la vista de este nuevo obstáculo, están muy avanzadas las gestiones para que el Consejo de Ministros, a petición de la Corporación de Ortuella, declare de «utilidad pública» el proyecto del campo de fútbol -que abriría vía a la expropiación-, que costeará (veinticinco millones de pesetas) el Consejo Superior de Deportes:
Más verde está el proyecto para la construcción de dos nuevas escuelas -las definitivas-, de dieciséis unidades cada una, que, con cargo al Ministerio de Educación, debían de haberse iniciado a comienzos del presente curso escolar.
«Una vez más, la falta de terreno de propiedad municipal ha planteado problemas», explica Daniel Arranz, del PC de Euskadi, concejal de urbanismo. «El Ministerio de Educación pagará las escuelas. Ha aceptado que se nos consulte en el diseño y que elijamos arquitecto. Ante el titubeo de la Administración a la hora de hacerse cargo también de la compra de terrenos, medió la Diputación de Vizcaya, cuya comisión de gobierno ha aprobado ya un presupuesto a tal fin. En breve se iniciarán las negociaciones con los propietarios de los terrenos».
Una escuela
de juguete
A escasamente cien metros del obelisco que recuerda la tragedia, sobre lo que era el antiguo campo de fútbol, se levantan las escuelas prefabricadas de Ortuella, que provisionalmente sustituyen a las siniestradas. Con un coste de ochenta millones, que sufragó el Ministerio de Educación, se abrieron a finales de febrero de este año.
En el centro del rectángulo que conforman las cuatro naves de materiales ligeros hay una pista polideportiva donde un grupo de chavales emulan a Dani o Satrústegui. El color morado tenue de las paredes exteriores contrasta con los cremas y naranjas del interior. En los pasillos corretean niños pequeños, alegres y despreocupados. Alguno de ellos perdió un hermano, un amigo o la mitad de la cuadrilla. Todo está limpio y cuidado.
Iñaki Fuente Quintana, maestro de una escuela en la que la edad media de los profesores supera en poco los treinta años, tiene ganas de hablar de las quejas de aquéllos, y especialmente del tema de las pensiones solicitadas para los familiares de sus dos compañeros y de la cocinera, muertos en la explosión. «Pedimos para ellos pensiones dignas, y tras muchos meses de gestiones les han dado una cantidad ridícula».
«A los tres hijos de Joaquina, la cocinera, les queda una pensión de 26.600 pesetas, y a la esposa de Goyo, el profesor fallecido, se le ha asignado una cantidad de 17.000 pesetas. Más escandaloso es el caso de Conchi, la profesora. Era sustituta contratada y legalmente sin derecho a ninguna prestación. A su marido e hijos les queda una pensión de 11.740 pesetas. Es una vergüenza que el Ministerio obligue a las empresas privadas a tener bien regularizada la situación de sus trabajadores mientras tiene empleados en situación irregular. Y este no es un caso aislado ».
La entereza se llama
María Teresa
Con más paciencia que una santa, pone orden en una clase de primero de EGB «que le ha tocado vigilar». En medio de un tremendo guirigay de niños, que entran, salen y se empujan, nos recibe, no sin reticencias, María Teresa Ormaechea, directora de las escuelas provisionales. Lo era también de las siniestradas, en las que perdió a uno de sus dos hijos, un chaval de seis años.
«Al oír la explosión corrí de un lado para otro, como atontada. Busqué la clase de mi chiquillo. Sólo cuando le vi muerto me di cuenta de que había más niños muertos», recuerda un año después. Sin embargo, empezó a trabajar aquel mismo día. «No podía quedarme en casa llorando. Había mucho que hacer allí y yo necesitaba estar con gente serena, con los maestros. En la escuela, la verdad, no tengo tiempo de acordarme que perdí un hijo en la explosión. Hay que seguir viviendo y ser útil a los chavales». No obstante, cuando hace balance de lo que ha sido el año pasado habla de frustración. «Las necesidades urgentes las queríamos ver satisfechas entonces, no un año después, cuando ya se ha creado la desazón en el pueblo y hay problemas de entendimiento entre los padres y entre los colectivos ciudadanos».
Vacío y
dramatización
A media tarde, en el reducido campo de fútbol de las escuelas prefabricadas, juegan un partido de fútbol alumnos contra profesores. Mezclado entre estos últimos está Iñaki Beitia, el psicólogo que, en unión de una pedagoga y un asistente social, y en colaboración con otro equipo similar que se instaló en el módulo psicosocial del pueblo, ha seguido más de cerca que nadie las secuelas del accidente.
El equipo empezó a trabajar en enero de 1981 sin cobrar sueldo alguno hasta mayo. -El pueblo había pedido un equipo de diez miembros que al final se quedó en tres. Hoy, tras un peloteo entre departamentos de educación de los Gobiernos español y vasco, dependen de este último, que les ha ampliado el contrato por un año más, «pero», precisa, «sin presupuesto de material».
«Ante una experiencia masiva de muerte en un pueblo tan pequeño, faltó en los primeros meses un equipo capaz de afrontar la asistencia de grupo», sentencia Iñaki Beitia. «A los familiares de los niños afectados y, sobre todo, a los de las víctimas se les había creado la conciencia de que estaban enfermos, de que necesitaban asistencia. Ese vacío de asistencia, unido al descontento provocado por el retraso en la solución a otras necesidades planteadas, se vivió en los padres como un abandono y creó malestar en la calle y deterioro ciudadano, que devino a veces en enfrentamientos verbales entre los familiares de las víctimas y de los niños heridos».
En la Memoria de trabajo del equipo del que forma parte Iñaki Beitia, remitido en mayo de 1981 a la Consejería de Educación del Gobierno vasco, entre otras consideraciones esclarecedoras sobre el fenómeno social producido en Ortuella a partir del 24 de octubre se habla de dramatización de los hechos. «Una dramatización colectiva del suceso», matiza el psicólogo, «que impregnó las relaciones cotidianas y de alguna manera ha mantenido viva la tragedia».
Es tajante el informe citado al concluir que los alumnos del colegio Marcelino Ugalde son el colectivo de Ortuella que mejor ha superado el trauma. «Han recobrado, incluso los supervivientes de primero de EGB, el tono normal de conducta a nivel colectivo», diagnostica Iñaki Beitia. «A nivel individual es indudable que algunos presentan cuadros de miedos. Hay que comprender que a partir de aquel suceso los chavales tomaron conciencia de que la muerte puede estar a la vuelta de la esquina».
Tuvimos la oportunidad de comprobar el buen estado en que se encuentran los escolares de Ortuella al encerrarnos en un aula con una docena de alumnos de octavo de EGB. La mayor parte de ellos prefiere no hablar del día del accidente. José Angel -para quien su meta es ser futbolista- coincide con Alberto y Pili -que sueñan con ser ingeniero y peluquera, respectivamente-: «Ahora hablamos muy poco del tema. Antes nos pasábamos el día con lo mismo. Hoy tenemos otras preocupaciones, como son conseguir escuelas nuevas e instalaciones parajugar».
«A los mayores se les oye hablar mucho del tema todavía. Van a menudo al cementerio -incluso los que no perdieron un hijo- y están como amargados», comenta Miguel Angel. «Sí», añade Tomás -que quiere «aprender un oficio» en seguida-, «para los mayores aquello fue más tragedia que para nosotros, que la sufrimos de cerca ».
«A los escolares de Ortuella», comentaría luego el psicólogo, «más que la explosión en sí les ha impresionado el montaje del funeral, las reacciones de los mayores ante la muerte, el luto riguroso, el continuo iíy venir al cementerio de los padres y el desbarajuste de la población».
Los padres
no hablan
Las distintas gestiones realizadas para lograr testimonios directos de los padres de las víctimas chocaron con la negativa. Hay pacto estricto de silencio entre ellos. «Hemos decidido no hacer declaraciones hasta que pasen estas fechas. Hablaremos en su día».
«A la vista de que una serie de temas no se arreglaban, los padres de las víctimas se han creado conciencia de grupo, hasta cierto punto marginal, que se siente protagonista de la historia y que se cree capaz de arreglar por sí mismo sus problemas», aclara Iñaki Beitia. Esa es la opinión generalizada en Ortuella, donde, todo hay que decirlo, la mayor parte de la población desea olvidar la pesadilla e insiste en que el pueblo debe volver a la normalidad cuanto antes.
Sin embargo, el cementerio del pueblo es para el visitante el más impresionante símbolo vivo de la tragedia. Entrando por la puerta central, a mano derecha y al fondo, agrupados en un sector de nichos de pared, especialmente ornamentado con mármol, están enterrados los niños, un maestro y la cocinera de la escuela fallecidos. En un lateral hay una inscripción lapidaria: «Que sea nuestra inmolación la regla que marque la senda para que no se repita nunca más esto en la Tierra».
El cementerio permanece abierto día y noche, gracias a la instalación, por expreso deseo de los padres de las víctimas, de unos focos que proporcionan una potente iluminación a la zona ocupada por los nichos de los niños. Casi cada día, una gran parte de los padres y familiares van al camposanto, cambian las flores de los tiestos adosados -que cuelgan por todas partes-, limpian los cristales que protegen las lápidas, retocan las inscripciones de las mismas o adecentan los adornos situados entre nicho y nicho. A veces hacen tertulia. Se respira, en general una especie de culto a la muerte.
Los padres de las víctimas sólo esperan que les construyan un mausoleo, que les ha prometido Marcelino Oreja -y que costará más de cinco millones-, para agrupar los restos de sus hijos, y que un juicio a los culpables de la catástrofe les repare moral e-incluso económicamente.
Pero todo ello depende de un voluminoso sumarlo, que, doce meses después de la tragedia, no acaba de concluirse. Un sumario que ha pasado por las manos de cuatro jueces, porque, en su día, no Ie nombró un juez especial y se asignó el caso al Juzgado número 4 de Bilbao.
Su actual titular, desde julio de este año, Javier Fernández Urzainqui, insiste en que esta circunstancia no retrasa la conclusión del sumario. «Se debe exclusivamente», puntualiza, «a que espero el infórme encargado hace ocho meses por las familias de las víctimas a técnicos de la Universidad de Manchester y de la empresa suiza Suzelr, expertos en conducciones de tuberías y corrosión de conducciones. Un informe que se espera arroje luzdefinitivamente sobre las causas que originaron la tragedia y la existencia o no de responsables concretos. Va a costar a los padres cerca.de cinco millones de pesetas, que han pedido al Ayuntamiento de los dieciocho millones que, en forma de donativos, llegaron a Ortuella de todas partes de España. Gantidad que no se incluye en las cuentas citadas.
A reserva de lo que pueda deducirse del mencionado informe, el magistrado afirma que «hasta el momento, y tras el estudio detallado del sumario, no he encontrado indicios racionales y suficientes de responsabilidad criminal en personas determinadas. Esa es la razón por la que, hasta ahora, no he'prócesado a nadie».
El "chivo
expiatorio"
Pero mientras la justicia decide, algunos familiares de víctimas -en número muy reducido, desde luego-, radicalizados, sin asumir aún hoy su drama, han provocado algunos incidentes al insultar al alcalde, al agredir a un concejal (consta denuncia en el juzgado) y a Francisco Contreras. El es el fontanero que, de manera totalmente fortuita, prendió la mecha de la tragedia. Exculpado por los expertos y la justicia, este hombrón, de 53 años,se ha convertido en el chivo expiatorio de algunas rabias incontroladas'.
«Mire: yo tengo mi calvario particular y, si quieren ayudarme, lo mejor que pueden-hacer es dejarme en paz», nos dice, de entrada. Luego, ya más confiado, cuenta, con amargura, a EL PAIS que cada noche revive la tragedia, que necesita pastillas para dormir y que visita a un psiquiatra. Tiene el cuerpo marcado de cicatrices de quemaduras que le tuvieron mes y medio en el hospital. «Esto es peor que estar allí», repite.
«A mí lo que más me duele es que me llamen criminal por la calle», afirma. «Me dicen eso y cosas peores. Son unos pocos, pero me tienen comida la moral. Me han zarandeado, amenazado, pegado, y también me destrozaron el coche. Se meten también con mi familia y mi niña ha perdido el curso. Mire usted: yo tengo la conciencia bien tranquila y sólo quiero que se celebre el juicio y quede zanjado el tema. Quiero volver a vivir en paz otra vez».
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