Maruja Mallo, la diosa de los cuatro brazos
Sobre el andamio de unos zapatones con palmo y medio de suela, Maruja Mallo brilla como un renacuajo extraterrestre envuelta en gasas con estrellitas de oro y el pelo color calabaza al horno. Encima de una plasta de polvos de arroz se le ve una boquita de pitiminí en forma de corazón, un ala de murciélago azul decorando cada ojo, las cejas bermellonas disparadas hasta las sienes y una nariz de filósofo alemán que abandona el cuadro y se apodera del aire. En el ático los termómetros ya hace un rato que han estallado todos. Cuando la artista aparece en el portal, a las dos de la tarde, el mercurio humeante le chorrea por las orejas y el sol de la calle vuelve a iluminar esta calcomanía surreal. El cerebro de Maruja Mallo ha alcanzado los 58 grados de calor, que es el punto exacto donde rompe a hervir.-Yo empecé el año veintiocho pintando verbenas. Me pareció una magia ver en un recinto tantos cuerpos voladores en relación con la astronomía. Las norias ocupaban el espacio vertical y coincidían con los tiovivos y los carruseles que giraban en movimiento horizontal. Tampoco hay que olvidar el barracón terrorífico decorado con todos los animales malignos que tenía en el fondo cuatro cabezas bien decapitadas. Otra cosa es Drácula o Nosferatu. Yo era una estudiante cuando Ramón Gómez de la Serna me hizo una exposición con todo esto en el salón de la Revista de Occidente. Allí se veía a Nosferatu, que era invocado por santa María de la Cabeza para que bajara del castillo de los Cárpatos a actuar en la pradera de San Isidro. El barracón estaba sostenido por dos esqueletos, uno abstracto y otro realista; del lado derecho se veía un caballero revestido con grandiosas armaduras y enormes penachos, y en el centro había un ataúd abierto, donde estaba la serpiente emplumada y la zorra sin sostén en el apogeo de la tumbofilia. ¿Sabes quién era la serpiente emplumada?
-Ni idea.
-Pues era nada menos que Evita Perón.
A todo esto, el taxista que nos lleva al restaurante ya ha sacado una ristra de ajos y la ha dejado a mano en el salpicadero, por si las moscas. Le veo los ojos espantados en el retrovisor, mientras Maruja Mallo se ríe a modo de conejito venenoso o aúlla por la ventanilla. según qué corriente le mueva la aguja. Maruja Mallo es pequeñita, lleva las patitas colgando del asiento, calculo que pesará unos 42 kilos, incluidos todos los arreos, plumas, dijes, metales, gasas, sombrero y ese reloj de patata que funciona a setenta metros bajo del agua y que probablemente servirá para cronometrar alguna carrera de salmonetes.
-Cuando Evita Perón vino acá iba vestida con una capa de marabú de Cristian Dior que costó veintisiete millones de pesetas, llevaba un collar rosado que sólo se vende en la Place Vandôme o en la Quinta Avenida, y traía una pulsera de brillantes en cada tobillo que valían dos millones de dólares. Todo en honor a sus queridos descamisaditos, ji, ji, ji!. La vi en una portada de Abc y a su lado la otra, es decir, la mujer de Franco parecía una secretaria de tercera. El pueblo argentino necesita el tango y en Evita veían un tango. Como el proletariado sentía que una simple prostituta había llegado a ser presidenta, se quedaba muy consolado en esa aspiración. Perón era un ser muy extraño. En el sótano de su palacio tenía un recinto con veinticinco cadáveres femeninos insepultos y en otro guardaba sesenta motocicletas. Ese sótano comunicaba por un pasillo con el mar donde le esperaba siempre un barco, que es con el que al final se largó. Yo me pregunto por qué no bombardearían ese barco que además era de Paraguay, un país de nada, que sólo tiene importancia como selva. Después el cadáver de Evita también vino a España. Y alguien puede creer que allí en Puerta de Hierro solo estaba el cadáver de Evita? Sí, sí, que escarben en el jardín, que busquen en el sótano, que miren en los armarios y encontrarán fiambres a mansalva, porque Perón no podía vivir sin esqueletos debajo de los cojines. Bueno, pues ese era el cuadro, ya digo. En el apogeo de la tumbofilia subía desde el foso una balanza con una voz lúgubre de buitre que decía: ¡La computadora! ¡La computa dora! ¡La computadora! El taxista, que ha ido haciendo eses como con un Ford de película muda, se vuelve de repente y exclama:
-¿Seguro que no quieren que les lleve a la Paz? Me han dicho que en la cafetería de la sala de urgencias se come muy bien.
Moisés, Samuel y Cristo
Maruja Mallo allá en su juventud entró montada en bicicleta en la iglesia mayor de Arévalo, cuando estaba abarrotada de fieles durante una misa de domingo. Atravesó el pasillo de la nave central, se dio un garbeo alrededor del altar y pedaleando tranquilamente abandonó el templo por donde había entrado, mientras el cura quedaba con la boca abierta y el hisopo en el aire allí en la grada. Maruja Mallo regresó a España después de su destierro voluntario en Argentina en 1962, y en pleno muermo franquista se presentó en los cafés con abrigo de nutria y debajo en pelota picada, con un sombrero de medio metro de ala, para establecer una distancia entre el contertulio más próximo y evitar así que le tosieran en la cara.
-¿Que si creo en Dios? -Pero cómo voy a creer si con estas prisas mortíferas de hoy día no hay tiempo para nada? A mí el que me gusta es Moisés del Antiguo Testamento, que era un tío musculoso y revolucionario que se escribió él solo el Pentateuco contra el Pentágono y habló de la fuerza de los números. Además, se cruzó el mar Rojo a nado estilo mariposa. También me gusta mucho otro que se llama... a ver si me acuerdo, un tipo brillante que dijo aquello de que la unión hace la fuerza, ¡caray!, cómo se llama, tiene el mismo nombre que un coleccionista mío de Buenos Aires, un israelita con joyerías en Madrid y en París, ¡ah, sí!, Samuel, eso es, Samuel, ese también era un tío con toda la barba. En cambio, Buda me parece un cenizo, que se pasaba el día diciendo: vivir es sufrir, vivir es sufrir. Después vino el otro, el judío, y repitió lo mismo, cuanto más sufres, mejor, fíjate qué panorama. Si me dieran a elegir, lo mío sería Zoroastro, que es la religión de los magos. Eso y los bramanes. ¿Sabes lo último que se acaba de descubrir? Pues que Cristo no existió. Se ha demostrado por unos manuscritos. Yo creo en una de dos, que Cristo era un mito, o era un señor como Pablo Iglesias, una cosa parecida a mi amigo Tierno Galván, que es un infeliz el pobre. Entonces, el juego de cualquier artista avanzado consistía en hacer una burrada al mes, para escandalizar a los vecinos. Al final de los años veinte en Madrid todavía se apedreaba a la gente que se atrevía a salir a la calle sin sombrero. Se comprenderá lo fácil que era para aquel corrillo de surrealistas llamar la atención del guindilla que todo burgués lleva dentro. Bastaba con coger un chuzo y un farol de pocero como Ramón Gómez de la Serna, o con repetir las animaladas que se decían en los bares de Figueras un día de tramontana como hacía Dalí, o con fumarse una pipa de kif la hora del aperitivo si se ponían las patas sobre la mesa junto a la zarzaparrilla con un calcetín de cada color. Maruja Mallo todavía lo tenía más fácil, porque en aquel tiempo a las mujeres sólo se les permitía el surrealismo de llevar un escapulario del Perpetuo Socorro en las procesiones. En una foto se ve a Maruja Mallo con una media colgada de la punta del pie y un zapato volando entre calaveras de vaca en un vagón de mercancías. En otra imagen aparece vestida con un traje de algas en la isla de Pascua junto a Pablo Neruda armado con una garrota.
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-Yo fui la que llevé los poemas de Pablo Neruda a la Revista de Occidente, donde se publicaron por primera vez en España. El venía de la isla de Java, llegó a Madrid en 1934 y primero se hospedó en el hotel Mediodía de Atocha. Yo le acompañaba a la calle de Toledo a comprar cosas de esparto, esteras y otras materias secas, y mientras salía o entraba en tiendas de toneleros y cordeleros me recitaba versos con su voz perezosa, lenta y triste, que se identificaba muy bien con su físico. Recuerdo después las fiestas tan divertidas que montábamos en su piso, cuando ya vivía en La Casa de las Flores, en Argüelles. Neruda había traído de Java pieles auténticas de todos los monarcas de la selva, león, tigre, leopardo, pantera y máscaras de tribus javanas también auténticas. Entonces nos poníamos esas vestiduras y armábamos una selva virgen llena de gritos ancestrales. En medio de aquella algarabía de rugidos siempre sonaba de repente un timbrazo en la puerta. Era un catedrático del piso de abajo que subía metido en un impecable pijama blanco a pedirnos que, por favor, rugiéramos más bajo, porque no le dejábamos dormir. Creo que fue Cernuda el que dijo: «A este señor hay que invitarle a una copa de Valdepeñas la próxima vez». El sábado. siguiente en pleno ritual se oyó el timbre. Amparo Muntt, disfrazada de bandera argentina, con una gasa blanquiazul, se acercó a la puerta para recibir la queja. Pero el que llegó no era el catedrático sonámbulo, sino Federico García Lorca en persona, que al ver aquella bandera humana la cogió de la mano, la introdujo en el salón, mandó, callar a la concurrencia enloquecida y soltó estas palabras proféticas: «Esta bandera de Argentina nos custodiará un día». A los ocho días, la guerra civil. Aquel día estaban ya todas las pieles acaparadas, y Federico se puso cualquier cosa, pero yo he visto a Lorca, a Alberti, a Bergamín- vestidos de león, de tigre, de leopardo. A mí me gustaba disfrazarme de tigre, que es el animal más noble, esa voracidad que tiene es el vértigo de la sangre, la pantera es más inteligente, porque acecha desde arriba. Eran fiestas surrealistas, es decir, de la libertad, por eso el surrealismo molestaba tanto a la curia.
Entre todos fue Alberti el que se la llevó al río. Maruja Mallo era una liberada de entonces que vivía sus días furiosos sin pararse en barras y lo mismo comía caracoles en Villa Rosa a las cuatro de la madrugada, que asistía a una conferencia de Ortega y Gasset; igual se disfrazaba de hombre para entrar con un monje en una celda del monasterio de Silos, que se fumaba un puro antes del desayuno. Era un chico como los demás, un poco más loco todavía, pero fue Alberti el que se la llevó al río después de oír un poco de jazz y tomar una copa de peppermint.
-Dalí era de mi curso en la escuela y un día me presentó a Lorca y éste me introdujo en la Residencia de Estudiantes donde también estaba Buñuel con sus ojos de rana. Aquella no era gente normal. Federico guardaba, en el interior de su armario, un gran frutero lleno de limones rociados con azucarillos. Me regaló uno y me indicó que con esto ya pertenecía a la cofradía de la perdiz. Una vez estábamos en el Retiro Dalí, Federico y yo. Unos muchachos pasaron cerca y saludaron así con el brazo. Pregunté: «¿Quiénes son?» Lorca me contestó: «Uno es un poeta muy bueno y otro es un poeta muy malo». Eran Alberti e Hinojosa, a éste lo mataron en la guerra sus propios campesinos por ser un potentado, se ve que era la consigna. A Alberti le gustaba la pintura y nos veíamos en el Prado, así que al tercer día ya nos pusieron el panfleto encima, pero no quiero hablar de amores. En 1932 me fuí a París y expuse en la galería de Pierre Loeb y allí conocí a André Breton, acompañado de sus cofrades Paul Elouard, Louis Aragon, Benjamín, Hans Arp y Kandinski. Y otros que no recuerdo. André Breton me compró un cuadro que se llamaba Espantapájaros, lo señaló con el dedo y dijo: «Tú no vender. Este ser para mí». Paul Elouard también quería otro, pero no tenía dinero. Aquella exposición vino a verla Picasso y estuvo toda una mañana conmigo. Picasso me presentó a Vollard, que estaba establecido en un portalito y se pasaba el día durmiendo entre cuadros de Braque, de Picasso y de Juan Gris, que no compraba nadie. Ramón Gómez de la Serna me dijo que Juan Gris había muerto por tomar una sopa de huesos de aceitunas. El cubismo se puso de moda cuando llegaron a París los ballets rusos y se celebraron aquellas fiestas delirantes de lujo. Entonces, quinientos marchands se pusieron de acuerdo para lanzarlo contra el escote de aquellas millonarias vestidas con abrigos de Somalia. Después de una representación de la Boutique fantastique, por los ballets rusos, Picasso, Falla y Cocteau se iban a pasear en un landó hasta el amanecer por el Bois de Boulogne, absortos con la idea de la inmortalidad. Eran tiempos aristocráticos, como aquella fiesta que dio Cartier en Nueva York, donde yo fui invitada. Allí, Rockefeller me presentó a Claudette Colbert. Alguien delante de ella me preguntó: «¿Qué es lo que más te gusta de esta mujer?».Yo contesté: «La dentadura». Entonces la estrella me dijo: «¿Tú querer tener dientes como yo? Venir mañana conmigo». Al día siguiente, Claudette Colbert me llevó a una tienda donde vendían dentaduras postizas. Allí, en Norteamérica, todos te saludan mucho y son muy simpáticos, hasta el punto de que Reagan se ha salvado por eso, levantó el brazo para saludar y el gesto hizo que la bala no le entrara en el corazón, ya ves. Si hubiera sido antipático, allí muere.
El exilio
Probablemente, hoy sería una pintora universal si Maruja Mallo se hubiera quedado sentada en la tertulia del café Place Blanche, en Montmartre, con André Breton para hacer surrealismo en el cuaderno, en vez de regresar a España cuando estaba a punto de comenzar la gran fiesta surrealista de verdad, con toda la sangre puesta. A las ocho de la tarde, aquel barrio de pescadores, en Vigo, era una alucinación porque el suelo se convertía en oro, en plata, en color salmón por los reflejos del pescado y los aparejos. Maruja Mallo estaba pintando esta visión y, en ese momento, oyó comentar detrás del caballete que habían matado a Calvo Sotelo. Poco después, presenció cómo al carpintero de un pueblo lo arrojaban por el balcón del Ayuntamiento. Veía a los estibadores del puerto que metían masones en cajas claveteadas para salvarlos haciéndolos pasar por mercancías de embarque por delante de los piquetes falangistas. Una mañana, en la playa llena de bañistas apareció un cañón.
-Yo recordaba mi niñez libre y feliz en Galicia, los mercados en la plaza tan pintorescos, las romerías tan alegres, y no pude resistir aquello tan terrible. Tenía un telegrama de Argentina, lleno de sellos, donde se me invitaba a exponer. Me fui en 1937 y ya no regresé hasta 1962. Argentina fue de una generosidad asombrosa. En Buenos Aires había un hotel de seis plantas para refugiados, en el que se vivía gratis hasta encontrar trabajo. Emilio Prados estuvo allí. Conocí al presidente Alvear, que estaba casado con una cantante currutaca. Viajé a Uruguay, a Chile, a Nueva York y a Brasil, donde a los pájaros les ponen inyecciones de ancas de rana para que saquen buenos colores, fíjate qué maravilla. Cuando volví a España, mis amigos estaban enterrados o desterrados, y yo sola en el hotel Palace y las galerías llenas de pintura informalista que es un estilo totalmente franquista, claro, para que no se vea nada ni se diga nada, se hace una albañilería. Después, dos años de op-art, luego cuatro años de pop-art, 20.000 expresiones plásticas que han coincidido con esta política, porque cuando a Franco lo echaron, aquí había ciento y pico partidos políticos. Me lo dijo Deleito, un amigo mío que era secretario de la alcaldía de Manilva, un pueblo de Málaga donde el verano de 1977 estuvimos invitados Tierno Galván, su mujer Encarna y yo. Tierno es muy, muy intelectual, y tiene una biblioteca enorme. Se ve que los alcaldes consideraron eficaz que los intelectuales visitaran aquellas zonas desérticas, el caso es que nos invitaron a recorrer varios pueblos y nos dieron banquetes. Estuvimos en Casares, donde los rojos lucharon cuesta arriba y los nacionales cuesta abajo, luego en Gaucin, que es como la torre Eiffel empedrada. Allí, una campesina me cogió del brazo y me dijo: « Señorita, ¿por qué no le pide usted agua?». Le pregunté: «¿Tiene usted sed?». «No, agua para el terreno. Eso es mío. Cuatro metros cuadrados de maíz». Se lo dije al alcalde. Este me cogió del hombro y me llevó a la otra parte del pueblo y señaló un teso: «¿Ve usted aquello? Allí murió Guzmán el Bueno. Este pueblo está engrandecido por la historia».
-Guzmán el Bueno murió en Tarifa.
-Entonces es que se iría arrastrando hasta allí. ¡Uy! Tarifa, menudo, los vendavales de Tarifa. Por lo menos al Guzmán lo tenían encerrado en Gaucín. No había agua, pero estaba la historia. Entonces pensé lo que se puede, hacer con un pueblo qué no está documentado. Maruja Mallo mira misteriosamente la puerta del restaurante, como la abuelita que espera que entre el lobo con una cestita, a veces se ríe con carcajadas de bruja que ha encontrado la pócima más venenosa, acariciando la bola de cristal sobre el arroz con leche.
-Yo soy un ser nocturno. El día está lleno de obreros con perforadoras, para mí no existe. En cambio, de noche los escaparates están iluminados, brillan los rótulos de cines y teatros y en el cielo hay cincuenta millones de estrellas camino de Santiago. Yo he trabajado siempre de noche. A veces he cenado a las diez de la mañana. Al amanecer veía el planeta Venus, que los pastores griegos llamaban Paniego porque cuando aparecía en el firmamento ellos empezaban a preparar las migas para el desayuno.
Así, tan dulce como la ves, esta abuelita ganó un concurso de blasfemias en el café San Millán, de la plaza de la Cebada, antes de la guerra.
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