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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Aceites toxicos y adulteración política

SI EL 23 de febrero no hubiera alterado sustancialmente las reglas de juego de nuestra vida pública, en la dirección de anteponer la necesidad de supervivencia del sistema democrático al lógico desenvolvimiento de las relaciones habitualmente conflictivas entre Gobierno y oposición, las dimensiones políticas y administrativas del homicidio masivo provocado por los aceites adulterados habrían salido a la luz más rápidamente y con mayor virulencia. El debate en el Pleno del Congreso fijado para el próximo 15 de septiembre, de no mediar las anormales circunstancias y los comprensibles temores creados por el golpe de Estado frustrado difícilmente se habría celebrado en fecha tan tardía.Da la impresión de que el actual presidente del Gobierno ha teminado por creerse a pie juntillas la leyenda hagiográfica según la cual el relativo apaciguamiento de las tensiones interpartidistas, la buena disposición de la oposición parlamentaria para alcanzar acuerdos y la disminución de la conflictividad social en los últimos meses se deben a su estilo impávido, sus gestos olímpicos y su huero laconismo, en vez de a una tregua pactada sin necesidad de protocolos formales por la prudencia de todos. La injuriosa reaccción de algunos medios oficiosos ante la renuncia de Francisco Fernández Ordóñez, cuya dimisión como ministro de Justicia ha puesto de manifiesto la gravedad de la crisis centrista y la fragilidad del propio Gobierno, muestra que los fabricantes de imágenes soportan mal los hechos que las contradicen. Cabe incluso sospechar que el sostén brindado por el PSOE al Gobierno con la firma del Acuerdo Nacional sobre el Empleo y los pactos autonómicos ha sido frívolamente interpretado en el palacio de la Moncloa, no como una muestra de solidaridad colectiva frente a los enemigos de la Monarquía parlamentaria, sino como un tributo rendido por humildes vasallos a sus legítimos señores naturales.

De otra forma no resultaría fácil entender la desabrida y autoritaria manera con la que el Gobierno ha planteado como un hecho consumado el ingreso de España en la OTAN por mayoría simple de las Cortes Generales o proyecta aprobar por simple decreto -sustrayendo al Parlamento el debate y aprobación por ley de esta materia- la regulación de las televisiones privadas. Esa arrogante postura de tomarse la llamada política de concertación a beneficio de inventario, considerando la colaboración socialista como un deber de la oposición y la ruptura unilateral del consenso como un derecho del poder ejecutivo, descansa probablemente sobre la sensación de impunidad creada en el Gobierno por la resaca del 23 de febrero. El dramático y doloroso asunto del envenenamiento masivo producido por aceites adulterados ilustra también esa prepotencia centrista, que comienza a sustituir el viejo lema de o yo o el caos por el subliminal mensaje o este Gobierno o el golpe.

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Han pasado ya demasiadas semanas -más de cuatro meses- y se han producido demasiadas muertes -tantas como las víctimas del terrorismo durante un período mucho más largo- como para no plantear como responsabilidad política de todo el Gobierno, con su presidente a la cabeza, lo que inicialmente pudo limitarse a la exigencia de explicaciones a los ministerios de Sanidad, Comercio y Agricultura. Durante ese tiempo, lo único que ha funcionado ha sido la imaginación de algunos equipos médicos, la eficacia de los servicios policiales para desmontar -no sabemos si parcial o totalmente- la siniestra red del aceite homicida y la independencia del poder judicial para procesar a las personas implicadas en ese criminal negocio y a las que se imputa una responsabilidad estrictamente penal. El Gobiemo, sin embargo, ha actuado con retraso y a remolque de los acontecimientos, se ha conformado con adoptar medidas insuficientes y parciales ante el clamor de la opinión pública y se ha dedicado a tapar las eventuales responsábilidades políticas y administrativas de ministros, secretarios de Estado y directores generales. Se diria que, en vísperas de los comicios de Galicia, la arrolladora eficacia electoralista de Sancho Rof, aquel constipado subsecretario del Interior que amenizó por televisión una larga noche electoral, prevalece sobre su manifiesta incompetencia para seguir desempeñando el Ministerio de Sanidad. Y que la coartada socialdemócrata de Juan Antonio García Díez, quien exhíbe ese rótulo lo mismo que si se tratara de un carné de socio del Rayo Vallecano, le pone a salvo de eventuales ceses, sobre todo después de la dimisión de Francisco Fernández Ordáñez.

Mientras los tribunales se ocupan de establecer las responsabilidades penales de las muertes, lesiones e incapacidades producidas por los aceites adulterados, el Gobierno tiene que hacer frente a sus propias responsabilidades políticas y administrativas. Y no sólo por sus posibles errores o negligencias en el proceso de importación, adulteración y distribución de las grasas homicidas, sino por sus retrasos, inercias, omisiones e incompetencias a la hora de descubrir la causa de los fallecimientos, cortar drásticamente la propagación del mal, dar la debida asistencia a los convalecientes, preocuparse por las secuelas de la intoxicación y proceder a las reformas de un sistema de salud pública para desarrollar el mandato del artículo 43 de la Constitución, según el cual "compete a los poderes públicos organizar y tutelar la salud pública a través de medidas preventivas y de las prestaciones y servicios necesarios".

Hasta mediados de agosto no fue creada una Secretaría de Estado para el Consumo y sólo hace unos días ha sido designado un coordinador para centralizar la asistencia y la protección de los afectados por el envenenamiento. Se ignora cómo van los trabajos, tal vez interrumpidós por las vacaciones, de esa comisión, en cuya presidencia encontró nuevo destino el ex ministro Martín Retortillo. El Gobierno y el PSOE están lanzados a una macabra polémica en torno al número exacto de fallecidos, a la vez que se desconocen las características socioeconómicas de los muertos, la situación clínica de los internados y el cuadro de síntomas de las secuelas en los enfermos dados provisionalmente de alta. Nada sabemos tampoco sobre el delicado tema de las mujeres embarazadas afectadas por el envenenamiento y las eventuales medidas terapéuticas que se pudieran adoptar legalmente a este respecto. Continúa la confusión en torno a las marcas de aceites adulterados, mientras que el anuncio de la reanudación del canje de botellas y garrafas tóxicas no explica las razones por las que fue interrumpido ese urgente trueque durante el verano. Corren rumores contradictorios sobre el agente causante de las muertes y las investigaciones en torno al antídoto que lo combata. Las ayudas anunciadas por el Gobiemo suenan a limosnas de beneficencia y no se encuadran en la lógica exigencia de responsabilidades pecuniarias que pueden exigir los perjudicados, como derecho y no como merced graciable, a los almacenistas y distribuidores y a la Administración pública por la vía penal o contenciosoadministrativa.

En suma, lo poco que se sabe resulta tan confuso como el comportamiento del Gobiemo en este terreno. Y las interrogantes son demasiado numerosas y graves como para no exigir al poder ejecutivo que las conteste con claridad y honestidad en el Pleno del Congreso, previa renuncia a sacarse los muertos de encima mediante ejercícios de prestidigitación, exculpaciones leguleyas o impavidez autoritaria. Porque el presidente del Gobierno y sus ministros deben saber que la gestión pública en un sistema democrático, aunque esté amenazado por una conspiración golpista, debe rendir cuentas a los ciudadanos para demostrar que la conservación y el disfrute del poder en un régimen de libertades no constituye un fin en sí mismo, sino un medio para servir a la sociedad.

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