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¡Viva la muerte!

Quizá con excesivo optimismo, habíamos enterrado algunas espantosas vetas culturales de nuestra historia reciente, y vemos que siguen estando presentes, aunque radicalizadas y minoritarias, en la España posterior a la Constitución de 1978. Toda reflexión sobre la situación de nuestro país tiene, a mi juicio, que partir de uno de esos talantes que de nueve, aparecen y que hay que describir y valorar para explicar su profundo sentido negativo. Creo que se puede calificar como necrofilia, amor a la destrucción y a la muerte que expresa un deseo malsano de exterminio y de persecución del oponente, del adversario, sin importar el precio y arrostrando incluso la catástrofe de la destrucción de toda la comunidad, con total de conseguir el objetivo. También forma parte de ese talante la utilización de la muerte ajena, con fines partidistas, para afirmar la propia ideología, para producir desorden y disturbios y para injuriar y desacreditar tanto a la democracia y a las instruciones políticas como a sus protagonistas y defensores.Creo que una aproximación psicologista al modo de Fromm y de otros autores en la misma línea puede ser interesante para explicar este fenómeno, aunque naturalmente estén muy vinculadas a ese enfoque razones económicas, como la decidida voluntad de mantener privilegios sociales o culturales, como la falta de formación en amplios sectores de nuestro pueblo, muy susceptibles, por consiguiente, de ser manipulados, e incluso razones internacionales, como la lucha de las superpotencias; en un lugar tan estratégico como la Península Ibérica.

Desde que Felipe II rechazara la sugerencia de don Juan de Austria para acabar con la persecución religiosa en los Países Bajos y regular la tolerancia de las religiones reformadas como exigencia para mantener la presencia española en aquellas tierras, afirmando que antes preferiría la destrucción de todos sus reinos, hasta el siniestro grito de ¡Viva la muerte!, que resonó en el glorioso auditorio de la Universidad de Salamanca y que produjo la generosa, ética y valerosa respuesta de Unamuno, este talante de destrucción y de muerte está casi siempre trágicamente presente en la historia de nuestro país. Ahora lo está, con otras formas externas, en los gritos de «ETA, mátalos», que fueron los primeros que se oyeron y que también en este campo dan un triste protagonismo de iniciadores a los terroristas vascos, y recientemente, en los de «Tejero, mátalos», refiriéndose a los que estábamos secuestrados en el Congreso de los Diputados, estos últimos pronunciados por algunos grupos de extrema derecha donde no estaban ausentes incluso algunas personas mayores, hombres y mujeres.

Desde la extrema izquierda que apoya al terrorismo de ETA, se grita en las calles del País Vasco pidiendo el exterminio de sus enemigos, que somos, al parecer, los españoles en general, y especialmente los españoles encargados por la Constitución y por las leyes de defender el orden institucional democrático. Desde la extrema derecha que apoyó el golpe del día 23 de febrero, sus discrepancias con el sistema parlamentario y con los que lo constituimos les lleva. igualmente a propugnar, pura y simplemente, como programa político, nuestra eliminación física. ¿Alguna persona sensata, de cualquier ideología, puede siquiera tomar en consideración ese programa político de muerte y de exterminio? ¿Adónde nos llevaría seguir esa cuesta abajo? Siempre me ha resultado misterioso que alguien pudiese afirmar su personalidad o su ideología con la humillación de sus semejantes, y reconozco que me cuesta trabajo, siquiera sea a nivel de análisis, intentar comprender estos planteamientos.

Sí que comprendo que, para ambos sectores, la muerte, especialmente de los demás, pero también necesitan la de su propia gente, es imprescindible para su supervivencia como grupo y también para la supervivencia de su pequeño espacio político, que incluso en algunos momentos ha aumentado un poco, por el temor y por la desorientación desesperada de muchos hombres sencillos. Pero creo que no será imposible ir haciendo comprender a los ciudadanos de lo inútil, además de inmoral, de ese planteamiento que sólo destruye, pero que es incapaz de poner una luz de esperanza constructiva. Eso exige explicaciones y razonamientos, pero creo que también la propia realidad quitará las vendas de los más obcecados de ambos extremos sobre el callejón sin salida que tal posición produce.

A un nivel más general, el mantenimiento de esos talantes tiene que hacer pensar a las instituciones y grupos sociales que han podido transmitir a la cultura de nuestro pueblo componentes dogmáticos e intolerantes desde mucho tiempo atrás porque, sin duda, sin proponerse directamente estas consecuencias, son muy responsables de ellas. No creo que sea necesario citar a ninguna. Todos debemos saber la responsabilidad que hayamos podido tener en esas siembras y no se trata de reprochar ni de ofender a nadie, sino de hacer una llamada a la reflexión y al espíritu crítico de todos para cambiar nuestros comportamientos y dejar de suministrar «verdades» fijas que conduzcan a intransigencias prácticas, y de ahí al deseo de exterminar al adversario.

Desde el punto de vista positivo, hay que hacer un gran esfuerzo pedagógico desde la primera enseñanza y en todos los ámbitos sociales para que los ciudadanos interioricen los valores de la Constitución, especialmente, la libertad, la tolerancia y el pluralismo político, y se cree un clima que haga imposible la floración e incluso el éxito social de los necrófilos, de los amigos de la muerte.

Así, la abolición de la pena de muerte se convierte en una medida ejemplar que hay que explicar también en lo que supone de conquista de la razón, que sirve de barrera frente a estas tendencias que comentamos. Yo, personalmente, me siento más orgulloso y seguro de la certeza de nuestra posición después del 23 de febrero. Por una parte, pensar que alguien podía ser privado de la vida, condenado a muerte por hechos en los que yo hubiese intervenido, aunque hubiese sido contra mi voluntad y como sujeto pasivo, me resultaba inconcebible. Pero, además, creo que puede ser un gesto que haga reflexionar incluso a aquellos necrófilos que sean recuperables para una convivencia civilizada. Si ante un atentado tan brutal a la libertad del Congreso -el viejo crimen condenado con la pena de muerte- los sujetos pasivos de ese atentado ratificamos nuestra satisfacción por la abolición de la pena de muerte, creo que hacemos un buen servicio al país para acabar con esa mentalidad que quiere solucionar los problemas matando a los hombres e instrumentando las muertes.

Hay que hacer un gran esfuerzo de reinserción social respecto a los que puedan o quieran salir de esa situación. Para los que persistan en ella, sólo hay dos sitios en la sociedad democrática: la cárcel o el manicomio.

Gregorio Peces-Barba Martínez es profesor de la Universidad y diputado del PSOE por Valladolid.

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