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Discursos leídos y predicaciones dictadas

Rara, muy rara vez, oímos un discurso importante de político que no sea leído. Antaño, lo leído como mensaje se reservaba, lógicamente, para los jefes de Estado y también, lógicamente, había una cierta prevención, un cierto susto contra sus improvisaciones cuando en régimen constitucional se exige el refrendo del Gobierno: ocurrió así con Alfonso XIII, ocurre ahora con Pertini y no sucedió con Alcalá Zamora, que se desahogaba en los Consejos de Ministros o hablando solo. Que ahora todos o casi todos lean, es un error, y buena parte del abstencionismo político, del desinterés con su si es no es de desdén, viene de esas lecturas. Para empezar, la atención e incluso el ansia decaen al máximo: «mañana lo leeremos». Pero hay más en el fondo: el hablar bien y sin leer, la apariencia de una improvisación fluida, indica, precisamente, lo contrario de esa apariciencia: es fluido lo que se dice porque hay detrás una retaguardia de conocimiento, de formación, de madurez. Nada tiene esto que ver con la retórica ostentosa, con la palabrería inútil, y es perfectamente compatible con una información «de equipo», siempre que esa información sea asumida en político. Los dos grandes gladiadores de las Cortes republicanas, Azaña y Gil Robles, no eran precisamente eco-Pasa a página 10

Discursos leídos y predicaciones dictadas

Viene de página 9 nomistas, pero el primero - sabía decir lo suyo -«Voy a abaratar el dinero»-, y sabía el segundo postular una comisión de los notables de los partidos: esto y aquello, improvisado. Hay siempre en el político que no lee y habla seguro un fondo de asimilada cultura y no sólo política: una cita de repente, una cita que viene de lectura gratuita, pero adecuada al momento, es como una luz de altura en la discusión; por el contrario, una cita preparada, metida con calzador, es signo de indigencia y se nota. Una de las causas del éxito de los radicales en Italia está, precisamente, en que hablan muy bien, porque improvisan de lo que saben: quizá muchos de los encandilados oyentes no les voten luego, pero sí se crea un cierto inconsciente colectivo de muy real influencia, y no es paradoja que la influencia esté por encima del voto. El, gesto al hablar es signo de convicción; el gesto estereotipado al leer, el mismo paso de las hojas, la barrera ante el interruptor posible, quita el calor y achica el horizonte. Muy graves letrados constitucionalisial nos dicen, con razón, que aquello de los «ruegos y preguntas»_sin aviso previo aquello de los plenos casi diarios, era rémora para el trabajo ministerial y que los consensos son más hacederos sin oratoria, de por medio. Sí, es verdad; pero uno sospecha y comprueba que el Parlamento se encierra , en sí mismo, hace muy débil su caja de resonancia, facilita la ausencia y fomenta el excesivo chismorreo. Ocurre casi lo mismo con la predicación: no es justo decir que lo de las fides ex auditio tenía sentido antes de la invención de la iprenta, porque la predicación, especialmente en la homilía en la misa, tiene que ser algo vivo, dicho mirando, con creencia en la palomita para determinados momentos. El papa Juan inauguró la breve predicación de cada domingo, nunca escrita; el silencio era más que tenso y vivísima la comunicación. En la última etapa del papa Pablo la voz salía confusa y débil; pero, a través del máximo y dolorido esfuerszo, una sola palabra era suficiente para crear esa tensión. El papa actual no dimina suficientemente el italiano, y tiene que leer la homilía de cada domingo, y ocurre lo siguiente: mientras lee hay un vago rumor e incluso se oye la impaciencia para llegar pronto a las aclamaciones, aclamaciones jubilosas en contraste tantas veces con las palabras leídas, frecuente colecta de desgracias, de catástrofes, Aunque no se le entienda, parece convencer más cuando habla en polaco. Sí; el uso generalizado de las homilías escritas tiene el mismo efecto que los discursos leídos de los polítiocos: en el fondo, fondo, dispensa de preparación verdadera, personal, no al margen del imaginado auditorio. Basta ver cada domingo la misa televisada: mientras lee el celebrante, la cámara no atestigua tensión. Una de las realidades más bellas de la liturgia está en que la proclamación de la palabra sagrada sea anticipo y fijación de comentario: ¡cuántas veces se lee mejor lo segundo que lo primero! En uno y otro caso, un sociólogo puede señalar un efecto de la sociedad de consumo: se lee para adaptarse a la tónica media, se lee para no inquietar o para nebulosear. En el fondo, miedo a la personalidad, defensa contra la crítica aguda, miedo al riesgo cuando en política, y no menos en la predicación, hay que abordarlo. como garantía de autenticidad. Humanamente duele que sean tan lectores los políticos jóvenes, cuando estamos necesitando, frente a la penuria de esperanzas, voces que clamen aunque sea en el desierto. ¿Se ha meditado en el poco papel que desempeñan las juventudes de los partidos cuando antaño funcionaban como auténticos «grupos de presión»?

Estoy oyendo una objee ión que muy directamente me atañe como académico muy antigúo: en las academias es obligatoria la lectura de los discursos, y ya es tradicional que si el acadéinúcio electo es gran orador suela leer mal. La norma de la lectura académica ha creado un especial género literario al que se suele ser infiel o bien por exceso de erudición o por exceso de nombriési o por necesidad de mucho apéndice. La lectura del discurso académico, con su obligada retórica de panegírico del dífunto, de obligada gratitud y de no menos obligada falsa modestia, se afirma, precisamente, en los tiempos franceses del código napoleónico, tan querido por Stendhal para diferenciar diferenciar lo académico de lo político. Vólvemos al tema: no se trata, por favor, de postular la orátoria oátentosa, floripóndica, esa oratoria de voz tronituante que el micrófono ha puesto en la picota, pero sí se trata de facilitar la comunicación, el diálogo y, desde luego, el lógico entusiasmo en quien oye, y hasta la justa cólera en quien proclama. Con esto se evitaría tanto bostezo.

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