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Robledo de Chavela: 160 madrileños vigilan el espacio

El pasado 17 de noviembre, Robert E. Smylie, subdirector de la NASA, despachaba tres telex con un mismo texto, a tres destinos diferentes: Goldstone, en la costa oeste de Estados Unidos; Canberra, al sureste de Australia, y Madrid. Hacia los tres nudos de la Red del Espacio Lejano: «En nombre de toda la NASA, y de hecho en nombre de toda la humanidad, quisiera expresar nuestro agradecimiento por el extraordinario esfuerzo desplegado en la realización de la histórica exploración de Saturno ... ». Aquel día, los aturdidos madrileños que habían buscado refugio en Robledo de Chavela durante el fin de semana se cruzaron, de vuelta a la capital, con varias decenas de convecinos que iban a ocupar sus puestos en la estación espacial y que habían vivido, sólo unos días antes, cierta extraordinaria aventura cuyo desenlace era el «telex» del subdirector.

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A las 3 de la madrugada del jueves 13, sólo cuatro días antes, José Luis Fernández Domínguez, de 46 años, ingeniero aeronáutico y jefe, de la: estación espacial de Robledo, salía de su casa de Las Rozas casi de puntillas para no despertar a su mujer ni a su hijo. Todavía en el portal miró hacia arriba y luego hizo un gesto de contrariedad: estaba lloviendo y, lo que era peor, en la formación de nubes no se vislumbraba el claro de un ojo de cerradura. Aquello podía ser catastrófico.Una vez en su automóvil, aprovechó los primeros minutos de su viaje hacia la estación para hacerse una composición de lugar. El satélite artificial Viajero I, que estaba en ruta hacia las regiones de Saturno después de un largo y provechoso viaje por el sisterna solar, había sido observado sucesivamente en las horas, anteriores, como era habitual, por los centros espaciales de Goloistone y Canberra. Cada una de las estaciones podía recibir, dada su situación geográfica, una tercera parte aproximada de los datos enviados desde sus instrumentos de medida. Cuando el ingenio salía de lajurisdicciórt de una de las tres únicas estaciones de la Red del Espacio Lejano, entraba simultánearaente en la de otra, y así sus confesiones en clave sobre los cuerpos celestes del sistema solar, viejos cuerpos salpicados de cráteres, extrañas nubes y leyendas, podíanser recogidas con puntualidad en los cuencos de las antenas. Para eso, Goldstone, Canberra y Robledo están dotados de tres gigantescos paraboloides de acero perforado, los mayores del mundo occidental, y para eso había retenes de ingenieros aeronáuticos y electrónicos vigilando el espacio veinticuatro horas al día. Y acaso tanto esfuerzo para que la maldita lluvia lo echase todo a perder.

Lo cierto es que el 13 podía ser una fecha Listórica para la astronomía. Durante unas horas, el Viajero I, en ruta hacia los confines del sisterna. sería ocultado por Saturno y sui anillos. La señal radioeléctrica que hacía llegar a la plazoleta de 64 metros de diámetro de la antena ya era tan débil que, según cálevilos personales, habría que almacenar durante 13.000 millones de años su energía para encender una, bombilla de un vatio durante un solo segundo.

A pesar de todo, sólo veinticuatro horas antes, el. satélite había enviado datos inapreciables sobre la atmósfera de Titán, el enorme satélite de Saturno, sin novedad. Ahoras las condiciones eran muy distintas. Las señales que el Viajero I enviaría desde el otro lado de Saturno serían interceptadas por los anillosy por el propio planeta, y la figura del misterioso Saturno comenzaría a dibujarse por primera y única vez en los monitores con una precisión jamás imaginada. Esta noche, sin embargo, era indispénsable que todos los aparatos de medición funcionasen flelmente: desde el reloj de hidrógeno de la estación, cuya margen de error es de un segundo en más de tres millones de años, hasta los nueve generadores de corriente o, incluso, las tulipas de los despachos. Esta noche los radioenlaces serían negociados en banda S y en banda X en las dos posibles. Y esa era la tragedia: para que los datos venidos por banda X pudiesen llegar tendría que dejar de llover. Así de sencillo. La complejidad, la finura y el rigor de los aparatos podrían no valer un centavo si no escampaba pronto. O, como pensaba José Luis Fernández en un momento de ánimo, se reducirían, más o menos a la mitad.

A las cuatro, el milagro

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Según lo acostumbrado, el jefe de la estación tardó tres cuartos de hora en hacer el viaje. Bajo la lluvia, apenas acertó a ver las bandas rojas de la barrera de entrada, y la silueta blanca antirreflectante de la gran antena de 64 metros. Algo más allá, el perfil de veintiséis metros de la pequeña era casi una alegoría.

En la sala de control, José Luis saluda al retén de treinta hombres que lustran suavemente los visores, los cristales de sus gafas y los cuadros de mando con un gesto de infinita devoción. Desde el centro de control de Pasadena, en California, al que está conectada la Red del Espacio Lejano, no dejan de preguntar si todavía está lloviendo. El Instituto Nacional de Meteorología pasa un telex: «Cielo nuboso, con grandes claros». Grandes claros... Sí, pero ¿dónde?. Junto a los sabios de la NASA, el ordenador central de Pasadena tiene sus circuitos dispuestos a interpretar. El Viajero 1 se desplaza a más de 60.000 kilómetros por hora. Dentro de medio día habrá salido de su escondite, y ya será demasiado tarde. A menos que escampe.

A las cuatro en punto de la madrugada alguien viene gritando desde el exterior. Varios de los hombres salen afuera. José Luis Fernández vio «todas las estrellas ahí, en mitad de un claro ». Aquello era un pequeño milagro que tal vez san Isidro estuviese dedicándole a Madrid. Media hora después, aproximadamente, los australianos de la estación de Canberra comprueban que el Viajero I se pierde por su horizonte oeste y, en el mismo instante, aparece en el horizonte este de España. A partir de entonces es imprescindible que los treinta hombres y los millones de órganos mecánicos sensitivos de la estación actúen con una perfección absoluta, irreprochable, porque la ocultación de Saturno y sus anillos es una maniobra irrepetible para el, Viajero I.

1980: una odisea del espacio

Desde su antena de emisión, e satélite comienza a enviar señales radioeléctricas precisas por las dos bandas. El cielo sigue estrellado Los mensajes viajan más de 1.50 millones de kilómetros por el espa cio y, unos 83 minutos después, lle gan a las antenas parabólicas d Robledo. Pasan las horas. De u momento a otro, el Viajero I parti cipará en la ceremonia de la ocultación de Saturno o, mejor dicho habrá conseguido hacer revelaciones históricas a través del limpio cielo de Madrid-s,erra.. Cerca de las siete de la inadrugada, en mitad de un café, los técnicos españoles no pueden evitar una sensación especial: atención, la señal del Viajero ¡está bordeando con toda claridad los anillos de Saturno! El culebreo de la imagen es muy expresivo; las últiffias críaturas saturnales desconocidas comienzan a dibujarse, sáquiera de un modo elemental., en las pantallas. Los millones de mensajes que llegan son reenviados al satélite de comunicaciones Itelsat, que está sobre el Atlántico; desde allí, a la costa este de Estados Unidos, y posteriormente, por circuitos de mieroondas, al Jet Propulsion Laboratory de Pasadena. A la central.

El supercerebro electrónico central procesa los datos. Comienza a conver ir los chispazos; en colores., formas, tamaños, sustancias. Los técnicos españoles siguen abasteciéndolo incesantemente: «Ellos ponen, ciencia; nosotros, ingeniería», dice en voz baja José Luis Fernández. Los treinta hombres de Robledo viajan a través de la cafeína y los refrescos de cola y, al amanecer, hacen un supremo esfuerzo de atención sobre el instrumental, apenas matizado por las breves; conversaciones en inglés con los sabios d e Pasadena.

Más tarde, el Viajero I reaparece en el espacio junto a Saturno. Los hombres de Robledo vuelven a sus casas. No pueden evitar alegres sugestiones sobre la odisea del espacio de los dos últimos días. Ayer, el trabajo fue seguir la ocultación de Titán; hoy, el descubrimiento de algunos de los últimos misterios de Saturno, un lejano monstruo anular, celosamente defendido por un pueblo de satélites, por una cohorte de aros y por la distancia.

... Unos días después llega un larguisimo telex de la central. «La atmósfera de Titán está compuesta de nitrógeno, metano, etano, metileno..., y... la estructura de los anillos queda al descubierto. Son, en efecto, cientos de anillos, y no cuatro, como se pensó en un principio. Están fabricados en hielo de agua y roca. Los tamaños de las partículas, pequeños como el polvo o grandes como balones de playa, son muy variados... Hay auroras boreales en los polos de Saturno... y vientos de: más (le mil kilómetros por hora en el ecuador... Sólo el anillo F, una trenza de tres filamentos, sigue siendo un misterio, un desafío pam el próximo viaje.... o quizá esta controlado por dos satélites conductóres ... ». Por dos caprichosas criaturas saturnales. A estas.horas, el cerebro electrónico sigue ordenando piezas. Los telex de Pasadena pueden repiquetear más veces con nuevos descubrimientos.

El 17 de noviembre, Robert E.. Smylie decide cerrar su telegrama a los nudos de la Red del Espacio Lejano con las viejas palabras: «Un trabajo bien hecho». Las dos antenas parabólicas siguen vigilando el cielo sobre Madrid, y Anatole France imprime millones de veces un mensaje planetario desde el más allá. «Lo más sorpreildente no es la gran distancia que nos separa de las estrellas, sino que el hombre haya logrado medirla».

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