La población civil, duramente castigada
La población civil de las ciudades del Juzestán iraní -principal zona de combates entre Irán e Irak- está sufriendo las duras consecuencias de la guerra. Los bombardeos de la aviación y la artillería iraquíes, especialmente los cohetes tierra-tierra, se han llevado por delante las vidas de niños y mujeres y han forzado el éxodo de los habitantes de las ciudades hacia lugares más seguros. Nuestro enviado especial en Teherán ha recorrido esta región sumamente castigada por la guerra.
Las arenas de los desiertos interiores de Irán parecían haber recibido el dibujo arbitrario y caprichoso de un dedo gigante que, a su antojo, hubiera trazado las dunas inmensas y los pliegues sinuosos. Desde la ventanilla de un Fokeer contemplábamos estas secas llanuras y, a lo lejos, se adivinaban los valles fértiles que riega el río Karun, sobre Alivaz, la capital del Juzestán iraní. Y olábamos hacia Alivaz para recorrer luego los frentes de batalla.Los gestos crispados de los pilotos delataron algún problema grave. Estábamos muy cerca del frente y los bombardeos iraquíes eran intensos.
Un bandazo y el avión se orientó hacia Dezful, al Norte. También había sido atacado esa mañana, pero la «alerta roja» acababa de ser levantada sobre su aeropuerto. Un grupo de soldados iraníes se arremolinó alrededor del grupo de periodistas iraníes y extranjeros que comenzaba en Dezful su viaje al frente.
La conciencia de que estábamos ya en las proximidades de las líneas de combate apareció inmediatamente después del primer cañonazo; que hizo retumbar el suelo del aeropuerto. «Jeili ali», nos gritó un soldado con el casco color caqui, la guerrera azul y los pantalones grisis. «Todo estupendo», nos quiso decir, mientras nuestras cabezas se inclinaron instintivamente al sucederse los bombazos, pese a que caían a cierta distancia.
Un autobús desvencijado nos vino a recoger para llevarnos a la ciudad de Dezful, donde unos días antes noventa personas murieron bajo el fuego de los cohetes iraquíes. Centenares de puños se alzaron ante nosotros cuando el autocar se detuvo en la avertictdel Imán Jomeini, donde los bombardeos con cohetes segaron la vida de catorce personas, entre ellos algunos niños.
Montones enormes de tierra y escombros, muros derruidos sobre el suelo, libros escolares pintados con los trazos rectilíneos y simples de los niños, se amalgamaban mezclados por la explosión de un cohete -uno sólo- de dós toneladas de peso que se abatió sobre el barrio durante la noche. Los vecinos de aquellas manzanas de casas hablaban con nosotros mediante gestos que despertaban la guasa de los chiquillos.
Un hombre gordo, con grandes mostachos, me dijo que él mismo había recogido con sus brazos el cuerpo de su hijo más pequeño, sepultado bajo un montón de escombros tras el bombardeo, y sin mirar, señaló el lugar, mientras cruzaba su otro brazo sobre sus ojos para que no le viéramos llorar. Una sábana negra, con caracteres escritos en farsi, anunciaba el luto que cayó sobre este barrio.
«Si Saddam -los iraníes omiten el apellido del presidente iraquí, Hussein, que es el del primer imán chiita- quiere pelear con nosotros, que venga a la luz del día, pero que no ataque a nuestras mujeres e hijos mientras duermen», gritaba un hombre alto que alzaba su puño cuando el autocar continuó su visita a otros barrios bombardeados, como el de Tasayu, donde hubo siete muertos. Centenares de personas detuvieron por unos minutos nuestro autobús. «Decid la verdad de lo que habéis visto», nos gritaban repetidamente, para seguir luego con el de «Alá es grande».
Las leyes de la guerra
De vuelta al aeropuerto para continuar desde allí el viaje, el ayatollah Uzma Montazeri, el futuro sucesor de Jomeini, dio una conferencia de Prensa antes de regresar a Teherán,tras visitar los frentes. «No replicaremos de igual manera a Saddam, porque el Islam, que él ha abandonado, nos prohíbe la matanza de poblaciones indefensas. Pero esta guerra va a continuar. Las superpotencias le dijeron a Saddam que ganaría la guerra en dos días, pero nuestro bravo pueblo ha demostrado que eso es imposible. Yo les agradezco a ustedes que hayan venido aquí, pero les ruego que digan la verdad de lo que han visto a los pueblos del mundo, para que sepan que Saddam no respeta las leyes de la guerra».
Nuestro viaje prosigue. No es posible ir a Ahvaz en avión, y el autobús será nuestro compañero. Antes de partir todos sabemos que no hay garantías de que el camino esté completamente expedito. Diez periodistas y dos militares iraníes, cinco periodistas japoneses, cuatro italianos, tres escandinavos, dos franceses y este enviado especial, español, componen la expedición. La tarde ha caído sobre la carretera y el conductor lleva el autobús a muy poca velocidad y sin luces. A nuestra derecha se ven los fogonazos y se escuchan los atronadores relámpagos de los disparos de la artillería. Las tropas iraquíes están a unos cuarenta kilómetros en línea recta, según nos dicen, pero otros aseguran que están bastante más cerca.
El conductor dice que está fatigado y detiene el autocar en un puesto de sandíasdonde adivinamos las siluetas de varios transportes militares. Algunos no creemos que el conductor diga toda la verdad. Sobre el cielo de Ahvaz, a unos treinta kilómetros de distancia, vemos evolucionar un aparato que vuela y descarga sus resplandores sobre la ciudad, totalmente a oscuras.
El punto de no retorno
El mayor Islami, que nos acompaña durante el viaje, adopta un gesto solemne y nos pregunta si individualmente asumimos el riesgo de viajar en plena noche a una ciudad que está bajo el fuego enemigo. Entre el perdido puesto de sanlas y Alivaz, optamos por lo segundo. Nos detenemos al poco en un edificio solitario envuelto en la oscuridad. De frente, un inmenso boquete sobre el suelo hace subir efluvios de algún líquido en descomposición. Es la gendarmería de Ahvaz , que hace diez minutos acaba de ser bombardeada. Sin embargo, no hay rastro de humo. Nadie pregunta si ha habido muertos.
Nuestro autobús discurre ahora por una ensenada de caminos donde únicamente después de roncos gritos en farsi descubrimos que hay decenas de guardianes islámicos atrincherados o a cubierto, y que no entienden cómo un autobús circula por allí en dirección a la ciudad, bajo los disparos de la artillería enemiga.
Hemos conseguido llegar. El cañoneo ha cesado y sólo se escuchan los disparos al aire de algunos pasdaranes celosos, que foguean con sus metralletas todo bulto sospechoso que no se identifica.
Ahvaz, por la mañana es una ciudad animada. Sus gentes compran en el mercado o bajo los puestos situados dentro de los arcos de las grandes calles. Las fotografías hechas en la calle por una periodista japonesa provocan un revuelo entre los paseantes, que le gritan: «Espía, es una espía». Un pasdaran, que luego vendrá al frente con nosotros, deshace como puede el enredo que nos ha llevado a todos los periodistas al interior de nuestro hotel. Con satisfacción, el mayor Islami nos anuncia que proseguiremos viaje hacia el Sur, Abadán y Jorramshar, en Chatt el Arab, los puntos más calientes de la guerra irano-iraquí.
Daremos un rodeo hacia Mashahar, un poco hacia el Este, y enfilaremos luego la ruta directa. Atravesamos la plaza de los Mártires de Ahvaz, sobre la que vemos montones de escombros tras los recientes bombardeos. Los oleoductos comienzan a estar dispuestos en paralelo a la ruta por la que viajamos. Sobre ellos, algunos niños juegan a dar saltos, aprovechando su elasticidad. Son seis o siete tubos de un palmo de diámetro y otros dos centrales algo más gruesos. Al poco, vemos el primer oleoducto en llamas, que brotan de los tubos desde hace rato, y de una charca negra que anega todo el contorno.
Por la carretera, pequeñas furgonetas cruzan en sentido contrario, repletas de mujeres y niños. cargadas de colchones y enseres. Cruzan también algunas ambulancias militares. Al fondo, comienzan a distinguirse las gigantescas columnas de humo que suben al cielo desde Abadán y también desde lo que los periodistas iraníes aseguran que son las de Basora, en territorio iraquí.
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