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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
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América Latina, de Carter a Reagan

Casi han coincidido el primer aniversario del derrocamiento de la dictadura somocista y el nuevo y represivo golpe de Estado de las fuerzas armadas de Bolivia. Tanto en la celebración de los sandinistas como en las declaraciones bélico-mesiánicas de los militares bolivianos subyace una expectativa: Ronald Reagan. Los primeros han manifestado su fuerza al rechazar la amenaza del candidato republicano a la Casa Blanca de cortar toda ayuda de Estados Unidos a Nicaragua. El comandante García Meza y sus colegas de armas, según nos decían recientemente, durante la toma de la Embajada boliviana en Madrid los miembros del Comité de Defensa de la Democracia, esperan resistir hasta el 4 de noviembre en el poder, fecha en que Reagan podría ganar las elecciones.Así, la posibilidad de que Reagan se convierta en presidente se ha transformado en una obsesión que está, por una parte, oscureciendo las continuidades y discontinuidades de la política exterior estadounidense y, por otra, presentando al presidente James Carter como una especie de «mal menor» frente al maniqueísmo anticomunista y belicista de Reagan, quien, según la informada revista inglesa Latin America, es visto con «satisfacción considerable» por los militares latinoamericanos, especialmente los argentinos.

La realidad es que si se analiza históricamente la política exterior de EE UU se verá que la presidencia de Carter ha sido un momento de inflexión fundamentalmente condicionado por: a) las líneas directrices de la Comisión Trilateral, b) la coyuntura latinoamericana, c) la crisis de legitimidad del Estado norteamericano y d) la presión de la socialdemocracia.

La Comisión Trilateral ha propugnado que se reafirme la hegemonía de los países imperialistas occidentales sobre el llamado Tercer Mundo, fomentando y apoyando «democracias restringidas» -generalmente con los militares como telón de fondo-, en las que las fuerzas políticas acepten no poner en cuestión el papel del Estado, la subordinación de cada país dentro del sistema mundial y dar seguridades a la inversión extranjera.

Este proyecto puede intentar ejecutarse en países donde la modernización del sistema es tan inminente como necesaria (caso de Centroamérica y el Caribe) si se pretende mantenerlos dentro de las pautas del «desarrollo» (del subdesarrollo capitalista), o en aquellos en los cuales una represión brutal ha debilitado o acabado con la oposición política y sindical (el Cono Sur).

Al mismo tiempo, este proyecto se articula con la crisis de legitimidad que ha sufrido el Estado norteamericano después de Vietnam, Watergate., la intervención en Chile y, sobre todo, la crisis económica que le afecta profundamente y resquebraja su papel de líder mundial. Una crisis que le ha quitado, hasta ahora, fuerzas y apoyo para lanzarse a aventuras bélicas directas.

Una vía ideológica de adaptación

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Por otra parte, la socialdemocracia apoya inteligentemente en América Latina todos aquellos proyectos políticos que intentan estabilizar el sistema sin salirse de su marco, con una flexibilidad que le permite apoyar tanto a un Gobierno moderado, como el de Jaime Roldós en Ecuador; nacionalista, al estilo de Michael Manley en Jamaica, y prestar apoyo económico a la lucha del Frente Sandinista. Ante ello, la Administración Carter no ha tenido otra vía que adaptarse, y como no pudo hacerlo por la estructural económica -porque supondría enfrentarse a los grandes intereses de EE UU-, lo intentó por la ideológica: la defensa de los derechos humanos. El ejemplo más nítido es que, mientras se criticaban dictaduras como la chilena, negándosele ayuda militar, se le canalizaban fondos a través de bancos privados, corporaciones y organismos internacionales de crédito. En el caso argentino, el Gobierno de Carter redujo, en 1977, la ayuda militar de 32 a quince millones de dólares, aduciendo violaciones de los derechos humanos, pero a la Junta del general Videla se le concedió un empréstito del Banco Mundial -que EE UU podría haber vetado- por 105 millones de dólares, además de otros préstamos del Banco Internacional de Desarrollo y el Fondo Monetario Internacional.

Volver al intervencionismo

Por ello, si a cambio de ver ahora a Carter enfrentado a Reagan -y aun reconociendo las contradicciones que han existido entre el Gobierno Carter y el gran capital estadounidense- los vemos como signos de una continuidad, es posible contextualizar esa «defensa de los derechos humanos» en una política que tiene otras caras. Porque ha sido durante la presidencia de Carter cuando se ha preparado una fuerza intervencionista -de despliegue rápido- para el Caribe, y acaba de concederse ayuda militar al Gobierno represivo de El Salvador. Por no recordar el apoyo que recibió el Estado somocista hasta el último día. En fin, como dice Noam Chomsky, «la campaña de los derechos humanos es un dispositivo para ser manipulado por propagandistas con el objetivo de ganar apoyo popular a una intervención contrarrevolucionaria».

Si, en noviembre, Reagan gana las elecciones, no será la antítesis de Carter en política exterior, sino su continuación: apoyará las dictaduras (véase EL PAIS del 22 de julio, página 3) que Carter criticó, pero también sostuvo, y combatirá cualquier intento de pasar los límites del stablishment con mayor rigor que el actual presidente. Afganistán, los boat-people del sureste asiático, el descrédito bien ganado de los países autotitulados socialistas, en auge del nacionalismo, no sólo en Estados Unidos, sino en todo el mundo, se lo permitirá. Y, por el otro lado, si Carter fuese reelegido es probable que tuviese que dejar de lado su política de derechos humanos y, por los acontecimientos internacionales y para recoger las expectativas de los que hayan votado a Reagan, volver al más crudo intervencionismo -del cual el intento fallido en Irán ha sido un adelanto-, fortaleciendo las relaciones con los aliados para no permitir que se les vaya de las manes otra Nicaragua, que luego hay que contener por otras vías más sutiles.

Subsiste, entre tanto, el avance socialdemócrata, la coyuntura específica de cada nación -por ejemplo, el potencial económico y la nueva forma de inserción que tiene a o pretenden tener en la división internacional del trabajo Brasil, Venezuela, México y Argentina- y, lamentablemente, la ceguera fascista de personajes como Pinochet o García Meza. Contabilizando estos elementos y pensando la política exterior como una continuidad quizá no sea una falsa alarma interrogarse acerca de si Bolivia no es un golpe más, sino el primero de una nueva escalada militarista y bárbara en América Latina y los países dependientes del sistema mundial.

Mariano Aguirre es periodista especializado en cuestiones latinoamericanas.

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