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Historia natural: el esquirol

Ahora abundan los esquiroles. Hace unos días me presentaron uno, no demasiado desarrollado, desconfiado y silencioso. Fue una situación agobiada, como cuando uno se da cuenta de que no tiene dinero para pagar la consumición. Al despedirnos me largó un tentáculo fláccido, húmedo y frío, como el de un calamar después de varios días difunto. Ambos nos contemplamos intercambiando falsas miradas de cortesía. Todo fue pura filfa.Los esquiroles, el esquirol, es una especie que se produce en tiempos de crisis, como el de ahora, con fábricas cerradas, oficinas abandonadas y en penumbra y apuros económicos en las familias que, como saben que caen mil parados por día, miran al padre cuando llega como si fuera un enemigo. Y nada más deprimente que ver a los ordenanzas que quedaron en la oficina como servicio, tras el cierre (ya conocen la reglamentación de huelga), jugando a las cartas con el telefonista sobre una mesa polvorienta que unas semanas antes era campo de actividad, con su Olivetti, sus papeles, sus bolígrafos y su tarrito de goma blanda.

En estos tiempos pesa sobre todos la amenaza de convertirnos en esquiroles, porque quién sabe, y salirles rana a los compañeros, o de resultar víctimas de los esquiroles a poco que reniegue uno ante el jefe y éste le ponga en la calle, o se ponga uno en protesta por su tacañería, y andamos todos cavilosos, como reclusos en el paseo circular de la cárcel. Es un estado vacilón que reblandece la voluntad como un emplasto y le come a uno la moral, ya sucia y harapienta. Qué repeluzno si tuviera uno que terminar esquiroleando, cubierto con esa lepra escamosa que amarillea al personaje de hijaputez y de sometimiento.

Los efectos de la crisis, a los de más abajo, los retrae de casi todo y, sin advertirlo, deja uno de frecuentar los refugios del ocio, de la conversación y del pequeño vicio, y se abandona el café, no se recala en la taberna ni se asoma uno al estanco. De los almacenes, ni hablar. Si uno se siente arrastrado por la debilidad de entrar adonde no debe, hay que recurrir a la deuda, que muerde después con sensación de haber caído poco menos que en el sablazo criminal, y eso, con la señorita que vende la pasta de los dientes o con el barbero, resulta ya el colmo. Imagínese, hermano, una barba rapada de moroso.

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Cuando la crisis económica se agrava aparece el emblema del cinturón, del que tanto se habla en circunstancias así. Un triste asunto éste. Primero, el cinturón resulta una obsesión que actúa por la vía psicológica o como el ectoplasma del espiritismo. Conforme se van tensando los temores laborales se siente que el cinturón se aprieta solo, sin tocarlo, incluso antes de abocarnos al verdadero conflicto. Es un asunto de ipso facto, como el de convertirse en cornudo. Pero ésta es otra cuestión, aunque no tan alejada de las crisis de trabajo o de dinero, porque Dios nos libre de una esposa descarriada por el buen propósito de ponerle el puchero a la prole a costa de su propio sacrificio. Y luego está el cinturón propiamente dicho, sin relación alguna con lo desconocido, que hay que apretar de verdad, punto a punto, porque ha llegado la negra y entonces no hay espíritu ni carajo que valgan.

Las crisis económicas son crueles porque hacen más pobres a los que no tienen casi nada y enriquecen todavía más a los que siempre están hartos. Si uno piensa despacio en este asunto es como si se le subiera el cabreo a la cabeza y no entendiera nada. Cómo podrán ser las cosas así. Pasamos antes como sobre ascuas por el supuesto de la esposa sagrada que cae al fango ante la desgracia, del marido en paro. Esto tampoco puede explicárselo uno. Pero qué vamos a decir de los que explotan a los niños mandándolos a mendigar, y qué de los prostitutos de Recoletos y de la calle de Fuencarral, tal y como lo ha contado EL PAÍS, que al no encontrar trabajo van y se dejan chapar por unas cochinas pesetas. Son desgracias, golpes de la vida.

El esquirol, bien mirado, no deja de tener algún parecido con los putos. A los otros, a los del chapao, no los defiende nadie, pero estos otros tienen sus señoritos protectores, que son los que los emplean. Bien mirado, el caso de los esquiroles resulta más grave que el de los vendidos de la noche, que diría don Antonio de Hoyos y Vinent, porque, al fin y al cabo, éstos hacen de su cuerpo un sayo y los otros tienen que dejarse manosear por los proxenetas del trabajo con fidelidad y premeditación.

El esquirol que me presentaron ya he dicho que tenía algo de calamar blando y frío. Se le veía que había perdido todas las honras y que se le había vaciado, ensuciándole la conciencia y todo lo demás, la vejiga de la tinta, una tinta hecha de polvos, con grumos y manchas metálicas iridiscentes, como las moscas de los retretes de estación. El esquirol se cubría con lentes de leguleyo cerbatana porque era un esquirol reseco de, burocracia atrasada.

En tiempos de crisis se producen tipos así, y a veces en manada. Este mundo no está bien hecho. Recuerdo haber leído un libro en el que aparece un tal Stephen Blackpoll, que era eso que se llama un honrado funcionario, sí, pero con una fidelidad irracional y perruna hacia el amo, palabra que él siempre pronunciaba con mayúscula. Era obediente y dócil hasta el aniquilamiento. Estas son actuaciones masoquistas, de honradez beata y maniquea. De él se ha dicho que tenía «moral de perro», una moral que, si es de agradecer en el chucho, resulta un culo de mona en el hombre. Pero, claro está, el esquirol se sitúa en el otro plano y se somete y se genuflexiona mientras tiñe con su saliva sucia el terrible tiempo de crisis.

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