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Crítica:
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Julio Iglesias sigue igual

Presidido por la reina Sofía, a la que el público le dedicó un caluroso homenaje, se celebró el pasado jueves el concierto benéfico de Julio Iglesias, dentro del madrileño Palacio de Deportes, en favor de los minusválidos. El recinto reflejaba una masiva asistencia, para la que el conocido cantante desgranó un amplio repertorio de viejas y nuevas melodías. Sólo la asociación Auxilia manifestó su disconformidad con este acto folklórico.

El aire olía a caramelo, trébol de cercifán y cigarrillos mentolados. Abundaban las hembras fondonas, ataviadas con ese devaneo neutro que permite un bautizo y no una boda. Pero tampoco escaseaban niños móviles y maduros varones pudibundos. Y esos cuerpos anónimos, de tranquilo semblante, exhalaban un leve y tierno aroma de impaciencia serena. Ojos claros que miran hacia arriba, donde el fulgor de un lento atardecer se filtra por los altos ventanales; hacia el foco que alumbra en dirección de la tribuna presidencial y hacia el gran escenario, bostezante bajo una luz lilácea y pura. Es la victoria del silencio, el sagrado aleteo de una familia que ha rezado unida, la pálida verdad del orden práctico.Ante la indiferencia general se abren los labios humeantes de Bob Marley. Cuando llega la Reina, resuenan los aplausos. El presentador dice: «Buenas noches, señora». Otra lluvia de aplausos. Y añade que el cantante está ya a punto, dispuesto a palpitar como jamás, deseoso de salir al encuentro en su noche más noche inolvidable. Pero larga es la noche prometida. Como largo va a ser el popurrí. que ahora emprende la orquesta, donde cincuenta músicos impulsan todo un himno revuelto y sin fronteras: de West Side Story a Guantanamera.

Mas todo se vacía de fragmentos cuando, titánica, aparece la figura completa del ídolo. Embeleso del nombre entre las sombras: «¡Julio! ¡Julio! ¡Julio!». El se lleva la mano derecha al corazón, apaciguando el horizonte con su traje oscuro, su corbata, su indemne peinado, su dentadura sonrisueña.

Muerto Picasso, él es el español más universal. Ya nos lo han recordado: durante el pasado año vendió veinte millones de discos.

Esa voz popular, infalible en el suave destino de apasionar con eso que se llama una canción bonita, irrumpe con domada brusquedad: «Yo no sé, señora, / por qué piensa mal de mí...» Se le escucha, se le comprende, se le ama con un mustio y sentido murmullo maternal. Dice que ahora ya no se mete nunca las manos en los bolsillos; y ese detalle. tranquiliza, sobre todo cuando la vida, ¡hey!, sigue lo que se dice igual. Incoloras desfilan sus más viejas canciones, rematadas ahora con florituras tiernas y cambios estratégicos en lo geográfico: «Un canto a... España, / Tierra de mis padres». El personal celebra la amplitud. Cae, rendido, a los pies del ídolo un rama generoso de claveles.

Introduce fragmentos en italiano, francés e inglés. Todo se le perdona al emigrante victorioso. E incluso se le aplaude cuando expulsa a los fotógrafos y les dice: «Ahora, escuchad un poquito, que os viene bien oír lo que voy a cantar». Y se lo canta: «Por esas viejas tradicionales. / hemos estado tanto tiempo / juntos... / Y, por guardar las apariencias, / hemos vivido sin amor / alguno...» Acompañamiento general con palmas. Balanceo creciente de cabelleras femeninas. Apoteosis de la onomatopeya oscura: «Turururá ... » El insiste en lo atado y bien atado: «Yo, ya ves, sigo igual. / No tengo otro amor;/ no hay nadie que a mí me quiera». Protesta bulliciosa: «¡Yo! ¡Yo! ¡Yo! » A esto le llaman naturalidad. Y se encuentra con el mismo auditorio del doctor Rosado, que consideranatural aplicar un cigarro encendido a la cabeza de un bebé y artificial zumbarle una aspirina.

Con Caminito empieza una burbujeante retahíla de temas latinoamericanos. Y llega el número fuerte, mientras van encendiéndose miles de lucecitas manuales en la repleta sala: «Amantes; / para la gente somos sólo amantes / por no cerrar la vida en un contrato / y estar unidos sin estar atados». El público se desata. Con todos mis perdones por adelantado, las fans descienden de las gradas al foso como los campesinos de L'Espoir bajaban por la mítica montaña; sólo que aquí Malraux se llama Lazarov. Julio Iglesias percibe agudamente el peligro, tranquiliza a las mozas desde la cornisa y les da dulce caña: «Yo sería barrendero / si tú te hicieras escoba / para tenerte en mis brazos / y barrer juntos tu alcoba ». Como lo oyen, pero con más jarabe de miel.

Lamentos, amoríos, currucucús. Y una declaración confesional que hace que tiemble el Palacio de Deportes: «Señora: pensé que tendría que morirme para ser querido en mi país. Y ahora veo que estoy vivo y se me quiere. Eso hace que me sienta muy, muy contento». Puede estarlo. Ha vuelto a España en plan benéfico. Pero su vuelta ha coincidido, como por azar, con el estreno de una nueva película y el lanzamiento de un nuevo disco. El no se fija en esas menudencias aldeanas: «Me da lo mismo / quedarme o seguir. / No tengo dónde vivir». Griterío dolido: «¡Aquí! ¡Aquí! ¡Aquí!»

Pero él, flor y nata de azules donceles, se irá entre espumas melancólicas de gloria universal. Para cantar hoy mismo en Barcelona y luego afianzarse por doquier en su nuevo papel de doble celestial de Frank Sinatra. No hay quien nos pare. Caminito que el tiempo no borra: de Picasso, señora, a Julio Iglesias.

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