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Semáforos y bienestar

Los índices de bienestar o malestar material de una colectividad han venido padeciendo un exceso de seriedad y convencionalismo. Hasta el punto que indicadores como el ruido de esas sonoras motos todo terreno, en los países capitalistas, no se descuentan del crecimiento del PNB o no se incorporan al aumento de los precios. En los países socialistas, por ejemplo, el recorrido de los innumerables camiones vacíos de carga aparece, por el contrario, contabilizado de alguna manera dentro de la actividad del transporte. Entre los posibles ejemplos de mala contabilización del bienestar, la elección aquí realizada ha recaído en uno aparentemente inofensivo: los semáforos.Los semáforos hicieron su aparición para regular el tráfico de unas ciudades que después de llenarse de habitantes se llenaban de coches. Del mismo modo que se numeraban las entradas de los campos de fútbol o de los cinematógrafos se tuvo que regular el tránsito del automóvil. Naturalmente, cuando Madrid -allá por los años 1950- sólo contaba con un parque motorizado de 40.000 vehículos -la mitad eran turismos y la otra mitad camiones y camionetas-, los guardias de la porra se bastaban y sobraban para manejar la circulación. El semáforo constituía una especie de extravagancia extranjera e incluso un desleal competidor del municipal.

Pero con el desarrollo de los sesenta apareció el reino del Seiscientos y comenzaría una enconada pugna entre automovilistas y semáforos. Bien es verdad que es entonces cuando la anarquía urbanística inicia su vertiginosa carrera especulativa. Lo que en un principio se apuntaba como una amenaza perfectamente conjurable se tragó a una gran parte de nuestro patrimonio urbano, arrasando bulevares y diseñando auténticos laberintos, como los barrios que se extienden desde Las Ventas hasta la Cruz de los Caídos. El arte de trazar y ordenar ciudades no puede anotarse en el activo de los responsables municipales del anterior régimen político. De modo que automovilistas y semáforos han tenido que vérselas, unas veces, en un medio muy estrecho, tanto que se podía pensar si lo que sobraban eran coches o lo que faltaban eran calles. En otras ocasiones, los bulevares rotos y convertidos en autopistas de cortísimo recorrido tenían un rápido final en un semáforo o en un estrarígulamiento tan estrecho que cuestionaba el ancho tramo anterior.

Mientras tanto, los automóviles crecíeron y se desarrollaron, como el Amadeo de lonesco. Entre 1955 y 1978 los vehículos motorizados pasan en España de 310.000 a 9.000.000. Pero los responsables del tráfico sólo discurren un remedio para ordenar sus desplazamientos: ¡los semáforos!

La primera alarma del nuevo mecanismo la proporcionó esa «pintoresca» carretera de circunvalación en Albacete, con su imponente muralla manchega de semáforos. Cerca de la propia capital, el paseíto en coche hasta el Pardo se convertiría en un pequeño suplicio por un semáforo, a la altura de la desviación de la Zarzuela, cuya principal misión es estar rojo. Los ejemplos, por desgracia, se repiten, obstaculizando el tráfico rodado. Pero lo peor no son las cercanías, sino lo que está sucediendo dentro de la propia capital. En una vía Norte-Sur fundamental, como es la Castellana, no está prácticamente estudiado y organizado los giros para seguir el tráfico que se cruza verticalmente; es necesario esperar dos luces rojas. En muchas glorietas -incluidas las salidas de la M-30-, los semáforos también obligan a dos paradas prácticamente muertas. El acceso a Reina Victoria -para elegir un caso concreto- ha quedado prácticamente condenado gracias a un inútil semáforo; eficacísimo, sin embargo, para provocar espléndidos embotellamientos. ¿Es imaginable el atasco que se produciría si la gran plaza de l'Etoile, de París, tuviese regulada su circulación con semáforos?

El tráfico necesita ciertas convenciones para poder discurrir con fluidez y, sobre todo, para disminuír los riesgos de accidentes. Esto es un valor aceptado plenamente. A nadie se le ocurre dárselas de inglés cuando la circulación es a derechas. Tampoco se trata de proscribir la utilización de los semáforos; sólo se trata de reflexionar sobre su proliferación. Porque si el número de automóviles en Italia o Francia es muy superior al nuestro, es totalmente seguro que les aventajamos en número de semáforos. Las soluciones buscadas en la difícil dialéctica de la circulación por los ayuntamientos y las jefaturas de Tráfico que en el mundo han sido, van, sin ningún género de dudas, más allá del semáforo. A las horas punta de entrada o salida del trabajo, los responsables de la circulación tienen buen cuidado de,que los agentes cumplan con su misión de sustituir o completar las rigideces mecánicas del semáforo. Se utilizan incluso la totalidad o parte de las calzadas opuestas para descongestionar en pocos minutos los atascos de esos momentos de altísima densidad de tráfico. Pero, sobre todo, y como norma de circulación, se concede a otros países, que se han encontrado antes que nosotros con los problemas de los embotellamientos, mayor auto.nomía a los propios automovilistas. También aquí aparecen nuestras prohibiciones. ¡Estáte quieto! ¡No hagas nada! Hasta el punto de que cuando la luz se pone verde nos quedamos inmóviles.

En estos tiempos de crisis energética no conviene quizá abusar de los juegos de luces, ni tampoco fomentar el consumo de carburantes por una excesiva regulación de la circulación. A las instituciones democráticas nos atreveríamos a pedirles algo tan sencillo como la supresión de algunos semáforos «inútiles». Quizá esto por lo menos aumente un poco el bienestar ciudadano que no sólo de pan vive el hombre, ni de semáforos el automovilista.

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