Sobre la ley de Autonomía Universitaria
El proyecto de ley orgánica de autonomía universitaria convoca estos días buena parte de la atención de los españoles, después de un largo proceso de redacción, en el que circularon, con más o menos fiabilidad, varios «borradores».La agitación suscitada en torno suyo y la crítica del proyecto mismo son temas de profunda complejidad que no se intenta esclarecer por completo en estas líneas. Pero sí resulta posible verificar alguna aproximación a ambas cuestiones para despojarlas de valoraciones emocionales, interesadas, y hasta poco sinceras, que se deslizan en la información que recibe el español medio.
Algunas de las reacciones provocadas por el proyecto vienen determinadas por la espesa vida que se asienta hoy en la Universidad. Está claro que los grados de deterioro de sentido y de embrollo legislativo presentes en ella han alcanzado cotas difícilmente soportables.
Si de un lado existe hoy, y se oculta o se niega casi siempre, un alto grado de calidad y dedicación en la mayoría de los docentes de la Universidad española, no es menos cierto que ni los medios a su alcance ni el interés social que lleva alumnos a las aulas ayuda muy poco a la labor que intentan los más de entre los profesores. Casi cada uno de los ciudadanos que mira a la Universidad, para sí o para sus hijos, ha sido confundido por una legislación que no distingue entre la habilitación para ejercer una profesión (título) y los conocimientos científicos y la madurez intelectual (grado). En consecuencia, buscará en la Universidad sólo certificados administrativos y pretenderá que la oferta social de puestos de trabajo condicione la razón de ser y de vivir de la institución universitaria.
Los diversos grupos que defienden ideologías moldeadoras de las sociedades políticas tampoco parecen muy interesados en autolimitarse al reconocer un fuero especial de libertad universitaria, donde toda fuerza se reduzca a razón, y, lo nieguen o no, buscan monopolizar ideológicamente el recinto académico.
La masificación de los alumnos y la improvisación de soluciones apresuradas han quebrantado el proceso de formación del profesorado, generando un entresijo de inmadurez, incomprensión, temores, suspicacias, prisas, confusión de papeles, inversión de funciones, etcétera, que ahoga fácilmente capacidad y vocación y que no puede reducirse a un común denominador que permita ofrecer fórmulas resolutivas simplificadas. Y tampoco pueden dejar de mencionarse ni la «patrimonialización» de la Universidad, que reiteradamente han aplicado individuos y grupos, para facilitar su acceso al poder, ni la «comarcalización» defendida por otros para lograr su propia instalación personal en sede académica, desembarazándose de las incómodas competencias que acarrea la igualdad de los españoles cuando se demandan profesores.
Parece poco objetable afirmar que tal estado de actitudes debe desaparecer cuanto antes. Pero no ce es menos cierto que la solución plena no puede llegar de una sola vez ni pronto. Es casi irónico oír el que se debate sobre la conveniencia de nuestra mayor o menor proximidad a cada uno de los posibles modelos universitarios del mundo cuando estamos en presencia de tal agonía en nuestra Universidad que la única cirugía posible es la que restaure de momento una vida menos precaria que la de ahora.
Planteándose las cosas así, es, creo, defendible afirmar que se impone en primer término un saneamiento del marco legal de la Universidad. Coexisten hoy, en mayor o menor medida, las leyes de Ibáñez Martín, Lora Tamayo y Villar Palasí, amén de un montón di de disposiciones de rango inferior que ni guardan entre sí coherencia ni dejan de presentar lagunas.Tampoco la Constitución ha facilitado las cosas al proyectar parte de se sus frecuentes ambigüedades en las alusiones que hace al tema universitario. Ambigüedades que han permanecido en la redacción de los estatutos autonómicos territoriales si y que complican profundamente el ir camino a tomar en el desarrollo legislativo que ha de darse a la vida académica.
Centrándonos ahora sobre el proyecto mismo, una vez establecido el criterio de que es imprescindible legislar sobre este tema u criterio que sólo se niega desde oscuros extremismos, cabe destacar algunos de los temas sobre los que habrá de pronunciarse el Parlamento.
No sería justo negar que el texto E presentado encierra positivos planteamientos en importantes aspectos. Así, serían ejemplos: el equilibrio alcanzado entre los tres concentos primordiales de la autonomía académica como facultad de autogobierno, la idea de enseñanza universitaria como servicio público de carácter nacional y la presencia de las comunidades autónomas preocupadas básica mente por la transmisión de la cultura de ese grupo social; la presencia de un consejo de universidades, de composición equilibradora de tensiones y con eficacia superior al Ministerio del ramo; el plantea miento de una carrera académica para formar y promocionar al profesorado (quizá aquí con excesivas concesiones al localismo); el hallazgo de puntos de equilibrio entre la habilitación estatal del profesor y su adscripción a universidad concreta (tema donde parecen haber influido los sistemas alemán tradicional e italiano); la concepción y presencia del tema de la in vestigación, etcétera .
Si en ocasiones la calidad jurídica alcanzada en el proyecto es superior a la escasa que aparece en nuestro reciente proceso constituyente, como ocurre con el primero de los ejemplos que acaban de proponerse, en otras ocasiones, sin embargo, no deja de preocupar qué pueda ocurrir al desarrollar las ideas matrices contenidas en el proyecto. Ya se ha apuntado el excesivo riesgo de localismos protagonistas en la selección del profesorado. Habría que insistir en que el juego de la habilitación y la adscripción a plaza concreta, amén de la persistencia de la doble línea de profesores, numerarios y contratados, mecanismos que esta norma contempla, sólo rendirán efectos satisfactorios en un clima general de ética universitaria y moral pública que ninguna ley puede engendrar por sí sola. Por otro lado, quizá existan mentes de legalismo estricto que propicien interpretaciones poco justas de preceptos, como los relativos a las funciones del consejo social o los concernientes al papel de las universidades privadas, tema este que no puede desprenderse del conflictivo modo de afrontar la totalidad del tema educativo, que parece presentar en la España de hoy radicales divergencias entre las concepciones de sectores ideológicamente refractarios al consenso, pese a que, para lograr una apariencia de él, se haya jugado en la Constitución con las palabras hasta casi conseguir que signifiquen poco si no se aplica una minuciosa interpretación, nueva fuente de rebrote del conflicto inicial.
En síntesis, la ley de Autonomía Universitaria es hoy ya imprescindible. Este proyecto concreto quiere asemejar notablemente nuestras universidades a esquemas válidos en países que siempre se distinguieron por su actitud de potenciar a su universidad en lugar de usarla para beneficiar a su costa intereses de personas, grupos o partidos. Enmendar su totalidad o gritar contra ella en la calle, aparte de que lo primero sea admisible y lo segundo no, en nada mejora la situación de la Universidad española. Otra cosa es pedir información profunda, minucia y agudeza previsora de futuros en el debate parlamentario. Otra cosa es pedir que se midan muy bien los pasos en el desarrollo posterior de los principios que en ella se establecen para evitar que a su amparo se mine la institución que ahora se recrea. Otra cosa es pedir que se piense por todos los españoles en lo que la autonomía universitaria tiene, sin demagogias, como límite natural en la idea de servicio público, en lo que las comunidades autónomas tienen de propio y peculiar para hacer presente en la vida académica y en lo que tienen que recibir del común patrimonio universal de la cultura y de la ciencia.
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