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Tribuna
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El fulgor y la sangre

Titulo así esta crónica en homenaje a Ignacio Aldecoa y su mejor novela, tras el desencantado, acerado y acertado artículo de Jesús Fernández-Santos, en este periódico y hace bien poco, artículo que está entre canción de amigo (el amigo, Aldecoa, muerto hace diez años) y anatomía triste de la triste España.Pero entre el fulgor de la democracia y la sangre del terrorismo, España se nos está perdiendo de vista. Germán González, la primera víctima del Estatuto vasco, viene ya a mezclar la sangre socialista con la lluvia dormida de Zumaya, y el sirimiri rojo se renueva, sigue lloviendo sangre contraria sobre el corazón de piedra verde de los vascoespañoles y vascoantiespañoles de-uno-u-otro-signo. Teníamos y manteníamos una delgada esperanza en la función y eficacia de los estatutos, remisamente aceptados, y el otro día los alegorizaba yo aquí como esas dos llaves de puerta o armario que al Rey se le rompieron en las manos. Los estatutos/llave no han abierto ni cerrado nada, sino que la sangre del cielo desciende en aurora boreal sobre un país entero y el nombre español y común de Germán González es ya la primera enmienda, horrible tachadura, cadáver, a la totalidad de un Estatuto.

Sé cómo han ido las cosas en Cataluña. Me han tenido muy informado. Tarradellas ha dicho su frase honorabilísima y astuta:

-No me voy. Estaré al lado del que venga.

Y el que viene, el que llega, en Cataluña, parece claro que es Raventós. La burguesía autonomista de Barcelona ha visto de pronto que la izquierda puede quedarse con el parlamento catalán, y entonces se ha abstenido de votar, se ha quedado en sus barrios altos del ensanche, a la sombra verde del Tibidabo, en tanto que Senillosa firmaba documentos proabortistas y los inmigrantes, abandonando la guerra de Rojas Marcos, suscribían en masa el Estatut, como un solo charnego. Quizás al catalanismo leninista, todo esto le trae un poco flojo, pero ya se proyecta, en los estudios de Miramar, un don Juan de Serrallonga televisivo y telebilingüe, mejorando la vieja película Cifesa sobre el bandolero generoso de Cataluña, que hoy puede ser un Rizal maragalliano, un Juárez pasado por Verdaguer, un héroe de la circunstancia histórica que vivió a caballo. En tanto, Terenci Moix y Enric Majó son ya el Cocteau/Marais, traducidos a cultureta, del internacionalismo barcelonés y eso que Paul Morand llamó «la noche catalana».

Quiere decirse que los catalanes, si desean o necesitan lucir un hombre en armas y pie de guerra , siquiera sea como muestra decorativa que haga guardia en San Jaime, tienen que recuperar a Serrallonga de la historia y la leyenda, porque han llegado a un Estatuto desganado, pero incruento, mientras que el País Vasco parece, desde aquí, ser todo él hombres en armas y tierra en pie de guerra, con la respuesta muda, atroz y unipersonal del primer obrero muerto después del referéndum. Eso que tantas veces dice la derecha, extrema o no, cruzada o sin cruz, de que estamos volviendo la cabeza para no ver la sangre, es verdad en la medida en que no se monte la ecuación sangre/democracia, tan en el alma llanera del integrismo mesetario. Estamos volviendo la cabeza.

Hay que esconder la cara en la solapa alzada del abrigo porque sopla en Madrid el viento del preinvierno y porque no podemos, no queremos ver -que no, que no quiero verla- la sangre del muerto más fresco aún sobre la arena de una playa pescadora y nublada. Hay que ignorar, hay que olvidar que estamos en guerra civil de civiles, que estatutos y amnistías sólo son puentes voladizos de esta guerra. Hay que dejarse en casa muchas cosas, en el paragüero, del que sólo tomamos el paraguas, para salir a la calle y vivir un Madrid rubricado y firmado por cincuenta y tantas mil bicicletas dominicales y municipales. Hay que no dejarse cegar por el fulgor de la democracia, tan nublado por el hombre del tiempo, y mirar con dolor doblado de ignorancia este sirimiri de sangre que va espesando en nosotros la consabida nostalgia del légamo. ¿Cuándo escampará la muerte?

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