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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Patrimonio sindical y amarillismo

EN EL Pleno de anteayer fue derrotada una moción socialista que exigía la apertura de negociaciones entre las centrales sindicales históricas y el Gobierno para la devolución del patrimonio incautado durante la guerra civil, así como la creación de una comisión mixta que estableciera el inventario de los bienes de la fenecida organización vertical.No parece que la propuesta fuera ni maximalista ni apremiante. En cualquier caso, no se entienden bien los motivos por los que el Gobierno no comprende, de una vez por todas, el camino hacia una solución equitativa, razonable y negociada de ese pleito. En alguna otra ocasión hemos señalado que por muchas que puedan ser las dudas acerca de la titularidad compartida del patrimonio acumulado a lo largo de cuarenta años de nacionalsindicalismo y las dificultades técnico-jurídicas para restituir a las centrales históricas los activos que legítimamente poseían en 1936, al menos hay una cosa segura: al Gobierno no le asiste el menor derecho para continuar usufructuando propiedades que no le pertenecen y para convertirse en juez del destino de los edificios e instalaciones asignadas todavía hoy a la AISS. Y también se halla fuera de discusión que los remoloneos de la Administración, no ya para ceder bienes que no son suyos, sino para crear las previas condiciones jurídicas y contables que hagan posible su transferencia a terceros carecen de cualquier justificación que no sea el manipulador intento de reservarse esa importante baza para jugarla en su propio beneficio.

Los hombres que dirigen UCD coquetean, desde hace tiempo, con la idea de disponer, en el mundo sindical, de una organización que mantenga con el partido del Gobierno relaciones de cooperación o dependencias similares a las que guardan CCOO con el PCE y UGT con el PSOE. Los rumores, confidencias y relatos secretos acerca de los nexos establecidos entre UCD y USO en los últimos meses son demasiado numerosos y contienen demasiados detalles como para despacharlos como un bulo o una fantasía. La reacción de CCOO y UGT ante la eventualidad de que los centristas apadrinen a una central sindical ya existente o formen una de nuevo cuño ha sido enérgica y airada. En opinión de socialistas y comunistas, ese proyecto cae de lleno en el sindicalismo amarillo. Pero el hecho indudable y verificable de que una parte, aunque no sea la mayor o la más politizada, de la población asalariada española vota a UCD y no está afiliada a ninguna central priva a esa acusación de contundencia y exactitud. Ni CCOO, ni UGT, ni las centrales vinculadas a ORT y PT, ni la CNT, ni ELA-STV pueden aspirar a formar un oligopolio sindical que niegue el derecho a la existencia a otra organización que busque sus afiliados en las zonas políticamente más templadas e ideológicamente más moderadas de la clase trabajadora. Tampoco la eventual correlación, que no por probable deja de exigir verificación entre esa central emparentada con UCD y niveles de remuneración más bien elevados y funciones dentro de las empresas de carácter técnico y administrativo podría servir de soporte al remoquete de amarillismo. Tanto los comunistas como los socialistas buscan la superación de los criterios puramente «obreristas» en el mundo sindical y tratan de integrar a los técnicos y a los empleados de cuello blanco en sus centrales.

Ahora bien, los indiscutibles derechos de UCD a utilizar la libertad sifid1cal que la Constitución establece y a conseguir. un modesto puesto al sol en el mundo de los trabajadores organizados nada tienen que ver con la eventual pretensión del Gobierno de utilizar los recursos del poder para privilegiar, potenciar y alimentar una central propia. Esa estrategia no sería amarillismo, sino pura usurpación. Si la incomprensible tardanza del Poder ejecutivo en abrir negociaciones serias con las centrales sindicales para la devolución de los bienes incautados durante la guerra y la regulación del patrimonio verticalista tuviera como fundamento el propósito de utilizar esos activos en beneficio de su propia central, estaríamos ante un caso escandaloso de apropiación indebida y malversación de fondos públicos.

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Es un hecho que la rigidez del mercado del trabajo y la incongruencia de las relaciones laborales del franquismo con el marco democrático constituyen uno de los cuellos de botella de la actual situación de estancamiento económico, retraimiento de las inversiones y resistencia de los empresarios a ampliar sus plantillas. Pero si bien podría calificarse como demagogia de izquierda la pretensión de perpetuar unilateralmente la normativa laboral del nacionalsindicalismo en aquellos aspectos aislados que favorecen intereses gremialistas, resulta comprensible que las centrales y los partidos que las patrocinan se opongan a una simétrica demagogia de derechas, que predica la abolición de los elementos corporativistas de las relaciones industriales sólo en la parte que beneficia a los empresarios. El verticalismo fascista y la rigidez del empleo eran las dos caras de la misma moneda. La idea de que los sindicatos deben aceptar de buen grado la flexibilización de las plantillas, en tanto que la abusiva retención del patrimonio sindical por el Gobierno les condena a la indigencia y les impide proporcionar prestaciones y servicios a. sus afiliados, sólo se le ha podido ocurrir a alguien o muy tonto o demasiado listo.

Mientras el Gobierno siga detentando unos bienes que no le pertenecen y prestando oídos sordos a las propuestas de las centrales para negociar la devolución de los activos incautados en 1939 y la utilización del patrimonio del verticalismo, el partido en el poder carecerá de autoridad moral para alterar el cuadro más general de las relaciones laborales. Decisión, por lo demás, imprescindible y urgente para adecuar nuestras instituciones económicas dentro del marco democrático para reactivar la actividad productiva y para elevar a plazo medio los niveles de empleo.

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