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Tribuna:DIARIO DE UN SNOB
Tribuna
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El diseño del gato

Amo, como hombre que ve más la línea que el color, el diseño del gato, y algún día quizá publique un libro con el título que ahora le doy a esta crónica:- Los derechos del animal deben ser defendidos por la ley como los derechos del hombre.

Esto es lo que leo en la Declaración Universal de los Derechos del Animal, un texto que, de momento, me ha interesado casi tanto como el de nuestra Constitución. La Constitución nos es vital, pero la ecología también, y sus dulces bestias, de modo que Brigitte Bardot y yo nos hemos repartido a nuestra manera los animales del mundo:

-Para tí las focas, para mí los gatos.

El animal ve a su Dios -el hombre-, mientras que el hombre, a su Dios no lo ha visto nunca. Ya sólo por eso son mejores que nosotros. La historia y la ecología están siendo destejidas brutalmente ya un mismo tiempo en esta paz áurea que vive el mundo desde Hiroshima, mon amour. La paz es una cosa muy destructiva y por eso comprendo a los apóstoles españoles de la guerra en Madrid o en Zumárraga. La ONU va a aprobar en seguida ese documento sobre los animales.A medida que uno, con la edad, va estando cansado de los hombres y cansado para las mujeres, descubre más y mejor el mundo y el dibujo animado de las bestias, nombre éste que casi siempre les queda excesivo.

El único inconveniente para conocer bien y amar a los animales son esos fascículos de historia natural que suelen salir por ahí. Los fascículos no tratan de que tengamos en casa una foca, un gato o un lobo estepario, sino de que tengamos en casa un fascículo, muchos fascículos, una colección que luego podemos encuadernar con tapas al efecto, forradas de piel de lince, cuando de lo que se trataba en los fascículos era de proteger al lince.

Hay que dejar los fascículos e ir a los bichos directamente, puesto que unos y otros andan por la calle, y no parece serio ponerse a echarle pan a un fascículo, mientras que yo conozco una vieja de gorro verde de punto, por detrás de López de Hoyos, que todas las tardes a las cinco da de comer a una punta de gatos callejeros, golfos y entrecruzados, en los que asoman las más hermosas e imprevistas Yariantes de las genealogías de solar, que son las buenas. Esa mujer no lee fascículos. Lee en los gatos directamente. Gatos azules, rojos, verdes, negros, de todos los colores que da el hambre.

Los franceses, como siempre el han sido los primeros, aunque Roma sea ciudad de gatos más que París, (gatos romanos, tan amados y bien cantados de Rafael Alberti, que, efectivamente, tenía gatos gatunos en la casa de campo italiana donde yo le visité hace ya años). Los franceses se han inventado el gato libre. ¿No es hermoso? Y todavía le preguntan a uno por qué es afrancesado, y todavía hay en España ferias y fiestas en que se fusila a los afrancesados.

El gato libre (por favor, no liebre, que las erratas no siempre son sagradas, como para Breton), el gato libre -decía-, y esto te lo explico a tí, Rojito mío, que ronroneas tu infancia cuando escribo, «disfruta de toda su capacidad de acción callejera». Lleva una señal que le hace respetado y respetable por los humanos, y esto me recuerda los judíos con señal que Dionisio Ridruejo viera en Alemania, caminando humillados y sin poder subirse a las aceras, que eran para la otra raza. Unos marcan al gato como signo de libertad y otros marcan al judío como signo de barbaridad.

El gato-experiencia se llama Nicolás -oye, Rojito-, y vive en el cementerio Montmartre, de París. Andaba medio envenenado por los servicios higiénicos de París, como andamos gatos, perros y demócratas en las grandes ciudades. Le han esterilizado y puesto la señal de libre. Lleva una gran estrella no humillante, como la de los judíos (estoy leyendo Los cuadernos de Rusia, de Dionisio) y

vuelve a dormir a los pies de Berlioz, de Dumas, de Offenbach, calentando los pies de los grandes muertos con su sueño de gato. Es irónico que, al cabo de los años, apenas poco más que en su gato pueda creer un hombre que creyó en todo. Escucha, Rejito, aunque yo no sea Berlioz, ni Dumas, ni Offenbach, quiero que calientes ya en vida mis pies helados de muerto, cuando duerma. Y si es posible cuando muera.

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