El niño comprende
Un niño de cinco años, que había sido informado de que su padre se «había ido al cielo», desarrolló una compulsión a trepar continuamente, buscando los sitios que le permitieran llegar lo más alto posible «para alcanzar a papá», pero lo hacía de tal manera que ponía en riesgo su vida. Su deseo manifiesto era el de reunirse con su padre, negando todo peligro a los actos que realizaba. El deseo inconsciente era matarse para recuperar a su padre a través de la muerte, identificándose con el muerto. Buscaba castigarse así por la culpa persecutoria proviniente de su rivalidad edípica, y lo que para él parecía ser el cumplimiento mágico de sus impulsos de eliminar al padre, al que, por otra parte, quería mucho.La incomprensión del adulto, su falta de respuesta a las preguntas del niño, provocan más dolor y son causantes de problemas. Si ha ocurrido una muerte en la familia y el adulto miente, cree defender al niño del sufrimiento, como si negando lo que causa dolor, mágicamente lo anulara. Confunde, a veces, el dolor de la situación misma, con la explicación acerca de ella. Puede, frecuentemente, creer que el niño no entiende y no es capaz de explicación verbal. En su lugar, suele dar versiones que no dan cuenta de la realidad.
La actitud de engaño ocasiona diversas consecuencias. La primera reacción frente a la pérdida de un ser amado es negar la realidad del hecho. El adulto, al ocultarla al niño, refuerza esta negación y, junto con ello, dificulta el paso a otras fases de la elaboración del duelo, que el niño tiene que realizar al igual que el adulto. Por otra parte, la contradicción entre lo que el adulto te relata y la percepción que tiene de lo sucedido, crea en el niño un estado de confusión, a lo que se agrega el dolor de la permanente frustración esperando un retorno imposible. Además, en el fondo, capta que le mienten y se asusta más aún frente a ese algo terrible y desconocido que le ocultan, se puede volver más desconfiado frente a los adultos y trasformarse toda su relación con el mundo y su capacidad de aprendizaje de la realidad.
El niño comprende. Esta es una verdad que podemos verificar día a día: basta observarle. Comprende mucho más de lo que el adulto está dispuesto a aceptar. Capta cuanto ocurre a su alrededor y su capacidad de observación sorprende una y otra vez a los que lo rodean. Registra los estados de ánimo de las personas de su ambiente, la tensión, la ansiedad, la impaciencia, el miedo, y percibe cuando ocurren en su medio hechos dolorosos ante los que reacciona, a su vez, con angustia y dolor.
El mito de la inocencia o el así llamado paraíso infantil, sufrió severos impactos con el descubrimiento de Freud de la sexualidad infantil y el creciente conocimiento de la complejidad de las emociones, conflictos y ansiedades de la más temprana infancia.
El deseo de los adultos, de mantener ese mito y defenderlo de todos los descubrimientos es tan intenso, porque sienten que pierden un reducto donde poder proyectar su propia negación de todo lo penoso de la vida, y su miedo a la muerte. Se aferran, pues, a la creencia de que los niños no saben de la muerte, ni la temen, porque no tienen de ella el concepto consciente que pueden tener los adultos.
Los niños poseen, muy precozmente fantasías inconscientes acerca de la muerte, que toman formas diferentes en los distintos estadios de su evolución, y que pueden detectarse estudiando su conducta y, muy especialmente, su material de juego.
La realidad psico-biológica del niño al nacer, su fragilidad, su estado indefenso, la pérdida de la relación intrauterina protectora, donde el aflujo de los elementos necesarios para su vida es continuo y sin interrupciones, hace que se sienta en una oscura y confusa situación de peligro de aniquilamiento. De hecho, esto podría ocurrir si se le dejara librado a sus propios medios. El niño ha sufrido ya su primera pérdida. Los brazos de la madre que sostienen calma su terror a caer y desintegrarse; el pecho de la madre que alimenta hace desaparecer el miedo a ser devorado por el dolor del hambre; la calidez de su cuerpo, de su voz, le tranquilizan en cuanto atestiguan su presencia como la de alguien que proveerá a sus necesidades y no le dejará abandonado a su propio desvalimiento, que moviliza e intensifica a límites terroríficos su angustia de muerte.
Vemos cuán cerca están, en el principio de la vida, el miedo a la propia muerte y a la de la persona que le permite sobrevivir, agudizándose la angustia en cada situación en que sienten la falta de un objeto protector. Esta angustia es similar a la que puede experimentar cuando este objeto está muerto para él; es decir, está ausente para siempre. En el curso de la vida, estos temores se irán independizando, aunque nunca totalmente, porque en cada ser amado que desaparece, hay partes propias que pueden desaparecer con él.
Cuando los niños expresan su temor a la muerte, en los primeros períodos de su vida, lo hacen a través del lenguaje no verbal. Puede manifestarse a través del llanto, gestos, ciertas formas de conducta, pesadillas, etcétera. Pero verbalizan dicha ansiedad a partir de los tres o cuatro años, edad en la que la curiosidad del niño comienza a expresarse en relación con distintos temas: la sexualidad, movilizada -según decía Freud- por el nacimiento de hermanos y el miedo a perder la protección de sus padres y el rol de «el niño pequeño de la familia». Esto le estimula a investigar de dónde vienen esos hermanos, fantaseados como enemigos que le van a arrebatar la propia exclusiva de los padres. Junto con la curiosidad por la sexualidad de los padres, por el origen de los hermanos -que implica el origen de la vida-, aparece también la curiosidad por la pérdida de la vida, por la muerte.
Es conveniente que los padres puedan responder a la curiosidad que experimenta el niño por todos estos problemas. Sus preguntas deben ser contestadas cuando surjan espontáneamente en él, sin provocarlas ni inducirlas. Es decir, esperar a que el niño esté preparado y maduro para recibir la respuesta.
Naturalmente, influirá el contexto cultural que le rodea. A veces, los niños no interrogan porque sienten el ambiente poco propicio para plantear sus preguntas, porque no tienen suficiente confianza, porque se les ha mentido antes acerca de otras cosas o porque están atemorizados por prohibiciones.
Si las condiciones externas o internas no son favorables, para elaborar el duelo y aceptar la pérdida, los niños pueden enfermar, rechazar los alimentos, presentar trastornos de sueño, alteraciones en la conducta o en el aprendizaje, o sufrir accidentes inconscientemente provocados a modo de microsuicidios.
Así como el adulto, el niño puede elaborar los duelos de las pérdidas que sufra en formas más normales o más patológicas, y en ello influirán además de la actitud de los adultos (decir la verdad o engañar), la significación de la persona que ha desaparecido en la vida del niño, los sentimientos de amor y odio experimentadas hacia ella, la calidad de los sentimientos de culpa derivados de los mismos y la del niño para tolerar la capacidad del niño para tolerar la frustración, la angustia y el dolor de la ausencia. Debemos entender que aunque la idea que un niño pueda tener de la muerte no sea exactamente igual a la del adulto, la desaparición de un ser querido provoca intenso sufrimiento y le deja en una situación de mucha angustia y desamparo.
En otros casos, la culpa persecutoria frente a los muertos puede producir el temor a sus represalias, que explica la aparición de fobias, acentuación de miedos a la oscuridad, a los fantasmas, etcétera; a veces, controlados con rituales obsesivos, equivalentes a los rituales de apaciguamiento institucionalizados de los adultos.
En condiciones favorables, el niño podrá elaborar, aunque no sin sufrimiento, los duelos por los seres queridos muertos, como también por todas las grandes y pequeñas pérdidas que jalonan el vivir (cambios de colegio, alejamiento de amigos, mudanzas, separaciones de los padres, etcétera; además de las pérdidas inherentes a los cambios evolutivos: nacimiento, destete, caída de los dientes de leche, etcétera). En este sentido, los juegos de pérdida y recuperación, que adquieren múltiples formas y grados de complejidad, serán instrumentos inapreciables que el niño utilizará para elaborar la ansiedad represiva, admitir la pérdida, tolerar la pena, y reconstruir su mundo interno -que le pondrá en condiciones de continuar su evolución y abrirse a nuevos logros- en base al recuerdo y el ligamen amoroso con los objetos perdidos.
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