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Juan Pablo Il modificó en numerosas ocasiones el protocolo previsto

Juan Arias

Juan Pablo II, el papa Wojtyla, inauguró el domingo oficialmente su pontificado con una ceremonia sencilla pero grandiosa en el magnífico escenario de una plaza de San Pedro abarrotada hasta los topes y vestida de ese sol incomparable del otoño romano.

Fue una verdadera fiesta, donde hubo de todo: la alegría desbordada de los polacos que cantaban y lloraban sin pudor, momentos de emoción cuando el Papa se levantó para abrazar a su contrincante en el cónclave, el terrible cardenal Siri, y cuando no permitió que el primado de Polonia, cardenal Wysznyski, le besase las manos y le besó él las suyas. Desconcierto de los maestros de ceremonias cuando el papa Wojtyla, saltándose a la torera el ritual, inventaba nuevos gestos, como cuando le quitó de las manos al diácono el libro de los Evangelios en griego y poniéndoselo en la frente, como hacen los ortodoxos bendijo con él a la muchedumbre, o cuando saludaba enarbolando el Cristo moderno heredado de Pablo IV, o cuando, terminada la misa, se escapó literalmente, para ir a arrodillarse ante los subnormales e impedidos que habían asistido en sus cochecitos, o cuando llamó a un niño polaco que tenía en las manos un ramo de flores, lo abrazó y besó. Después de una ceremonia que duró más de tres horas hizo saber a la multitud presente, con gestos tan significativos que todos los entendieron, que se esperasen porque se iba a asomar a la ventana de su despacho para recitar el Angelus con ellos. Y el viejo mundo de la curia se quedó con la boca abierta mientras en la plaza la gente reía con todas sus ganas cuando después de tanta tensión espiritual el Papa les dijo: «Y ahora hay que acabar porque tenéis que ir a comer vosotros y también el Papa.»

Su discurso fue aplaudido 32 veces. Leyó seis folios en italiano y se equivocó sólo en tres acentos. Como ha escrito un experto de lingüística: «Antes los papas cuando hablaban parecía que se lamentaban. Aquí estamos ante un Papa que habla seco, fuerte.» No cabe duda que el papa Wojtyla no se ha olvidado en su alocución de los años jóvenes en que actuaba como actor de prosa y de poesía en los grupos clandestinos de vanguardia. Gritaba y susurraba palabras de fuego como cuando dijo: «Abrid, abrid de par en par las puertas a Cristo. No tengáis miedo: abridle los confines delos Estados, los sistemas económicos, políticos, los campos de la cultura, de la civilización, del desarrollo» o cuando con carga mística lanzó un reto religioso a las ciencias del hombre, desde la filosofía al moderno psicoanálisis: «El hombre no sabe lo que lleva dentro en lo profundo de su alma y de su corazón. Sólo Cristo lo sabe. »

Ningún Papa en un solo discurso había pronunciado tántas veces la palabra «Cristo» y la palabra «hombre». Pero los comentarios en Roma a sus palabras, que electrizaron a las 300.000 personas presentes, han sido muy diversos. Un botón de muestra: el vespertino comunista Paese Sera, en primera página, a cinco columnas, escribe: «La homilía de Juan Pablo II a los fieles ha tocado exclusivamente temas religiosos», mientras el liberal Stampa Sera, casi a toda página: «Papa Wojtyla inaugura su pontificado con un fuerte discurso político.»

Juan Pablo II dijo en su discurso que había renunciado a la coronación para que quedase claro que la Iglesia no posee un poder «temporal», sino sólo «religioso». Y este poder espiritual, dijo el Papa, es una «autoridad que no desea aplastara nadie », porque se dirige a las conciencias y no usa la fuerza. Dos gestos significativos: termina da la misa en San Pedro fue a saludar primero a los enfermos y a la gente y sólo después a las delegaciones políticas de 125 países presentes. Y esta vez el Papa recibió en audiencia privada primero a los representantes de las veintiocho confesiones religiosas no católicas presentes al rito. Lo hizo la tarde misma del domingo, y sólo el lunes por la mañana a los reyes y jefes de Estado. Los primeros fueron los Reyes de España, que estuvieron con el papa Wojtyla durante veinte minutos. Le regalaron una escultura reproducción del Cristo de Dalí, firmada por el pintor, y la reproducción en filigrana de oro de una «Madorina» italiana. El Papa regaló a los Reyes la medalla de oro de su pontificado y una fo tografía con autógrafo. Y con el humor que lo caracteriza les dijo: «Les regalo esta fotografía aunque tengo la cara muy fea.»

Los Reyes fueron recibidos con mucho cariño por un grupo de romanos que obligaron al Rey y a la Reina a salir a una ventana de la embajada de la plaza de España a saludar.

En el brindis de la cena celebrada en la embajada de España ante la Santa Sede a la que asistieron los cardenales españoles y el cardenal de Guatemala, los miembros de la curia española y otras personalidades religiosas como el padre Arrupe, más todos los miembros de la delegación oficial española, entre ellos los ministros de Asuntos Exteriores y de Justicia, a quienes se añadió el ministro Calvo Sotelo, en visita oficial a Roma. Don Juan Carlos dijo a los presentes: «Sabemos muy bien que a través de Juan Pablo II la Iglesia seguirá tendiendo sus manos y abriendo su corazón a todos aquellos que sufren y son oprimidos por la justicia o la discriminación, tanto en la vida política, económica y social como en lo que respecta a la justa libertad religiosa.» Después de un recuerdo afectuoso al fallecido Papa Luciani («el encuentro con él había sido para la Reina y para mí de inmensa alegría»), añadió: «Tenemos hoy al frente de la Iglesia un pastor especialmente dotado para comprender los problemas de nuestro tiempo, problemas de convivencia entre comunidades que ofrecen diferentes modelos de sociedad, problemas que surgen en las relaciones cotidianas entre grupos humanos, problemas que angustian el corazón humano en un mundo impregnado de materialismo. » Pero en una época tan cargada de signos de contradicción, dijo el Rey, «nuestra mirada se dirige llena de esperanza hacia la Iglesia, cuya misión pacificadora nos conforta y alienta.»

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