El reloj
Con la grande polvareda de las medallas traficadas, perdimos a don Beltrán, o sea Franco. Ahora, la marquesa-duquesa ha vuelto a pone las cosas en su sitio mediante sensata rueda de prensa. Yo no dudo ni por un momento que sea verdad lo del reloj.La versión que me costaba creerme era la otra: o sea, que se llevaba las medallas de oro (oro arañado en los yacimientos del pueblo español) para fundirlas y vendérselas a los dentistas suizos para forrar muelas.
Esta versión del reloj, de que se iba a hacer un reloj con las medallas, la marquesa-duquesa como otro que ya tiene, me parece más sensata pero más patética. Quiere decirse que para esto hicimos una guerra civil: para que una señora se haga un reloj.
Dicen los fanáticos del arte que la vida pasa y la obra queda. Queda en los desvanes, que son la sacramental de libros y cuadros. O sea, que viene a ser lo mismo. ¿Y la Historia, qué, la política, la dictadura? Cuarenta años de imperio, guerra civil fáctica o latente, cuarenta años de represión, muertes, garrote y prensa (según la lacónica fórmula de Franco exhumada hoy por los historiadores), cuarenta años de racionamiento, valores eternos, unidad de las tierras y los hombres de España, cuarenta años de diario hablado, Nodo y Carabanchel, cuarenta años de adhesión inquebrantable y medallas de oro para conseguir un reloj de cómoda. En eso se han quedado cuarenta años. La marquesa-duquesa, sin duda, cree haber aclarado el caso de las medallas en su rueda de prensa, y así lo ha hecho, pero no sé si ha caído en la cuenta, en el símbolo, en la acuñación española que supone haber vendido y comprado un país y sus hombres y mujeres durante cuarenta años para, al final, tener un reloj de consola. Reloj, no marques las horas, porque voy a enloquecer, le diría Yo a ese reloj, con voz de Lucho Gatica, que es la que me sale por las mañanas, cuando canto al afeitarme.
Aprendamos la lección de Historia, queridos niños, la lección de la Historia. Aprendamos que una dictadura, por imperial y cesárea que sea, acaba siempre en un reloj, una lámpara de mesa o un boliche de escalera. Y para eso tanta sangre. La dictadura de Nerón quedó en una lira. La de Napoleón, en un gorro de loco hecho con papel de periódico o de Código Civil. La de Hitler, en una svástica que alegra la culera de Ramoncín. La de Mussolini, en un piano que toca su hijo. La de Stalin, en un best-seller de Solyenitsin.
La Historia es fundamentalmente irónica y a los que lo quieren todo les deja luego en nada, en un «ready-made» de Duchamp, en un «souvenir» de turista, en el telerrifle furtivo de Francis Franco. Serán ceniza, los restos del dictador, mas tendrán sentido, que toda la historia de España está prevista en cualquier soneto de Quevedo. Polvo serán, mas polvo enamorado. Lo que hace falta es que no sean polvo de cocaína.
Adhesiones inquebrantables al jefe, muñidas en los pueblos y cacicatos de España, troqueladas en oro, desplegadas en audiencia de la Casa Civil, el sudor y la sangre de tres generaciones, auríficados en una medalla, y la medalla convertida en reloj, pergeñada por las manos descreídas de un aurífice suizo. ¿Y para eso nuestro trabajo, nuestro esfuerzo, nuestra ignorancia, señora, para eso mi hambre y mi miedo, marquesa-duquesa, para que usted, hoy, se haga un relojito de medallas y mal gusto?
No voy a ponerme patético porque la verdad es que me gusta la ironía de la cosa, de las cosas. Voto a Dios que me espanta esta grandeza, como dijo Cervantes, y que diera un doblón por describirla. O sea la grandeza del imperio franquista hacia Dios. Pero las dictaduras, como nacen de una idea «kitchs» de la Historia, acaban siempre reducidas, minimizadas, expresadas en un objeto «kitchs: un reloj de medallas y retratos. Si a la una sale la cara de Franco, hacia las seis saldrá la de doña Pilar.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.