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Meditación tras unas fiestas

Hemos pasado otra vez por ello: la víspera, celebración y epílogo de una nueva, secularizada, distorsionada, testaruda, agrietada Navidad; seguido por la convencional comedia de Año Nuevo y el ritual de los Magos. Algún día de finales de diciembre pasaron por televisión el filme Mujercitas, el clásico y todavía eficaz folletín de Luisa Alcott. Mujercitas formaba parte del sistema general de nuestras Navidades de adolescencia: villancicos y misas de gallo, tiempo frío, barquillos y turrón; y, por encima de todo: familia. La familia era, sigue siendo, un sistema muy complejo y muy remoto. La familia era la célula fundamental del neolítico. Hoy, las pautas del comportamiento familiar se relacionan tanto con la publicidad como antaño se relacionaron con las iglesias y los rituales agrícolas. Formalmente es lo mismo. Publicidad, ritos e iglesias han favorecido un determinado modo de integración social. Ahora bien; por lo que uno puede observar, el sistema familiar es más estable de lo que podía preveerse. Nuevas generaciones prolongan el modelo al casarse y tener hijos; perpetúan la institución y la pauta; continúan el poderoso ritual y el reparto de papeles; se atienen a la institución fundamental de la cultura neolítica.La cuestión es: ¿Seguimos todavía en la cultura neolítica? ¿Seguimos dentro de los mismos canales sociales que culminaron en la gran domesticación neolítica? Cavilo que para afrontar temas de este calibre, es preciso rastrear tanto en el arte como en las costumbres. Como ha señalado Mumford, el arte ha precedido siempre a la utilidad. Jacques Attalí sostiene incluso que, dentro de las artes, la música es la que recoge antes que ninguna los signos de los tiempos. «La musique est la bande audible de la société.» Es posible. En todo caso, ¿qué nos dicen las artes? ¿Qué se detecta en el ambiente? Bien; uno sospecha que lo que se percibe en el aire es una incipiente resurrección de todo. En arte y en costumbres todo tiende a ser híbrido. Las genealogías estallan. Se produce una implosión de modelos y surge la posibilidad de ensayar combinaciones nuevas, y en cuya novedad reaparecen, paradójicamente, los factores más arcaicos. Por ejemplo; la cara fea de la domesticación neolítica (el asesinato de los animales) se denuncia con el renacimiento, en ciertas áreas de la juventud, del vegetarianismo.

Estamos, pues, y no estamos, en la cultura neolítica. Ya se sabe que esa cultura se clausuró oficialmente hace cosa de 5.000 años, cuando del primitivo complejo neolítico surgió un tipo diferente de organización social; cuando la sociedad dejó de ser una dispersión de pequeñas comunidades y, al cambiar de escala, se hizo autoritaria, burocrática, centralizada, teocéntrica, monárquica, y militar. Sin embargo, el neolítico, de algún modo, prosiguió, prosigue. Citando nuevamente a Mumford, allí donde se celebra la llegada de las estaciones con fiestas y ceremonias; allí donde las etapas de la vida humana se festejan y puntúan con ritos familiares y comunales; donde el comer, el beber y el goce sexual constituyen el meollo central de la vida; donde el trabajo no está separado del ritmo, la canción y la compañía de los humanos; donde los familiares, los vecinos y los amigos forman parte de una comunidad visible, tangible y enfrentable, allí late todavía la cultura neolítica, con independencia de que se usen herramientas de acero o se realice la compra en supermercados. En este contexto, pues, no sólo no hemos salido del neolítico sino que seguimos enraizados en el mismo. Pero hay muchos otros contextos. Por ejemplo; uno de los grandes rasgos de la cultura neolítica fue la laboriosidad. Trabajar era entonces equivalente a vivir. No se trabajaba de cara a la acumulación de un excedente, sino de cara al goce mismo de producir. Ahora bien; esa postura ha terminado.

Decíamos que las genealogías estallan y que reaparece lo arcaico. ¿Cómo entonces se va a configurar el nuevo mosaico de factores culturales? Nuevamente tropezamos con el misterioso asunto del poder. Lo que se configure será el resultado de nuevos equilibrios de poder. El caso es que el poder lo impregna todavía todo. Poder del campo gravitatorio, poder del Estado, poder para repartir el excedente económico, poder del prestigio (status), poder del prototipo, poder del código comunicativo, se trata siempre de algo que penetra y agita las redes de relación estableciendo interacciones desimétricas y descompensadas. Y no se trata tanto de que el poder está monopolizado por alguien cuanto de que el poder es monopolístico en sí mismo. Tener poder es tener algún monopolio de poder. Tener poder implica que alguien o algo carezca precisamente de este poder. Todas las iglesias, todos los códigos, partidos y sistemas, se han edificado como instancias mediadoras (institucionales) entre el vacío y el poder. Así se han construido los más sofisticados espacios simbólicos de la cultura y así ha discurrido la historia, particularmente en Occidente.

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Hoy algunos intelectuales añoran una sociedad liberada del aparato del poder. Algunos vuelven la mirada hacia el remoto oriente. El príncipe ideal de Lao-Tsé reinaría de manera tan discreta que el pueblo ignoraría incluso su existencia. En vez de dictar leyes segregaría libertad. Esa libertad se obtendría evitando la violencia, la acción interesada, que es la que impide que cada cual encuentre la felicidad por sí mismo. Lo contrario de la acción interesada sería la no-acción (Wu-wei), que deja en libertad al Tao. He aquí la nueva utopía concreta que presiona: el pluralismo y el antipoder; el talante ácrata que se infiltra incluso en las conciencias religiosas. Así se considera, por ejemplo, que el monoteismo del Antiguo Testamento, la imagen de un Dios Uno y Todopoderoso, sería una monstruosa proyección del absolutismo de las grandes monarquías (Egipto, Sumeria) que sucedieron al neolítico. Resulta coherente que la tradición judeo-cristiana haya dado el nombre de Lucifer, ángel de la luz, al astro de la mañana que se precipitó en el abismo de la apetencia de poder, en el abismo de la tarde, de «Occidente», donde se pone el sol. La tradición judeocristiana quiere reservar el poder para uno solo, para aquél a quien el profeta Isaías denominaba el Altísimo. Sin embargo, incluso el cristianismo se alimentaría de la contradicción entre el Dios Todopoderoso y el Cristo carente de poder: la dialéctica entre el poder y la libertad. La .libertad sería el antipoder que jamás se deja reducir a símbolo. Por el contrario, el Estado, las iglesias, los partidos, habrían reivindicado siempre el monopolio del lenguaje y del poder.

Sea como fuere. Hemos celebrado unas festividades arcaicas secularizadas, distorsionadas, ambiguas, empecinadas. Uno cavila que entre la utopía de la libertad y la realidad del poder, por el momento, sólo cabe ensanchar el campo del pluralismo. Pues donde hay pluralidad, el poder queda difuminado. ¿Puede esta pluralidad llegar a ser cada vez más amplia? ¿Puede la utopía democrática proseguirse (perseguirse) indefinidamente? He aquí una cuestión perenne a la vez de la política y de la filosofía: algo más que un rompecabezas procedente de un mal uso del lenguaje.

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