Del adulterio al escándalo público: la supervivencia del espíritu inquisitorial
Profesor de la Universidad Autónoma de MadridEl proyecto de ley de despenalización de los delitos de adulterio y amancebamiento, remitido el 10 de noviembre de 1977 a las Cortes por el Gobierno de la nación, representa simple y llanamente una coartada que, aunque urdida de una manera falaz, no logra en absoluto enmascarar una triste realidad: la negativa del Gobierno a reconocer, primeramente, el derecho constitucional del individuo a la intimidad y, a partir de ahí, construir un edificio político-jurídico igualitario entre ambos sexos en base a una ley de divorcio fundamentada en tal derecho a la intimidad.
Pues bien, con un salto de trampolín que va desde el adulterio al escándalo público, sin pasar por el divorcio, nada tiene de sorprendente que el texto del proyecto encierre en sí mismo una contradicción insalvable, final disimulada con el tono de una desenfadada retórica preñada de hipocresía.
El Gobierno comienza por entonar una especie de conmovedor y liberal mea culpa, fundamentando la «supuesta» despenalización de tales figuras delictivas en dos datos: de un lado, «...en la reducida cifra de intervención de los órganos jurisdiccionales penales en delitos que, como éstos, son perseguibles tan sólo en virtud de querella del cónyuge agraviado...». De otro, «... por motivos que no dejan en muchas ocasiones bien parada la imagen de la justicia».
Pero la falacia del proyecto aparece con claridad meridiana al final de su texto, cuando, tras afirmar la despenalización de tales delitos, el poder ejecutivo nos advierte, ad cautelam, que «...los casos verdaderamente intolerables de adulterio y amancebamiento pueden encontrar y encuentran condignas sanciones en otros lugares del Código Penal como delitos de escándalo público y abandono de familia».
Con semejante salto de trampolín, y a pesar de la «exquisitez léxico-gramatical» que denota la fraseología «pueden encontrar y encuentran condignas sanciones...», el proyecto del Gobierno hará desaparecer dos delitos de los denominados privados o semipúblicos -perseguibles y condonables a instancia de parte- para, acto seguido, reafirmar algo que el Tribunal Supremo ha ve nido haciendo desde finales de la centuria pasada: condenar como delito de escándalo público (artículo 431 del Código Penal) las conductas calificadas por el Tribunal como de «resonante amancebamiento o adulterio». Se opera, de esta suerte, la conversión de dos delitos privados en públicos o perseguibles de oficio, con el riesgo consiguiente de una serie sucesiva de condenas en cadena, a no ser que lo remedie lo que en nuestro país parece ser el único remedio: el indulto o la amnistía en cadena.
Ese detalle nos permite apreciar cómo, paradójicamente, la «línea reformista» emprendida in extremis por el Gobierno se entronca curiosamente con la «fascista-patriarcal» inspiradora de la ley de 11 de mayo de 1942; la cual, al reintroducir los delitos de adulterio y amancebamiento, suprimidos por el Código Penal de 1932, dejaba bien sentada «...la categoría social de este delito que, sobrepasando la esfera del honor privado, llega a herir las más sagradas exigencias sociales». Concepción que, dicho sea de paso, ha inspirado también la doctrina penal del Tribunal Supremo en esta materia, cuando subraya que el fundamento de la punición del adulterio de la mujer reside «.. en el ataque que supone a la moral colectiva y a la propia sociedad, a la que el matrimonio sirve... como base de la familia y ésta es, a su vez, célula primaria del Estado» (sentencia 24-VI-1975).
Por otra parte, el carácter social atribuido al delito en cuestión parece inferirse también de la propia concepción política de la familia en el marco del régimen nacional-sindicalista, el cual la elevó institucionalmente a «célula o cauce de representación política» junto a otras «familias» como el municipio y los sindicatos. Tal fusión del idearium nacional-catolicista aparece gráficamente plasmada por el buen padre, García Rodríguez, en una especie de opúsculo esquizofrénico publicado en 1953 bajo el título La teología de apolítica: « La patria -dice- es una asociación de fieles cristianos para conseguir la felicidad temporal y eterna, a través de la familia y el sindicato; el sindicato vertical falangista es el modo más perfecto de santificación sobrenatural.»
Válvula represiva
Conviene, no obstante, recordar al sufrido ciudadano la tradicional y pantagruélica función represiva y anuladora del derecho a la intimidad que, en materia de «orden público-sexual», ha venido desempeñando y desempeña todavía el artículo 431 del Código Penal, definidor del «indefinible» e «intratable» delito de escándalo público, desde que el «liberal» Narváez lo introdujera, manu militari, en la reforma penal efectuada en 1850, con las Cortes de la nación suspendidas y en suspenso...
Y es que la cláusula mágica ínsita en una fórmula lapidaria y de contenido gaseoso como la de los que «... de cualquier modo ofendieron al pudor o a las buenas costumbres con hechos de grave escándalo o trascendencia ... », ha sido utilizada durante casi una centuria por el Tribunal como una válvula represiva residual, en materia de moral sexual individual y colectiva, para condenar como escándalo público, entre otras conductas, las de «resonante amancebamiento o adulterio» (sentencias 23-X-1912, 10-VI-55, 14-X-55, 11-X-57, 7-VI-65, 11-X-68 y 17-11-77). Así, desde el inicio de esa tendencia judicial, tratándose incluso de delitos privados o semipúblicos, como los de adulterio o amance bamiento, el tipo de orden público del artículo 431 se ha convertido en un verdadero cajón desastre, al incluirse en él los denominados supuestos de «resonante amancebamiento o adulterio fuesen o no denunciados por el cónyuge ofendido o inclusoperdonado por éste (sentencia 17-11-1977). De tal suerte que la tendencia judicial iniciada en la sentencia de 12 de enero de 1887, en que, inexistente el delito de abandono de familia y sin darse los presupuestos objetivos del adulterio («... la certeza del yacimiento camal»), se condenó por escándalo público a una mujer casada que, tras haber abandonado la casa conyugal, pasó la noche -sin más especificaciones- en una de prostitución..., fue progresivamente aumentando el radio de acción del precepto, especialmente a partir de la década de los años cuarenta, llegando incluso a afirmar la «compatibilidad» entre la condena por amancebamiento o adulterio y por escándalo público (sentencias 11-X- 1957 y 7-VI-65).
"Resulta, así, fácil constatar, desde nuestra perspectiva histórica actual, cómo el precepto ha sido fiel a sus orígenes absolutistas. Ideado para engullir en su «ilimitado radio de acción» los hechos atentatorios a las buenas costumbres «... no comprendidos expresamente en otros artículos de este Código», según rezaba la fórmula legal originaria del artículo 365 del Código Penal de 1850, nada tiene entonces de extraño que un planteamiento tan opresivo y anulador de la seguridad jurídica individual motivara el que incluso juristas conservadores de la centuria pasada, como Pacheco, apostrofaran el precepto como «triste y deplorable».
En la actualidad, si, como afirma el Tribunal, «... el reproche social es el nervio y esencia del citado delito...», se aprecia de inmediato cómo la subjetividad inherente aun término como el de «escándalo» impregnará, al fin y a la postre, necesariamente de subjetivismo todo su contenido. Así, según el Tribunal Supremo, «... la gravedad (del escándalo) no va referida al hecho, sino al escándalo en su caso producido ... ». Por lo que, «... aun cuando los hechos no produzcan impacto, porque eso se ve todos los días...» (se trataba de «mujer casada, emigrada a Alemania, que entabla relaciones con casado, haciendo ostentación en público, besándose, paseándose cogidos del brazo, frecuentando cines y, cafés...»), existirá, sin embargo, delito de escándalo público por el atentado al pudor o a las buenas costumbres que implica «...el estar unidos ambos matrimonialmente» y «... por no haberse conducido discretamente» (sentencia 5-XI- 1968).
Ahora bien, si el delito de escándalo público exige «repulsa social», ¿cómo cabe entonces condenar por tal figura delictiva hechos que, según el proyecto de ley, se despenalizan precisamente por su falta de trascendencia social...? El proyecto encierra, en consecuencia, una contradicción insalvable. Primero, nos dice que se despenalizan el adulterio y el amancebamiento por su escasa trascendencia social. Pero, acto seguido y como contrapunto, reitera algo que nos temíamos: los hechos de adulterio y amancebamiento «verdaderamente intolerables» o que «generen repulsa social» serán condenados como escándalo público. En suma, aún no han muerto tales esperpentos defictivos de «rancio abolengo en la geografía patria» (sentencias 23-IV-1945 y 29-XII-75) ¡y ya se está resucitándolos bajo un nombre diverso...!
Si a esto añadimos el dato inequívoco dela «mayor gravedad y reproche social» que para el legislativo yjudicial patrios encarna el adulterio de la mujer (sentencias 4-IV-1974 y 24-VI-75), se reafirmará, una vez más, una vieja discriminación contra aquélla en razón del sexo. No en vano el legislador de 1942, al reintroducir el amancebamiento como delito, sustituyó deliberadamente el vocablo con escándalo por el adverbio notoriamente. ¿Y por qué? Pues, simplemente, porque, como constata el Tribunal, «se quiso con tal sustitución objetivar la expresión legal por reputar demasiado equívoco y subjetivo el vocablo «con escándalo» (sentencia 30-V-1974).
Espíritu de delación
Además, si para el escándalo público basta, según el Tribunal, «el conocimiento o trascendencia posterior del hecho a un sector más o menos amplio de la colectividad... », resulta, en consecuencia, obvio que, cuando ya no existan los delitos de adulterio y amancebamiento, la condena por tal delito se operará entonces sobre la base excluisiva de punir el pecado implícito en la utilización extramatrimonial del sexo; y, dado el carácter normalmente privado de la actividad sexual, la punición se hará en base a habladurías, sospechas, intuiciones, antipatías, presunciones, etcétera. Fomentándose con ello el espíritu inquisitorial de delación característico y querido de toda una época histórica nacional. Y produciéndose, por añadidura, invasiones estatales totalitarias e injustificadas, en la zona o esfera de intimidad del individuo, en base a meras especulaciones morales que, si sirven para algo, es, como aquí, para anular por completo el derecho constitucional a la intimidad como el «más omnicomprensivo y valioso de todos los derechos fundamentales del hombre civillizado en una sociedad democrática».
El resultado es que estaremos, entonces, en presencia de un delito muy fácil de acusar, casi imposible de comprobar, pero muy fácil de presumir y condenar en base a la «repulsa social». Lamentablemente, de nuevo, hace aquí acto de aparición la hipocresía moral de nuestro legislador, denotada por el hecho de que ¡privilegia o premia al más cauto, pero no al más casto!
En síntesis, con tal proyecto de ley, el Gobierno ni siquiera ha logrado darnos la imagen escenográfica del paso de una política de «represión intolerable a una política de «tolerancia represiva». Por el contrario, lo que ha hecho es desplegar una simple operación estratégica: retirar los de a pie y poner en su lugar los de a caballo o, si se prefiere, la artillería pesada: el delito de escándalo público, figura devoradora de la intimidad individual y fantasma que sigue vagando aún amenazadoramente por encima de nuestras anémicas libertades como una secuela imperecedera del más rancio espíritu inquisitorial.
Entre la República (matrimonio civil y divorcio) y Narváez, el Gobierno, fiel a sus orígenes, ha optado por este último. Pero, eso sí, ahora no podrá alegarse, como en 1850, que las Cortes estaban cerradas o en suspenso.
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